Opinión

Vivir con ansiedad

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La ansiedad es el demonio de nuestro tiempo. Nos carcome desde las entrañas, rogamos porque nos deje tranquilos al menos una noche. La ansiedad es ese fuego interior que arde y sube por la garganta como un reflujo ácido. Nada tiene gusto cuando estamos ansiosos, nada tiene sabor, solo tragamos y tragamos identificados con el bocado digerido.

La ansiedad no es la inquietud. Aprender a vivir inquietos es un trabajo psíquico de suma elaboración. Mucho más que pedir por la tranquilidad. Alguien puede estar en paz sin que su inquietud se vea perturbada. Tampoco la ansiedad es la angustia, cuando esta última es un afecto de profundidad, de conflicto interno y vacilación moral; mientras que la ansiedad es puramente deglutiva o, en su contrapartida, expulsiva –así es que decimos que nos queremos “sacar” la ansiedad, como quien se arranca una sanguijuela o vomita un desecho.

Si nuestra capacidad para estar angustiados depende del modo en que podamos vivir de manera reflexiva y, eventualmente, que nuestro deseo tropiece con encrucijadas que pueden hacernos cambiar –por eso muchas veces el primer rostro de la angustia es el temor (a dejar de ser nosotros mismos); por su parte la ansiedad pertenece al espectro de las llamadas “afecciones reactivas”, es decir, cuando estamos ansiosos siempre estamos un paso adelante, en busca de un efecto por venir.

Por su reactividad la ansiedad no tiene ningún ribete ético. El ansioso no mira dentro de sí y mucho menos interroga su deseo. El ansioso quiere la calma, el reposo, la homeostasis, la disminución de las tensiones internas y aquí es que podríamos decir que está el primer trabajo que es preciso realizar con un ansioso: acompañar para que pueda soportar umbrales mayores de intensidad en su interior. ¿Cómo se hace esto? Bueno, que no nos gane la ansiedad con las preguntas apresuradas. En un proceso terapéutico no hay recetas, no hay tips para que ocurran ciertos efectos. En todo caso podría decir que a través de la proyección de la ansiedad en la figura del terapeuta es que es posible construir un borde psíquico vincular que, luego, en un segundo tiempo, se podrá internalizar.

Digo terapeuta y no psicoanalista porque esta es una maniobra que no solo le concierne al psicoanálisis. En este punto, creo que la ansiedad es un mal por el que se consulta a gran variedad de profesionales y quizá la diferencia no esté entre escuelas psicológicas o métodos de tratamiento, sino entre quienes plantean que la ansiedad debe ser eliminada o quienes se las ingenian para tratarla y disminuir progresivamente su incidencia… hasta que su carácter de reacción se vea reemplazado por otros afectos más complejos.

De la ansiedad se puede hablar de diferentes maneras, a veces con diferente nombre. Por ejemplo, Kierkegaard la llamaba “desesperación” y, más recientemente, recuerdo haber leído un breve artículo de Donald Woods Winnicott que hablaba de “defensa maníaca”. Sea como la nombremos, en la ansiedad siempre se reconoce un carácter de evitación y empuje de ir hacia adelante, sin parar, a veces casi compulsivamente. La ansiedad es una enfermedad del cuerpo, como lo demuestra el pie que no puede quedarse quieto.

La ansiedad está en gestos mínimos, como el de quien se come las unas –a veces hasta sin darse cuenta– y si tuviera que aprontar una respuesta específica de la perspectiva analítica diría que reconocemos en este modo de padecer un desvío respecto de la orientación sexual de nuestros impulsos. Si hambre y amor son las dos fuerzas que mueven el mundo –según el verso de un poeta alemán– al punto de que el hambre se erotiza y desde niños empezamos a comer más por deseo que por verdadero interés de alimentación, en el caso de la ansiedad se da un contragolpe: la ansiedad es hambre psíquica; pura voracidad, pero sin objeto; ganas de efectos, pero sin que importe de qué efecto se trate. 

