Historia y literatura

Arthur Cravan: el poeta que boxeó por un título mundial para huir de la Primera Guerra

En el ensayo Del boxeo, la autora estadounidense Joyce Carol Oates renegaba de aquellas definiciones adornadas que hacían del pugilismo una iconografía. Para ella, quienes realmente aman al deporte entienden que este no es una alegoría de algo más: “El boxeo solo se parece al boxeo”.

De Lord Byron a Roberto Fontanarrosa, pasando por Bernard Shaw, Arthur Conan Doyle, Norman Mailer, Jack London, Abelardo Castillo y Julio Cortázar. Más de un escritor (la lista sigue) lo convirtió en protagonista de crónicas, cuentos y novelas; lo adoptó como hábito o divinidad. Ernest Hemingway rompió su relación con Morley Callaghan y Scott Fitzgerald luego de perder una pelea amistosa. Y Charles Bukowski se valió de una riña ficcional en el relato corto “Clase” para atacar al gran “Papa” Hemingway. 

Si la mayoría de los autores fueron del libro al ring, Arthur Cravan realizó el recorrido inverso. Nació en 1887, en Suiza, como Fabian Avenarius Lloyd. Luego de ser expulsado del colegio a los dieciséis años, comenzó a viajar por el mundo. Trabajó como pastor, chofer, leñador (nuevamente, la lista sigue). Dos metros, robusto, dandi, tapado de piel, mujeres, bailes. Proclamado sobrino de Oscar Wilde, con quien mantenía un gran parecido físico y estilístico, transformó en mito el parentesco. Antihéroe, antiartista, artista por sobre todo. 

Pasó por distintos países hasta que, en 1909, se instaló en un pequeño departamento parisino. El nuevo nombre, las luces, las múltiples identidades. “Insolente e insultante, tan bello como Modigliani”, aseguró el periodista Jean-Paul Crespelle, quien retrató la vida artística y nocturna de Montmartre y Montparnasse. Cravan, nunca desapercibido. Tardó un año en llegar a las eliminatorias del Campeonato Anual de Novatos Amateurs, en la categoría de semipesados. Dos resultados lo convirtieron en el nuevo campeón francés. En ambos casos, su contrincante se había ausentado. Casualidades.

Primer round: Maintenant!

En 1912 creó y autofinanció la revista literaria Maintenant!Ahora!), que editó hasta 1915. Vendió los ejemplares en un carrito de víveres. En su Antología del humor negro (1940), André Breton atribuía a este poeta a las piñas “una nueva concepción de la literatura y el arte”, erigiéndolo como un “héroe del siglo XX”. En otra ocasión, el padre del surrealismo habló de Cravan –quien se concebía “el bebé de una época”– como un “precursor”, un “genio en estado bruto”, exponente de “los orígenes del estado de espíritu de la posguerra”. André Salmon lo llamó un “nictálope de brumas antiguas” (definición tan huidiza como el personaje).

A lo largo de las cinco publicaciones de su revista, Cravan dejó poemas y diversos textos sobre Wilde (incluido el encuentro mutuo imaginado, “¡Oscar Wilde vive!”, donde fantaseaba que hasta podía ser su padre). Escribía sobre su tío, a veces, como un espejo de sí mismo. “Si hubieran visto a Wilde entrar en un salón”, exhortó (aunque nunca lo vio). Lo catalogaba como “irresistible de seducción”, dueño de una mirada “numerosa, capaz de ser lánguidamente velada por emociones poéticas así como de vivir del mundo exterior”.

Era soberbio (“me admiraban (¡no me digas!)”). Podía continuar reflexiones sobre la vida, la guerra o el infinito con frases quizás aniñadas, como “rimemos, rimulo: tu nariz, mi culo” o “¿y tu hermana?”. Su filosa crítica a la exclusiva Sociedad de los artistas independientes, parte del segundo número de Maintenant!, lo estableció como polemista. Allí, buscó la enemistad Guillaume Apollinaire (“el judío Apollinaire”, en sus palabras). Y la encontró. 

