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Opinión Perdón que interrumpa

Guzmán y el acuerdo con el Fondo: una isla de intransigencia en un mismo mar de concesiones

Martin Rodríguez rojo Perdón que interrumpa

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De la histeria no se salva nadie. Por unos días Guzmán y Alberto volverán a ser superhombres, estadistas, hombres de estado. Musculatura y volumen. Al menos para una partecita de la crónica que se hace eco, a su vez, de la parte de la política y de la sociedad que desde distintos lugares esperaba exactamente esto: calma y no tormenta. Algo. Algo que al menos no sumara un quilombo más, inmanejable. 

Guzmán es una decisión de Alberto. Lo eligió él: encarna la heterodoxia económica con sensatez. Un hombre que se puede servir un café en una Ivy League o sentarse con un empresario o dueño de una pyme y con un referente de los movimientos sociales. Es el punto de donde no quería retroceder: una isla de intransigencia en su mismo mar de rendiciones. Es también lo que da forma a su misión. Si hasta ahora Alberto no supo, no pudo o no quiso armar el “albertismo”, también es por el cuerpo de sus ambiciones: el espejo no era Néstor Kirchner, el espejo era Duhalde. El presidente peronista peleado con la Historia. Al que le toca el pasaje opaco de hacer la transición. Alberto es el presidente de un tiempo, una época que no creó pero que lleva su nombre, su cara, sus palabras, sus tonos. Su propio meme. Eso que le tocó arreglar (deuda, Pandemia, a vuelo raso) se lo puede llevar. El síndrome Remes: el mismo incendio que apagás te quema. 

Sobre la hora, el presidente puede decir que puso todos los patitos en fila que se pueden poner: el miércoles a la noche se habría encontrado con Máximo Kirchner en Olivos, quien se mostró menos duro (sobre todo, cuando muchos de los aliados bonaerenses de MK no pretendían dureza); también en este tiempo de descuento Massa jugó en línea con él y con Guzmán; Manzur ablandó la visión de “los grandes Grupos Económicos nacionales y algunos banqueros en Wall Street”.  Cristina es, aún, un misterio. Muy difícil creer que todo funcionó aceitado, en tándem, como una operación de alta ingeniería entre una Cristina que muestra los dientes y un presidente que muestra las razones. Cierta jerga que sobre-adjetiva en el peronismo tiburones que huelen sangre, realpolitik, reglas de poder detrás del poder a veces sólo lo romantizan. El hermetismo de la negociación fue tal que todos pueden mojar el pancito de su interpretación en él. En mi pancito diría que las cosas fueron como más o menos se sabe que fueron. Se negoció un acuerdo tragable, se convenció lo más que se pudo a los más que se pudo. Se hizo. El cuco de la incertidumbre se terminó y el oficialismo deberá salir a instalar su única fórmula: “Ahora, a seguir creciendo en un país en crisis”.

Alberto sabía la mitad de lo que tenía por delante el 10 de diciembre de 2019. Tenía por delante la cuenta que dejó el macrismo. Ese combo de inflación y deuda externa galopante de los que hicieron todo mal en su propio set: el de la economía. Un gobierno que a los problemas -digámosle- “soberanos” le sumó el Fondo de la olla: la soga al cuello de la presión de la auditoría externa. Guzmán era el nombre propio para buscar la solución a esos problemas. Lo que no sabía Alberto era lo que nadie sabía: que en marzo de 2020 iba a enfrentar una Pandemia. 

