Perdón que interrumpa Opinión

Resistiendo con aguante la ficción: el Peronismo saboteador y Alberto como Francella

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El riesgo de esta última temporada de la interna peronista es tornarse irrelevante. Históricamente irrelevante. Pura autonomía de la política. Primero porque se trata de un género pesado: el peronismo fue el movimiento que supo hacer pendular a la sociedad argentina dentro suyo; y lo que se ve ahora está desinflado, es un zamarreo de mezquindades entre dirigentes “jóvenes” o “viejos” que desde hace más de veinte años viajan con chofer e ignoran ya no sólo el valor de un pasaje de colectivo, sino la bajada de bandera de un taxi (para usar una metáfora del siglo XX). Esta interna aunque mueva sus marchas y contramarchas, convoque “audiencias” y despliegue sus relatos tiene algo sin salida. Ocurre más para sacarse un problema de encima que para dar una solución. El peronismo lucha contra una crisis que lo encontró del lado de adentro. Si en 1989 o en 2001 podía haber una última esperanza para la sociedad (en caso de incendio rompa el vidrio y saque un peronista –con Menem, con Duhalde–), ahora el peronismo vive del lado de adentro de la crisis y ese problema lo somatiza en la construcción de su propia ficción: todos luchan por ubicarse “afuera” del poder. El poder es el otro. Las viejas peleas peronistas se remontan lejos, y tal vez la última que definió un destino fue la interna entre Kirchner y Duhalde. Ahora, la experiencia del Frente de Todos es una experiencia sin paradigma. Se pelean para decir que no tienen el poder. Es el derecho a la ficción en medio de una crisis de la que es difícil escapar.

Este menú insólito permite introducir algo muy de época: el modo en que ciertas “ficciones” (películas, series) son puestas en tela de juicio. Y son puestas por un efecto paradójico: si la política arma su propia ficción, si la política está gobernada por sus propias ficciones (si en el oficialismo los cristinistas actúan como opositores con goce de sueldo o los albertistas piden respeto a su autoridad en nombre de no haber construido el albertismo), entonces la ficción funciona como un orden de la política. Intercambio extraño de los roles del mostrador. Así: a una ficción que narra un hecho histórico se le pide el rigor del Archivo General de la Nación o a una serie sobre la vida de un encargado de edificio se le pide que recite el artículo 14 bis antes de cada escena. Porque lo otro, esperar que la política cumpla su palabra, se da por perdido. Se tolera que el secretario general del sindicato de porteros sea un coleccionista de medios de comunicación, pero guay si una serie de ficción roza un prejuicio de clase. La oposición también tiene sus ficciones. ¿La última? Dicen que vieron a Elvis vivo en una gasolinera, dicen que un día Larreta fue “espontáneo” en algo.

Seamos realistas, pidamos ficciones

El novelista y sociólogo Hernán Vanoli dice que “la ciencia ficción es lo que nos está pasando y por eso el realismo decimonónico es cada vez más artificial”. En sus palabras, “ciencia ficción es Trump y Bolsonaro y también la edición genética Crispr y Uber”. En ese lugar donde ficción (a secas) y política hacen migas se produce este intercambio lleno de chiquitaje: se reclaman ficciones solemnes para una política que no sabe que se está tomando a sí misma en joda.

Hay algo en los estrenos simultáneos de Argentina, 1985 y El encargado. Si la película del juicio a las juntas se repliega en tiempos de crisis sobre una “reserva moral” de la sociedad (un relato de una cosa que salió bien de la transición democrática), hay algo en el corazón de las tinieblas de la torre de Belgrano de El encargado que funciona como su reverso: ¿de qué están hechas las salchichas de esa sociedad civil? ¿De qué está hecha la clase media? Y, por supuesto, el traspié se repite: ¿cuánto le estamos pidiendo a una ficción?

En un ensayo sobre la obra de los directores Mariano Cohn y Gastón Duprat (la dupla que realizó El encargado), Diego Labra apunta a que todo su cine es un misil teledirigido hacia “la clase media y el universo de los artistas y de los escritores”. Examinemos su “puntería” entonces: es un cine contra (una versión de) la clase media y que, como todo, puede dejar cosas afuera.

El Encargado tiene once capítulos donde los autores despliegan esa observación teledirigida que repite una forma como si fuera su arte poética. Veamos. El encargado, con un Guillermo Francella magistral, tiene la costumbre junto a otro encargado amigo del edificio vecino de mirar a las personas que pasan por la cuadra. Esa escena auto-cita la escena de Mi obra maestra (otra película de la dupla Cohn y Duprat) en la que un galerista de arte observa personajes sueltos de la ciudad y crea sus “perfiles”. Se sienta en el banco de una plaza, mira la ciudad en 360, y dice lo que ve: el escribano amarrete, el vendedor de seguros, el remisero con colesterol alto, el asistente de marketing depresivo, la estudiante del interior (“mucha tarta de calabaza”), el bartender, y después ve venir, lo ve venir caminando con su bolso, su saco de corderoy y su barba prolijamente descuidada, y ahí Francella dice: “sociólogo peronista”. Pero antes de nombrarlo suelta “ay, ay, ay”. Como si dijera: el que vive de todos los demás que acaban de pasar. Cohn y Duprat y la sangre prometida: su anti progresismo. Pero en El encargado no es la erudición del curador de arte sino la sabiduría de dos porteros de edificio que saben por viejos las cosas que envuelven las bolsas negras de consorcio de la clase media. Así, los dos encargados imaginan que ven a un empleado de un ministerio, dos madres del cole, un chofer de remís.