El creador del caligrama lo retó a duelo y doce de sus seguidores arremetieron a piñas contra Cravan. En una versión ampliada de su revista, hizo alusión al incidente, redoblando la provocación: “El señor Apollinarie no es judío, sino católico romano. A fin de evitar en el futuro errores siempre posibles, agrego que el señor Apollinaire no es flaco, que tiene, por el contrario, una gran barriga”. 

Diferencias. Mientras Cravan pasó más o menos legalmente más de veinte fronteras para zafar del reclutamiento, Apollinaire se ganó la nacionalidad francesa peleando como voluntario en la I Guerra (su apellido, de hecho, era Apolinary y llevaba pasaporte ruso). 

Las autodefiniciones de Cravan incluían “embustero, marino del Pacífico, mulatero, recolector de naranjas en California, encantador de serpientes, ratero, sobrino de Oscar Wilde, leñador en los bosques gigantescos, excampeón de boxeo en Francia, nieto del canciller de la reina, chofer de automóvil en Berlín, ladrón”. Se confesaba tentado por el dinero, la ostentación y las “auroras intestinales de la riqueza”, de la misma forma que dormía plácidamente junto a los vagabundos del Central Park.

Otra derivación de la proclama contra sus contemporáneos: la cárcel. Esta vez, por sus palabras (con indiscutible cuota de machismo) contra la esposa del pintor francés Robert Delaunay.

Segundo round: campeón europeo

Estalló la I Guerra Mundial. Cravan lo había advertido. “Que lo sepan de una vez por todas: no quiero civilizarme”. El prometido progreso no era más que ruinas y tempestad. Prestidigitador de las fronteras y los pasaportes (solo fuera del ring, “intocable” cual Nicolino Locche), no iba a dejarse sepultar. Cuando no era Sevilla, era Birmingham; si no, Nueva York o Boston o New Heaven o Washington; Londres, por qué no; un vino en Florencia; filosofar en Atenas; soñar con la América Latina. 

El camaleón, sin fronteras, ni calendarios. Lo había sugerido en la segunda edición de su revista: “Soy todas las cosas, todos los hombres y todos los animales”. Europa, el arte parisino, lo habían agotado por su impostación, el cálculo, los engaños. Le contó a un amigo que deseaba conocer la primavera de Perú y hacerse amigo de una jirafa. 

En 1916, se reunió con su hermano en Barcelona (los más imbuidos en la leyenda cuentan que cruzó nadando el río Bidasoa para entrar al país). Llegó gracias al engaño. Así lo contó su amigo, el coleccionista André Level, quien financió el viaje inintencionadamente, cuando le compró un Matisse y un supuesto Picasso “del comienzo del cubismo” (en realidad, un Ortiz de Zárate). Para cuando la farsa saltó a la luz, el boxeador estaba en tierra española, donde otra farsa saldría a la luz.

Luego de una osada jugada publicitaria, Cravan consiguió un combate único con el campeón mundial de pesos pesados: el “Gigante de Galveston”, el norteamericano hijo de esclavos emancipados y terror de los segregacionistas Jack Johnson. La prensa buscaba ansiosa una “gran esperanza blanca” que pudiera derrotar a Johnson (seis años después del histórico papelón de Jim Jeffries). Los afiches promocionaban a Cravan como el campeón europeo.

La pelea tuvo lugar en la Plaza de Toros Monumental y fue tan desigual que el público exigió la devolución de su dinero. Dicen que el estadounidense demoró el desenlace solo para no tener problemas con las agencias de apuestas y empresarios del deporte. Esperó al primer minuto del sexto asalto para el nocaut anunciado.

Tras la derrota, Cravan declaró que su oponente era “en la estela de Poe, Whitman y Emerson, la gloria más grande de América” (nuevamente, la unión entre las letras y el boxeo). Y remataba: “Si aquí hubiera una revolución, combatiría para que se lo entronizara rey de los Estados Unidos”.

A pesar de la derrota, Cravan se llevó unas cuantas pesetas. Las utilizó para pagar un viaje al Nuevo Mundo, del cual se desprendería un encuentro sublime, sublevado.

