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Cómo vivir juntos: contra el estigma de la soledad

Un prejuicio que insiste: el que quiere estar solo es “raro”

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Los prejuicios que recaen sobre la soledad han impedido que los que disfrutan de ella puedan hacerlo sin tener que dar explicaciones. Porque en épocas de emancipación, en épocas en las que se está cuestionando todo, hay un prejuicio que insiste: el que quiere estar solo es “raro”. El estigma que recae sobre los modos de querer ser menos sociales es muy difícil de “gestionar”. La soledad tiene mala prensa, es un hecho. Y esa mala prensa recae, para variar, sobre todo en las mujeres, -2021 y todavía pesa sobre la mujer que está sola el manto de sospecha de ser “problemática”, mientras que el hombre es soltero porque es “canchero”. Estereotipo que se cifra, por ejemplo, en que se dice siempre “soltero codiciado”, pero casi nunca “soltera codiciada”-. 

¿Cómo hacen las personas que quieren un poco de soledad pero no quieren escuchar de los otros “no podés quedarte solo/a, no es bueno estar solo/a”? ¿Cómo hacerle lugar a la soledad? ¿Cómo hacer un poco de soledad en medio de un mundo que la estigmatiza, que la señala como problemática, que la patologiza? ¿Qué clase de codazos hay que dar en medio de los imperativos de sociabilidad para hacerse un lugar para estar solos? Son pocas las personas que aceptan como respuesta a una invitación “no, gracias. Prefiero estar solo/a”. Se supone que si alguien quiere un poco de soledad, es porque es antisocial: así de magro es el “argumento” que se esgrime.

Se está cumpliendo un año desde que nos enteramos de que hay una pandemia y un año de que se decretó la cuarentena. Ese mundo que teníamos, que habitábamos, ya no está más. Algunos se demoraron más que otros en enterarse, e incluso hoy, todavía hay quienes siguen sin querer saber nada del modo en que se sacudió todo eso que nos permitía vivir sin pensar demasiado. Muchísimas son las cosas que se pusieron en cuestión del modo en que vivíamos y para muchos fue ineluctable empezar a revisar la vida que se sostenía, no la que nos sostenía, sino la que sosteníamos, la que cargábamos, esa que pesaba y que recién hoy advertimos que estábamos soportando. Una de las tantas cosas que se empezaron a revisar, además del modo de trabajar, de las horas de viaje, etc., fue sin dudas la vida social -una redundancia, ya que no hay vida para nosotros que no sea social-. Son muchos los que se encontraron, sorpresivamente, con un alivio: estar en soledad. El alivio fue más por no tener que dar explicaciones, que por encontrar esa soledad que disfrutan. No son pocos los que pronunciaron explícitamente las ganas de no volver a sostener actividades sociales por compromiso. No son pocos los que dijeron que, a partir de ahora, las relaciones sociales se iban a reducir solamente a los vínculos más genuinos.

“Toda vida es un pozo de soledad que va ahondándose con los años. Y yo, que vengo más que otros de la nada, a causa de mi orfandad, ya estaba advertido desde el principio contra esa apariencia de compañía que es una familia. Pero esa noche, mi soledad, ya era grande, se volvió de golpe desmesurada, como si en ese pozo que se ahonda poco a poco, el fondo brusco, hubiera cedido, dejándome caer en la negrura”. Compartí en Twitter este fragmento de El entenado, de Juan José Saer y entonces Hernán Confino me contestó con un poema de Idea Vilariño: “uno siempre está solo pero a veces está más solo”.

No hay una soledad única. Hay soledades, clases de soledad, gradaciones de la soledad, intensidades, matices, de eso hablan los dos autores. Pero, además, tanto Saer como Vilariño escriben eso que desborda, esa soledad que irrumpe aún sabiendo, aún estando advertidos de que se está solo. Entonces, no siempre se está solo de la misma manera. Ya sabemos: una cosa es estar solos y otra, muy distinta, sentirse solos. Y diría que el sentimiento de estar solos -“me siento solo”- se refuerza, sobre todo, cuando se está con otros. Sentirse solo con otros no es lo mismo que estar solo con otros. En inglés existen dos palabras para nombrar esos matices: solitude y loneliness. Me gusta que haya dos palabras, porque muestra claramente una distinción necesaria para poder pensar que no todas las soledades se padecen.

En un mundo en el que se refuerzan los individualismos y la segregación, resulta muy difícil hacerle lugar a una soledad que se vuelve, muchas veces, necesaria. Por eso no se puede hablar de la soledad, sino, como hace Anne Dufourmantelle en Elogio del riesgo, de soledades en plural. Allí dice que hay una soledad que es el nombre “de este pánico lento que gana el cuerpo entero hasta la parálisis, cuando ya ni siquiera sabemos cuál es el nombre del amor. Quizás allí pueda aparecer otro momento del mundo”. Hay una soledad insoportable, esa que Saer menciona como sorpresiva, la que Villariño refiere como mayor. Pero hay también otras. Hay, sigue Dufourmantelle, “una cierta soledad que no sea hiriente y que permita escribir y amar. Y sufrir también, pero con gracia, ligereza (...). Pues una cierta soledad es el punto de eclosión obligado, saturado de la creación. No se crea ninguna obra fuera de este punto de soledad”. Esto me lleva a su vez a una de mis ideas preferidas de Roland Barthes: “estar con quien se ama y pensar en otra cosa: es de esta manera como tengo los mejores pensamientos, como invento lo mejor”. Es la soledad que se desliza en lo que Jean Allouch sugiere: “Amar es dejar al otro estar solo. Efectivamente solo, y a pesar de todo amado”. O cuando dice “la posibilidad de amar le deja al amado su soledad, le ofrece su soledad. Mi soledad propicia ser amado y ser amado propicia mi soledad, es una situación un poco paradójica: el estar solo es lo que permite que yo sea amado, pero el ser amado es lo que permite, también, que yo pueda estar solo”.

Nicolás Vallejo, uno de los que mejor leen a J.B Pontalis, me acercó esta cita: “el sufrimiento físico o también moral, incluso cuando invade nuestro cuerpo, no se comparte. Se experimenta en extrema soledad, no importa cuán atentos o compasivos puedan ser nuestros seres queridos”. Por eso resulta tan hostil cuando alguien quiere “ponerse en nuestro lugar”, porque nos saca de ahí. Son pocas las personas que saben respetar esa soledad del sufrimiento del otro. Hay un instante en que “la apariencia de compañía”, como dice Saer, cae. Es el instante en el que aparece, como diría Donald Winnicott, “la capacidad para estar a solas”. 

Una de las tantas cosas que la experiencia del análisis hizo en mí fue suscitar la posibilidad de habitar una soledad sin padecerla, sin inquietarme, sin que implique una situación de crisis; habitar una especie de soledad amorosa. Me gusta mucho esa soledad que puede construirse aun, o sobre todo, cuando se está con el otro, y que quizás sea la más difícil de lograr. ¿Cómo hacer para habitar la soledad estando con otros? ¿Cómo vivir juntos sin renunciar a nuestra soledad?

AK

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