La ansiedad es hambre psíquica; pura voracidad, pero sin objeto; ganas de efectos, pero sin que importe de qué efecto se trate

El ansioso quiere que algo pase, a veces incluso no importa qué, pero que pase –porque mientras algo no pasa está a solas con su propia voracidad y esto es lo intolerable. Lo ansioso en cada quien es un cortocircuito en la erotización de nuestro modo de sentir y cargar con afecto nuestras ideas. Cuando digo “erotización” no me refiero a que el contenido de nuestras ideas sea sexual, sino que se relaciona con el ritmo de nuestra capacidad de pensar; es decir, en condiciones normales nuestro pensamiento incluye tensiones que no interrumpen su continuidad; es permeable a intensidades y excitaciones que nos permiten pasar de una idea a otra, a veces con displacer. 

Ahora bien, cuando este puente no se logra, aparece la ansiedad, cuya base es que el displacer interrumpe el pensamiento y se aplica directamente sobre el cuerpo. En algunas personas que sufren de ansiedad, lo más notorio es que expresan cuánto les cuesta pensar, porque no saben qué pensar o directamente desestiman que el pensamiento pueda ser una instancia en la que encontrarse a sí mismos. Quieren realidad, actos, efectos, como si fuera más sencillo verse desde afuera que desde adentro.

El ansioso vive proyectado en la exterioridad y sus acciones se realizan con un enorme costo psíquico, porque a veces tiene que acompañar todo el proceso de realización –con un control constante– desde el principio hasta el final, sin pausa, como si tuviera que actuar el proceso antes que dejar que este ocurra y enterarse, luego, de qué ocurrió. La del ansioso es como una mirada hiperatenta y vigilante, sin descanso.

Esta breve fenomenología de la ansiedad tiene como fin situar diferentes aristas de este malestar, con la intención de que podamos reflexionar sobre el valor que tienen los procesos psíquicos; uno de ellos, como dije antes, es el pensamiento, pero también hablé de la atención sobreexcitada y podría agregar una memoria que no funciona al servicio del duelo y el gasto de recuerdos que habilita nuevas vivencias, sino acosada con el temor de olvidarse de algún detalle, por lo general insignificante. Una vida plena no suele ser una vida feliz, o basada en gratificaciones; la plenitud vital está más bien en disponer de las capacidades emocionales que nos permiten elaborar lo que vivimos, sin quedarnos fijados en reactividades.

Cuando somos capaces de vivir, nos angustiamos. Miramos en nuestro interior y tal vez nos preguntamos si no tenemos que tomar alguna decisión. Las consecuencias de estos actos suelen ser frustrantes, porque quizá perdemos libertad o tenemos que restringir un deseo o aceptar la finitud de nuestra vida. El displacer es un componente elemental de los procesos anímicos, no porque –vuelvo a decirlo, pero de otro modo– nos displazca el contenido de las ideas que pensamos, sino porque es inevitable pensar sin tensión. Cuanto mayor sea nuestra capacidad para tolerar tensiones internas (por ejemplo, una preocupación), más elaborados serán los conflictos que podamos representarnos (por ejemplo, a partir de contradicciones) y mejores nuestras elecciones. El costo de la ansiedad es el desplazamiento constante de quien se busca siempre en lo que tiene delante, en un mecanismo de huida perpetuo que concluye en el desgano y el desencanto respecto de la vida.

De acuerdo con una distinción básica, diría que la afectividad más primaria es ansiosa; que el primer eslabón de una sensibilidad conmovida está en la angustia (afecto constitutivo de un sujeto ético, pero que impide sentir mucho más) y en el otro polo de elaboración está la inquietud como capacidad de discernir diferentes sentimientos, con sus matices y alcances, sin perder la paz interna, porque en última instancia uno no deja de tenerse a sí mismo como sujeto de una experiencia emocional. 

LL