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Opinión

No hay atajos para las transformaciones duraderas

Le Pen y Macron en carteles de la campaña electoral

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El pasado domingo el presidente de México Andrés Manuel López Obrador hizo uso de un mecanismo poco común: el referéndum revocatorio, una herramienta diseñada en realidad para las oposiciones, en la búsqueda de mostrar apoyo a su gestión. Sólo fue a las urnas el 18% de los mexicanos, muy lejos del mínimo del 40% exigido para que sea vinculante. Ese mismo día, a miles de kilómetros, en Chile, salió a la luz una encuesta que mostraba que en un mes la aprobación del presidente Gabriel Boric había caído 20 puntos y se instaló la discusión acerca de cuánto durará su luna de miel, esos primeros meses del mandato presidencial en el que un presidente goza de importante apoyo para poner en marcha las prioridades más audaces de su gestión. 

Estos dos fenómenos políticos, más allá de los contrastes entre dos países muy diferentes, tienen algo en común. Muestran la dificultad de mantener las expectativas ciudadanas y la necesidad de reforzar el mandato de las urnas. Y no son casos aislados. El uso del referéndum en México forma parte de una tendencia creciente a recurrir a los plebiscitos para revalidar el apoyo popular. También hace pocas semanas el presidente de Uruguay se tuvo que someter al difícil test, y salió airoso, de revalidar su ambicioso paquete de reformas en un referéndum impulsado por la oposición. 

Nunca antes fueron tan bajos los niveles de satisfacción con la democracia. América Latina es la región con mayores niveles de insatisfacción. Los estudios comparados muestran que esa insatisfacción refleja las frustraciones ciudadanas ante las dificultades de la política para lograr cambios sustantivos. Transformar es cada vez más difícil y requiere un fuerte mandato popular. Varios factores contribuyen a esta situación. Las demandas de la sociedad son cada vez más exigentes y fragmentadas y las expectativas de tiempos más vertiginosas. A su vez, los problemas a resolver son cada vez más difíciles y los márgenes de maniobra se achican. Surge entonces un enorme desafío de plasticidad de las dirigencias: estamos ante un proceso de adaptación a nuevas demandas y de diferente tipo. “Hoy los tiempos van a mil y tu extraño corazón ya no capta como antes las pulsiones del amor”, cantaba Fito Páez a fines del siglo pasado cuando despuntaba la disrupción tecnológica y el diálogo desorganizado en las redes sociales.

Frente a esta química inestable, aparecen los atajos. El uso creciente de referendos o revocatorias de mandatos para revalidar el apoyo popular puede ser interpretado en esta clave. Un atajo frecuente es ponerle parches a los problemas en lugar de encarar reformas estructurales. El sistema previsional suele ser blanco paradigmático de atajos. El atajo quizás más extendido es el crecimiento de los discursos anti política: el pensamiento mágico de que un líder que llega desde afuera va a poder dar respuesta a los problemas estructurales por el simple hecho de tener la voluntad de transformar. 

Estos atajos pueden resultar efectivos para atacar los síntomas pero débiles para afrontar las causas. Si la política no logra transformar, en el mediano plazo esa insatisfacción no cesa y se profundiza. 

En este contexto, el coronavirus trajo consecuencias inesperadas. Un reciente estudio del Centro para el Futuro de la Democracia de la Universidad de Cambridge, a partir de compilar encuestas de opinión pública en 27 países, llegó a una conclusión contraintuitiva: la pandemia puso un freno al auge de los populismos. Lo hizo de distintas maneras en diferentes países: disminuyó el apoyo a partidos y líderes populistas (sobre todo aquellos en el gobierno) y mermó el acuerdo de las personas con actitudes populistas (como creer en la existencia de una voluntad del pueblo opuesta a una élite corrupta). Aunque no necesariamente ese freno se mantenga en el tiempo, el coronavirus mostró que dar respuesta a problemas tan complejos requiere no solo de la voluntad sino de gobernar a partir de la evidencia, gestionar de manera coordinada, y ser sincero ante la complejidad con la que tenemos que lidiar. Pero también ese mismo estudio muestra que esta reconciliación de la sociedad con el buen gobierno convive con la tendencia preexistente de insatisfacción con la democracia, que continúa su curva descendente. Esa insatisfacción es más pronunciada entre los más jóvenes y la brecha generacional se amplió. 

Por ese delicado y fino hilo caminaremos en los próximos años. La tentación autocrática sería el peor atajo posible. Lo estamos viendo en muchas latitudes. En ese recorrido, los extremos serán fáciles atajos en lo inmediato pero se requerirá firmeza para afrontarlos y poner en marcha transformaciones duraderas. Y esa firmeza será aún más necesaria en nuestro país, frente a la frustración que provoca el profundo deterioro económico y con el sentimiento anti política en alza. El desafío reside en erigir una visión de futuro que logre conectar con las demandas atomizadas que circulan en la sociedad y señalice un punto de llegada, deseable pero realista. Sin solemnidad ni estridencias. Y sobre todo, mostrando en la práctica la audacia de transformar, con toda la complejidad que conlleva y con toda la ilusión que carga.

JP

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