Tercer round: un viaje con Trotski

Por esa época León Trotski también se hallaba en suelo español. Al igual que Cravan, antes había pasado París y su siguiente destino sería Estados Unidos. El artista huía de la carnicería humana. En sus “Notas”, asentaba: “Hubiera tenido vergüenza de dejarme arrastrar por Europa, que ella muera, no tengo tiempo”. Le sobraba vergüenza y le faltaba el tiempo como para dejarse morir. Trotski, por su parte, había llegado a España luego de que la policía francesa lo echara de ese país. Se encontraba en un destierro al que había sido condenado por su participación en la Revolución rusa de 1905.

Si bien en apariencia poco tienen en común el dirigente bolchevique y el pugilista, sus caminos, marcados por crisis, guerras y levantamientos, se unieron en un fortuito viaje transoceánico sobre el barco “Monserrat”.

En su autobiografía, Mi vida, Trotski dedicó unos pasajes a sus diecisiete días sobre el viejo navío. Los pasajeros, en general, no llamaron su atención… a excepción de “un boxeador que era a la vez un literato, primo de Osar Wilde, [quien] no se recataba para confesar que prefería quebrarles las mandíbulas a los caballeros yanquis en un noble deporte, antes que dejarse romper las costillas por un alemán”. 

Nunca más estos hombres volverían a cruzarse. En Nueva York, el comienzo de la revolución de 1917 sorprendió a Trotski. Luego de una larga travesía, meses después, éste llegaría a Petrogrado para tomar un rol protagónico en la gesta soviética. El derrotero de Cravan fue otro. 

Cuarto round: América

Durante su estadía en los Estados Unidos, Cravan profundizó los rasgos de polemista que había manifestado durante los años de Maintenant! A través de conferencias, actuaciones y happenings, elogió a los ladrones, los homosexuales y locos, hizo striptease y despotricó contra los referentes de la institucionalización del arte.

En 1917 se enamoró de Mina Loy, una famosa dramaturga, pintora, actriz y poeta, responsable de uno de los primeros manifiestos feministas de la historia. Cuando Estados Unidos entró de lleno a la contienda mundial, ambos armaron sus bolsos y emprendieron un nuevo periplo.

Último round

En 1918, Arthur Cravan arribó a México y se casó con Mina Loy. Retomó la enseñanza de boxeo, con poco éxito. En Veracruz, sin dinero y esperando un hijo, la pareja decidió viajar a Buenos Aires, que se mantenía neutral frente al conflicto bélico. Mina desembarcó primero y esperó. 

Su marido debía buscarla, mas nunca llegó a puerto. Tenía 31 años (¿es posible?). Se estima que naufragó en algún punto del Golfo de México. Sus restos no fueron encontrados. El crítico y escritor André Salmon se convenció de que Cravan cayó en medio un enfrentamiento con la policía montada en la frontera. Mientras criaba a su hija Fabienne, Mina contrató a miembros del servicio secreto para encontrar a su amor y fue personalmente a cárceles mexicanas. 

La vida de este aventurero, así como su misteriosa y súbita muerte, alimentaron un mito retomado por muchos escritores. Octavio Paz, en su “Poema circulatorio”: “Cravan en la panza de los tiburones del Golfo”. Antes, Marcel Duchamp: “Solo la muerte puede haber sido causa de su desaparición”. 

Dadaísta antes de los dadaístas (que lo conocieron post mortem). Exposición a carne viva del sangriento trasfondo que sacudió a la cultura europea, Cravan buscó soluciones al malestar intelectual. Errabundos, sus poemas perdidos flotan; insolentes, saltan fronteras y reniegan de pasaportes. Resuenan dos versos de la primera edición de Maintenant!: “El ritmo del océano acuna a los transatlánticos”; “Soñando con el oasis: la estación con el cielo de cristal”.

Julio Cortázar dijo alguna vez que “la novela siempre gana por puntos, mientras que el cuento debe ganar por nocaut”. La biografía de Cravan muestra que la poesía –así como el poeta– no siempre gana… pero golpea fuerte, pensando en la próxima pelea.

JB/JJD