Opinión

Los nuestros, los de antes, los que vendrán

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¿Alguien notó el grado de volatilidad que tiene el aire en vastas zonas urbanas de Argentina? ¿O son cosas mías? El estado gaseoso se desplaza sobre sí mismo como si temiese ser el culpable de una detonación fatal. Tratando de adaptarse estrictamente a la forma del recipiente que lo contiene. O al menos, de no ser el que arroje la piedra primordial de la locura. Sólo por hoy. Todo envuelto para regalo en una corteza kraft de amenaza, para no ser desenvuelto.

Imaginémonos por un instante una horda de aristócratas obreros en decadencia, entre la que, mezclados, hay uno que otro que llegó a la orilla opuesta. Que alcanzó su destino de pan, trabajo y techo.

Como si –pongámosle– 70 años atrás una deidad, o una deidad y su deidad consorte, hubiesen prometido a cada argentino que tendrían derecho a una educación de calidad y gratuita, a una salud pública de excelencia, a un mes de vacaciones en un hotel sindical frente al mar.

Fantaseemos con que, poco a poco, esas promesas tuvieron el tupé de realizarse, y el país vio crecer varias generaciones de personas sanas, limpias… en realidad, a un pueblo con esperanzas, de brazos alzados, el fifty−fifty recargado. Una nobleza operaria, que provenía de ser una horda rantifusa bajada de los barcos, que molía recuerdos en los patios oscuros de los conventillos suburbanos. “Hacer la América…”.

Y a partir de un cierto momento (por causa de un “plan de ajuste”, antes de que la categoría adquiriese título para alternar en las academias), un Estado proveedor de planes y realizaciones en todos los órdenes, se fue transformando en un proveedor estatal de ayudas más o menos universales que, a medida que se acercaban a sus beneficiarios, se iban transformando en indignos intercambios de favores y franquicias, con mayor o menor intensidad según las costumbres de época.

Poco a poco se volvió a los ritos malandras del país pre−promisorio y las hordas de ángeles caídos, expulsadas del sueño de la dignidad, fueron reemplazando a sus padres o abuelos, a los que nunca les faltó estudio o trabajo.

La historia no es nueva, ni original, aunque los finales cambien, sin jamás dejar de ser malos. “Los tiempos difíciles forjan hombres fuertes, los hombres fuertes crean buenos tiempos, los buenos tiempos crean hombres débiles, los hombres débiles crean tiempos difíciles.”, según recrea la idea el novelista norteamericano G. Michael Hopf.

Entonces el aire empieza a ponerse más volátil, con tendencia a evaporarse previa liberación de energía. Para que esto no suceda existen los contratos sociales. Cuando esto sucede, cuando se aja y resquebraja nuestro pacto de convivencia, se vuelve imperioso preguntarse qué nos pasa como comunidad. O sea, rápido; mientras lo seamos.

Peugeot vs. Peugeot

Por ejemplo, pongámosle que en el semáforo de Honduras y Bonpland, ciudad de Buenos Aires, en rojo dirección al poniente, se aparean esperando el permiso de paso un Peugeot Allure 208 2021, y otro Peugeot 504 (“diseñado por Pininfarina”) modelo 1989.

El que conduce el reluciente 208 es un realizado, cada vez más una anomalía del sistema, un nacido con estrella, un aristócrata del trabajo a quien la fortuna le hizo sitio a su lado. Quien conduce el 504 (alguna vez “diseñado por Pininfarina”) es un hundido, alguien con los ojos inyectados de escasez, en agónica refriega contra las adversidades que lo distancian de los 15 litros a 150 pascualitos de los nuestros la unidad, con los que mañana deberá cargar su tanque de nafta. Se miran.

Al del 208 le parece conocerlo de algún lado. El del 504 ya lo odia. El del 208 piensa en lo descuidado que su vecino tiene el vehículo; el del 504, en que, si el de al lado lo sigue gastando con esa sonrisita sobradora, le va a romper la boca. El aire alcanza su máximo grado de inflamabilidad, y se aproxima una conflagración ominosa, mal dormida, tullida de una rodilla. “¿Qué mirás, papanatas?”, dirá alguno de los dos. Bueno, finalmente se trata de esa frase sobre la política y las instituciones: “la Argentina es un circo sin público”. Luego, viene la disolución.

El destino del país es eso que sucede mientras la gente sufre. Y los que no sufrimos, en lugar de hablar de las cosas esenciales, nos especializamos en las cosas que nos separan. Una cosa es hablar sobre qué modelo de desarrollo es más justo para financiar los derechos sociales, y otra diferente es luchar junto a los desheredados para que triunfe el más justo.