Y la Pandemia hizo algo más que matar argentinos por la espalda: la Pandemia se argentinizó, se volvió el pan nuestro de cada día. Un día hablamos de ella con naturalidad, con saturación, con el bodrio del barbijo, con la cosa tragada ya por grietas, con Viviana Canosa tomando dióxido de cloro, con la pavada de fundar La Pedro Cahn, con Gustavos Sylvestres a los gritos contra Comodoro Pro, mientras el bicho seguía matando pero había algo horrible que se hacía tragable. Se secó la solemnidad. Miles de muertos sin misa hicieron estragos: nos quedamos sin palabras dignas a la altura de lo que pasaba. Hizo su pasaje al costumbrismo, a ese monstruo que salva del vacío. Me recuerda un instante de extrañísimo alivio. Cuando Bambino Veira tras la reaparición de Sebastián Candelmo, el chico al que violó, dijo “Se me cayeron las torres”. Todavía estaban tibios los cuerpos en Manhattan. Pero ya había en esas lejanas torres derribadas por células dormidas un modo de nombrarlas en nuestra lengua. “Las torres” eran nuestras. Ya eran diaguitas. Y el Bambino que se imaginaba de nuevo en Devoto secando la yerba al sol las hacía metáfora. Toda tragedia será parte del mar. Y lo único que podríamos agregar a la saturada metáfora garciana de las nuevas olas es la velocidad: la velocidad con que lo nuevo se hace clásico. Imaginamos un nuevo tiempo, lo queremos hacer remera, sale impresa, ya es vieja.

Cuando Guzmán habló el viernes dio una lista de agradecimientos -llamémosle- corporativos. Habló de la conducción de la CGT, de movimientos sociales, de empresarios, de dirigentes. En ese reconocimiento de solidaridades se expresó algo: todos los que tienen responsabilidades concretas en sus espaldas esperaban este entendimiento; los que apoyan el acuerdo son los que liquidan sueldos, ejecutan obra pública, pelean paritarias, cocinan en comedores. De hecho, la conducción de la CGT apoyó el acuerdo. ¿Quién tiene espaldas para los efectos de un default? El mensaje de Alberto a primera mañana había sido corto porque la explicación es corta: pasa por alto los detalles y los números finos. Adjetivar con lo mínimo. ¿Y dónde va a doler?, se preguntaban varios. En esas horas me lo dijo un periodista de izquierda: “es un programa corto”. Más allá de las exigencias fiscales en las que se promete un “crecimiento moderado” se ganó tiempo. Un pax tensa pero una paz: elude las cuestiones que en general plantean las Facilidades Extendidas. No habrá reforma laboral ni déficit cero de la noche a la mañana. “Gradualismo con rostro humano”, lo definió otro amigo politólogo. La izquierda lo criticó, el macrismo duro lo tomó con pinzas y el cristinismo duro onduló entre el silencio, la especulación del “silencio” de Cristina (que los medios llaman “atronador” para que suene). Hubo, también, expresiones de pensadores con cargos que imaginan el salto al vacío que siempre los encontrará con cinturón de seguridad porque sufrirán los de siempre, los que cagan en balde

Años atrás, a un dirigente social le propusieron conocer a Guzmán en estos términos: “¿Querés conocer al socio de Stiglitz?”. La reunión pareció mala. El dirigente que iba a conocerlo se pasó el rato despotricando contra los economistas que miran la realidad desde un marco rígido y no conocen lo que pasa “abajo”. Pero Guzmán salió chocho, iba rodeado de algunos de los que lo siguen hoy, como Rodrigo Ruete. Detrás de la ristra de rencores expuestos en la mirada del dirigente habría un conocimiento de algo nuevo: la economía popular de los dirigidos de ese líder, la actividad real, las imágenes paganas de una economía social más lejana a su radar. Del movimiento de desocupados al creá tu propio trabajo. Aquella reunión donde se tendían puentes simultáneos daba un poco la marca de tiempos más creativos para el peronismo: los años 2017, 2018, 2019, en el llano y cuando la derrota electoral ayudó a romper tabúes y silencios, y prácticamente todos volvieron a hablar con todos. El vínculo de Guzmán y Stiglitz con la agrupación Misioneros de Francisco y Escuelas Ocurrentes se empujaba en la inquietud de saber más sobre la economía que promueve Francisco cuya síntesis podría resumirse en que si no hay trabajo, se inventa