Pero volvamos a la torre. Quizás Belgrano como barrio tradicional hace un poco más rígida la plasticidad del arco narrativo, pero Belgrano, como todo gran barrio, tiene muchos barrios adentro y hay un ecosistema fértil en el edificio: un viejo militar con domiciliaria, un abogado garca, un sindicalista peronista, dos kirchneristas veganos que tienen a su empleada en negro, una pintora kitsch, un sojero, una pareja de lesbianas, y así. El punto de referencia de todos es el vínculo con el portero. Una de las relaciones que repiten Cohn y Duprat como anatema de la clase media es la relación de esa clase con su propio cuerpo. Dice Labra: “estas situaciones límite ficcionales hacen crujir los mandatos y pretensiones de masculinidad que pesan sobre los protagonistas de clase media”. El personaje de Spregelburd, por ejemplo, que hace del arquitecto en El hombre de al lado, llora en su auto porque su mujer le exige que ponga el cuerpo contra el vecino (Daniel Aráoz). O, dice Diego Labra, “Oscar Martínez se caga hasta las patas ante el Dady de El ciudadano Ilustre, casi un malo de película de terror pastoral”. Entonces el “encargado” es en esa frontera la extensión del cuerpo de todos. La tercerización clásica: el que tira la basura, el que arregla un baño, el que rescata un chico en un incendio, el que hace favores sexuales, el que intermedia conflictos. Frente a ese cuerpo que recorre el edificio la tecnología hace sombra: tenemos desde la tobillera electrónica del genocida hasta la aspiradora robot del abogado cagador. La tensión con ese abogado que encarna Puma Goity es por el proyecto para la construcción de la nueva pileta (que debe tener los votos de la mayoría en una reunión de consorcio) y supone la salida del portero, el cese de sus funciones. Esa elección organiza esta lucha de clases medias: una campaña por los votos va armando el boca de urna hasta el veredicto final. Si hay pileta no hay portero. Y la salida del encargado será sustituida por una empresa de limpieza tercerizada y la colocación de cámaras de seguridad. ¿Qué es el ascenso social? Privatiza su vida hasta el que ama el Estado: que nos limpien la casa, nos paseen a los perros, nos traigan el delivery o las compras por Rappi. Lo obsoleto frente al gran salto tecnológico: el portero está nominado.

Cohn y Duprat arman su historia esta vez rozando el lado “Campanella” que es el fondo común de todos los progresismos del siglo XXI: oponer tradición a progreso. La parte sensible de su propio relato está justamente (o paradójicamente) en la defensa de viejos valores corporativos. Se enciende la luna de Avellaneda. Eso que vivimos encenderse para defender el club social. Acá la luna es el portero sombrío. El límite de una época: ¿se puede componer un relato que finalmente no sea también un poco progresista? Quizás ante ese límite se duplica cierta crueldad de los autores. 

El encargado no es contra los porteros: es a favor de ellos. No sólo en la defensa de la fuente de trabajo, sino en la lección final del portero salvador: la tecnología no tiene alma. Seré canalla, pero soy su canalla. Pongo el cuerpo. Si, como decíamos, los trazos gruesos de ciertos blancos fáciles (la doble moral de clase del kirchnerismo –el jipi con OSDE, la superioridad moral del ventajero con planta en el Estado– o criticar al sindicalista peronista labrado en oro) no son ya tan grandes hallazgos, porque es la parte cómoda en que Cohn y Duprat arman un poco su torre de marfil, podemos decir que el hallazgo está en algo anterior a todo eso, en algo aún más naturalizado que esa crítica al progresismo: y es el resultado concreto de que todo eso que la torre de Belgrano junta finalmente convive. ¿Qué nos dice El encargado? Que la sociedad argentina es menos imposible que su representación.

Y hagamos entonces la ficción de la ficción: este encargado se proyecta en la figura política de este tiempo roto, desvencijado, que parece sin norte. En la figura del que parece que “nadie puso”: ¡sombra terrible de Alberto Fernández venimos a evocarte! Sobre el final de la serie vemos ascender las tretas del portero: el gesto que desconcierta a sus interlocutores, ahí cuando nadie sabe si es o se hace, y todo para no perder el puesto. “Me echan como un perro”, grita en un momento para decir la verdad y al segundo se ríe. ¿Cuál es la verdad? Porque a veces las cosas van tan lejos que la mentira es la verdad. El encargado entonces juega a las escondidas desde los gestos paralelos de su propia cara: se ríe, y apaga la risa al instante. ¿Quién es? ¿A quién quiere? ¿Quiénes son los propios? ¿Los entrega? El portero es Alberto, entonces, asediado bajo la sombra de una orden de desalojo, tratando de sobrevivir frente al boicot de propios y extraños. Así, y aunque esta vez no pidamos estatus de verdad en la ficción, podemos decir que la historia de El encargado funciona como cifra de este peronismo insólito vuelto contra sí mismo: el peronismo saboteador. 

MR