No sé qué preocupa a la humanidad, pero sospecho que la transición energética, la preservación de los recursos hídricos, los efectos de la robotización y la economía digital en el mercado de trabajo, la gobernanza de los océanos (pesca, medio ambiente), y el cómo enfrentar el envejecimiento de la población (pensiones, economía del cuidado, salud). Nosotros preferimos lastimarnos nanotecnológicamente, como un adolescente que se encarniza con un barrito frente al espejo.

Cuando publicamos con mi comanditario Pedro Peretti nuestro libro dedicado al lawfare, hubo dos cosas que nos llamaron rápidamente la atención. La primera fue la cantidad de ediciones que hizo la obra (no somos gente habituada al éxito), y luego las erupciones que producía en la carne del alma la expresión “lawfare”. Esa palabra ya había adquirido los suficientes comentarios como para ser invitada a la sala de profesores de la Facultad de Derecho de la Universidad de Buenos Aires.

En un país en el que la descalificación es un vicio que se exhibe sin pudicia, esas pobres siete letras comenzaron un derrotero que, empezando por el decoroso desdén, tuvo problemas de espacio para acumular en el rígido tantas reprimendas. Gente querida, inteligente, versada, ante la cábala entraban en una especie de fase zombi, viviendo una vida que les desconocíamos. Importación de conceptos de la academia militar norteamericana, esnobismo, pretexto exculpatorio, hasta el extremo de enriquecer la cultura de la cancelación: “el lawfare no existe”. Habría que preguntarles a Alejandro Rua, Domingo Rondina, y Rafael Valin si existe o no.

Muchas veces discutimos con Peretti los motivos de la tirria. Tuvimos acuerdos y desacuerdos. Desde la página uno del libro habíamos aclarado que no estábamos entronizando una institución, ni una categoría jurídica, sino una práctica público–privada que tenía un propósito; que no interveníamos en rancios desacuerdos (interpretativismo versus positivismo); que el tema era viejo (desde el comienzo griegos y romanos supieron que tanto los conservadores como los revolucionarios pueden valerse de la legalidad existente para perseguir a sus enemigos).

Cuando la biblioteca se fue agotando, ambos nos dimos cuenta de que cualquier herramienta de la que pudiera valerse el peronismo (o el kirchnerismo si se quiere) para hacer más soportable la existencia, corría la misma suerte. Claro, se solía repetir que cualquier tribunal podía ignorar el debido proceso y llegar a una conclusión predeterminada, sin necesidad de ningún lawfare. Lo que se omitía, es que no cualquier justiciable puede conseguir que lo juzgue o que juzgue a sus enemigos, un tribunal dispuesto a tanto.

Y cuando afinamos más la mirada vimos el verdadero motivo, y no era jurídico sino antropológico, y no había nacido en Praga sino en la Provincia de Buenos Aires, y no precisaba de consagración jurisprudencial porque tenía legitimación popular. El motivo era CFK. Está hablando mientras escribo estas palabras. La neurosis no era epistemológica, sino que era previa al conocimiento humano, se alojaba en el tronco encefálico, junto al impulso de la digestión.

Había que volver a posar la mirada en esa mujer, cuyos actos generan consecuencias de un magnetismo irresistible. Cristina siempre tiene algo que decir respecto de cómo se debe distribuir la renta, y no se trata de hacer un mini torneo de ratificación de identidades partidarias. Todos saben lo que piensa CFK, y algunos pocos lo que pensamos con Peretti. Lo que importa es a quién irrita lo que ella propone sobre determinados temas. Entonces, ya no es lawfare o positivismo; es la vereda del sol o la de la sombra. Se trata de elegir el lugar en que se está.

Y la respuesta surge con toda claridad: irrita a quienes provocaron que la mayoría de los argentinos miren a sus semejantes (alguno en Honduras y Bonpland), con rivalidad, como si uno se hubiese apropiado de lo que le correspondía al otro. ¡En Argentina, donde alguna vez hubo para todos! No sé si CFK hizo algo parecido o nos lo evoca. Hay fenómenos que el protagonista no busca, pero suceden.

A los peronistas nos gusta el aire abierto, el ardor de la multitud. Pienso ahora que es una especie de fenómeno de equipo enamorado de su propia hinchada. Sucede porque la vida les da poco a los que tienen poco. Como la política a los argentinos.