Boludo con vista al mar

Adonde mires te mira una economía. Eso es lo popular de la economía. Por eso la economía de nuestras playas es una economía de la Argentina. A José lo miré y le insistí las dos semanas que estuve en la costa de grabarlo. Enero: vos estás en la playa con tu familia, otro duerme en Kiev con un rosario en la almohada, otro negocia la deuda externa y otro, como José, es vendedor ambulante. Se vino de José C. Paz en el 98, tenía 16 años. Esa economía playera quedó expuesta este verano en la escena de Pinamar: un vendedor de churros que iba ser decomisado por la policía fue defendido por los veraneantes. Impidieron la acción de la policía. Uno de los defensores del churrero portaba el libro de Pablo Stefanoni (“¿La rebeldía se volvió de derecha?”). La foto podía mostrar la paradoja del título aunque el churrero, que en el mercado laboral tiene todas las de perder, en la industria de las redes y las crónicas tendrá todas las de ganar: un héroe en un distrito amarillo. Eso es la economía: muchos van a la playa y varios van a laburar. 

Viñas dijo que Neruda era un boludo con vista al mar. Pero el mar no nos deja en paz. El mar también nos mira. Nuestra costa bonaerense nació narrada: le pusieron versos y mitos desde Storni a Viel Temperley. Tiene las investigaciones de Elisa Pastoriza y Juan Carlos Torre sobre Mar del Plata y las bellas crónicas de Mariano Schuster y Agustina Larrea, publicadas en este diario y en La Nación Trabajadora. Observan ese camino de ripio del ascenso social: las otras patas, las de las clases medias y bajas en el mar. José vende helados: y helados, panchos, choclos o churros son los clásicos de la playa. La canasta básica al lado de la orilla. A eso se le suman vendedores de pochoclos, de licuados, de artesanías, de remeras batik, de agua caliente. Un vendedor de agua caliente es legendario: se muestra en la playa con una maqueta del submarino en homenaje a los queridos compatriotas del Ara San Juan. A media distancia el gesto del vendedor se puede ver con la habilidad de un caza-sensibles: donde hay un símbolo habrá un relato, donde hay un veraneante, habrá una culpa. Pero si te arrimás al hombre comprobás que su homenaje es sincero.

José dice: “En este momento tengo un ratito libre, así que te mando un audio”. Su rato libre empieza a las 8 de la noche cuando las playas se vacían. Imagino que se sacude del pelo rapado la arena y dice: “Vine a trabajar acá en el año 98, en la playa hicimos una Asociación de Vendedores que hoy es un monstruo, se hizo monopolio. El trabajo era venir, trabajar y vender 5 mil, 6 mil pesos por día, cuando eso era un montón de plata, ¿no? Con bebidas, alquiler y comida se te iban mil pesos. Y te quedaban 5 mil limpios para guardar, ponele. Y así en 10 días tenías 50 mil. Estamos hablando de los años 90. Ahora hay permisos que son otorgados a cierta gente y esa gente tiene empleados. Pero para entrar es un tipo así, de política a dedo. Y esa gente a quien otorga el permiso da trabajo y maneja como soldados. Nosotros decimos el Coliseo porque es una pelea sobre la arena. Territorial. Al haber tantos cupos de carros, entonces ya ahí juega la camiseta de la antigüedad, del que tiene más huevos y no se deja pasar. Hoy por hoy un vendedor gana 10 mil pesos por día. Y un dueño gana 20 o 25 mil por día, depende de cuántos carros o permisos tenga.” 

José eligió quedarse a vivir en la costa cuando tuvo una hija. “Vive conmigo, es mi motorcito”. Antes hacía el camino de ir y venir de diciembre a marzo. “En general la gente de acá busca gente de afuera porque a los de acá les da vergüenza o se dan cuenta de ciertas cosas. Ahora hay más permisos y hay más población en cantidad de carros y eso juega en contra en algunas cosas. Además está metida la política y cosas de magnitudes que uno no imagina, con punteros. Creo que en su mayoría las cosas se manejan así. Yo milité mucho tiempo y lo hacíamos con otro punto de vista. Y la realidad es que las cosas van a seguir siendo así hasta que haya un movimiento distinto. No hay un movimiento social que diga que entreguemos los permisos a los que necesitan, no a los que se acomodan. Acá los permisos se venden. Ésa es la realidad.”

Otro vendedor de la playa es Gastón. Representa lo que José cuenta: los que vienen desde el Gran Buenos Aires a trabajar. Golondrinas: llegan en diciembre, rajan en marzo. Gastón viene del barrio San Juan, de Ituzaingó, a hacer la temporada en Costa del Este y vivir en Mar del Tuyú, cerca de la Costanera. Le dura la felicidad del ascenso de su club Ituzaingo, de la mano del “profe” Matías De Cicco. Gastón se mantiene en el rubro: durante el año también es vendedor ambulante en la zona norte del GBA.

-¿Cuándo empezaste a vender en la costa?-le pregunté

-Desde el 2013, más o menos. Me invitó mi primo, después hice onda con la gente y gracias a Dios hoy me puedo dedicar a vender acá todas las temporadas. Puedo traer a mi familia completa y podemos vivir y pasar el verano sin cagarnos de calor. 

-¿Y hay muchos que vienen a trabajar desde el Gran Buenos Aires para acá?

- Sí. La mayoría viene de afuera, siempre y cuando tengan la relación con la gente de acá, viste. A mí me dan una mano y puedo pagar mi permiso, porque acá se paga un permiso como en todo lugar y en toda playa. Usted sabe. A mí gracias a Dios me dan la oportunidad de un alquiler más barato porque ya me conocen, y como soy vendedor hace bastantes años ya estoy acomodado.

-¿Y juntás buena plata para el año? 

Y como tengo dos hijos y mi señora, ponele que puedo llevarme una diferencia. Al estar solo me podría llevar más plata pero bueno, se hace la moneda. 

“No es época de optimistas./ Y, sin embargo, harto de todo lo contrario/ un pariente del halcón del Bajo Egipto/ -reluciente sol en desplumada frente-/ se posó en el canasto de basura,/ está mirando con inquietud el poniente.” Así arranca Lucía Bianco su poema “Chimango”, dedicado a ese pájaro bello y carroñero que habita la costa bonaerense. En la costa relojean hasta los pájaros. El mar mezcla el agua con la arena y en la orilla se junta eso, la Biblia con el calefón: el que produce la guita, el afectado por la guita, el cuento de la guita. Los que revolotean. Y en el fondo de cada economía, del bolsillo, está eso, el Fondo. 

Cada gobierno arma su relación con el Fondo Monetario Internacional, su relación con Estados Unidos, con la Unión Europea, con China, y así, pero para cada uno de esos grandotes la Argentina es una sola: un solo expediente. Puede sonar ingenuo, o que omite los hilos de las diferencias, pero no hay un expediente por gobierno, ni por partido, ni por líder; y los pueblos no parecieran irse ni volver: en última instancia, votan gobiernos para cuyo castigo preservan lo mismo que los puso… el voto. La democracia es el principal límite al tamaño del ajuste. Y la Argentina con 40% de pobres y 50% de inflación es tierra de “plata o mierda”, y de sensatez más que de sentimientos. Quizá el respiro del viernes muestre que este gobierno es lo que es: una presidencia de agenda corta. Una presidencia a la que no le entran más ambiciones. Por eso, tanto la oposición como CFK aparecen como un relato externo. Como si, sobre todo ella, representara lo que no cabe en la gestión, el residuo del kirchnerismo que no puede hacer gestión porque no hay margen ni plata para eso. Ni mundo. 

A Alberto le tocó una presidencia corta de una época de menos temas. Sin literatura del yo. No es una “presidencia de autor”, sino un gobierno dado por las absolutas circunstancias: la deuda que dejó el macrismo y la Pandemia que nadie se vio venir. Alberto, más allá de sus cálculos, al final, quizás sea el presidente que vino a esto. A cortar estos dos cables de la bomba: la bomba de la deuda (la de los distintos acreedores y la del FMI) y la bomba de la Pandemia.

MR

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