Análisis

La década del triunfo cultural de la cocaína: de la muerte por sobredosis de una modelo en Recoleta al envenenamiento de Puerta 8

Yo tomo, tú tomas, él toma. No es literal, pero si querés es literal.

Si la retiramos por un momento de las narrativas policiales y del tejido urgente de causas, narcos, muertos y breaking news; y la examinamos más serenamente con perspectiva de sociedad y cultura, de la cocaína se pueden extraer dos primeros anuncios: uno, que ha triunfado culturalmente y su expansión nos habita. Y dos, que su victoria es del orden de lo innombrable.

Que nos habita significa que ha desarrollado un formidable radio de presencia social y que ha alcanzado un cierto tipo de omnisciencia: está todo el tiempo en todos lados, no ella sino su relato, el ladrillo de su representación. Tiene circulación de meme, que es la circulación que define a la época. Fantino arriba de la bicicleta fija ¿Tomó? El Bebe Contepomi mandibuleando las entrevistas ¿Tomó? Montaner en lo de Susana, Jorge Rial en su mesa de trabajo ¿Tomaron?

No lo sabemos ni tenemos porqué saberlo, toda vez que un artículo, el bellísmo artículo 19 de la Constitución Nacional, consagra la privacidad de sus actos. Ahora, pareciera que los que tomamos somos nosotros, las audiencias, las plateas, somos plateas que toman y nuestra cocaína es la ansiedad de la pesquisa. 

Somos un cuerpo adicto, un cuerpo social sacaficha.

Ahora, pareciera que los que tomamos somos nosotros, las audiencias, las plateas, somos plateas que toman y nuestra cocaína es la ansiedad de la pesquisa. Somos un cuerpo adicto, un cuerpo social sacaficha.

Al que nos parece que tomó le asignamos la acción de haber tomado sin tomarnos nosotros la molestia de comprobarlo porque la sola asignación asegura la excitación del hallazgo. Ellos, propietarios del santo grial de la celebridad, son descubiertos -en el sentido de sorprendidos- por sus audiencias, la multitud de nadies. Y no hay cómo contradecir a los nadies.

Escena: una puerta de latón permanece cerrada a mitad de cuadra sobre una avenida de Constitución que puede ser Garay, Brasil, Caseros, o ninguna de ellas. La puerta se abre si tocás el timbre y decís hola parce. Te abre un pibe que esnifa con violencia un resto de mocos antes de ordenarte que te saques la gorra y el barbijo. Quiere tu cara limpia porque si no te ve no te vende. Después cierra. De ahí mismo sale una escalera apretada que dura ocho escalones porque una puerta de hierro encastrada de pared a pared la hace llegar hasta ahí: te hace a vos llegar hasta ahí. Tres lucas el gramo. Metés la plata en una mirilla. Se cierra la mirilla. Una chica corte Palermo, remera de rock y hebillitas, entra y espera. No se la escucha decir hola parce. Ocho escalones abajo, espera. Se abre la mirilla. Bajás con tu teje. La chica sube, los ojos en las zapatillas, el barbijo en la mano. Salís. Listo. ¿Podés volver en cualquier momento del día o de la noche? Podés. El dato de dónde comprar cocaína en Buenos Aires es asombrosamente fácil de obtener. Lleva conseguirlo lo que lleva preguntar por él.

Innombrable, está en todos lados pero permanece innombrable.

No tenía porqué hacer ningún descargo, Fantino, pero se le dio por hacerlo y en cinco minutos y medio de grabación selfie lo más cerca que estuvo de decir la palabra cocaína, o de referirla, fue “algunas interpretaciones boludas”. La distancia que hay entre el fonema cocaína y el grupo de fonemas “algunas interpretaciones boludas” es la distancia que mide la escala de lo socialmente indecible.

En 2016 un cronista del diario La Nación se pasó la noche en Mamita Bar para darle narración al “nuevo reducto de la inmortal bohemia porteña”. No están en discusión los capitales de aquel texto sino más bien la fuerte traza que compone el silencio de lo que el autor no dice o no se permite decir, y el cuidado proverbial que tiene para pasarle de cerca al borde de las cosas sin tumbarlas: “seguramente algunos personajes y sustancias se repiten” dice buscando darle silueta a un lugar que, él entiende, revive la farándula rockera de los ochenta. Sustancias, hasta ahí llega.

Podría tratarse de Mamita, de Makena, de cualquier eje que destripe la noche de Colegiales. Mamita quedó a la cabeza de una fenomenología urbana y eso llevó a Joaquín Levinton, hoy más desnatado, más ATP, integrante familiar del elenco de MasterChef, a componer Disconocidos, primer track de Odisea, disco de Turf de 2017, una canción de tempo nervioso que narra el valor de la noche como cueva que nos iguala en la piedad sus sombras, que de algún modo nos esconde, hasta que llega el día y nos vemos tal cual somos: impresentables. El pasaje de la oscuridad a la luz, Levinton lo resuelve con las siguientes líneas:

Se hizo de día y fuimos a una casa / De una persona de total confianza / Alguien que nunca había visto en mi vida / O tal vez alguna noche en “Mamita”. Pusimos plata para una vaquita / Para comprarle a Chiche una bolsita / Pero como esos no eran mis amigos / Termino hablando con desconocidos.

El problema de las intelligentzias (de redes, de medios, esas derivadas de la opinión pública presunta) con Levinton no fue que usara drogas, fue que lo explicitara. Que a las drogas las dijera, las enunciara. Y cuando un enunciado es imposible de absorber el que debe pagar es el mensajero.

Mi hijo, a los seis años, evitaba decir “sexo” porque le resultaba una palabra-monstruo, una unidad léxica en demasía con el estatuto de una hipérbole. Lo saturaba, era devorado por ella. Entonces, cuando necesitaba referir el tema, decía ese-e-equis-o. Descomponer la voz le permitía adquirir su sentido y, entonces, transferirlo. Pasa en el cuerpo de un chico, pasa en el cuerpo del colectivo que somos. Palabras-monstruo, palabra con colmillos, palabras que mejor no.

Fafafa, milonga, saque, raquetazo, falopa, farlopa, gilada, pala, merka, talco, blanca, frula, mandanga, lagarto, perico, tiro, tirito, papel, bolsa, tiza, raviol, papota, papusa, el diablo, virulazo, ricarda, teje, vicio, gira, alita de mosca, merluza, camerusa, merequetengue. Ella.  

Ñam fi frufi es del rock, cocó es del tango.

En un hilo tirado sin mucho esmero podés contar treinta formas de llamar a la cocaína. Llegás a las cuarenta si te ponés fino y regional. Una sociedad que necesita esta cantidad de palabras para decir una única palabra es una sociedad que tiene un asunto con esa palabra. La satura: es devorada por ella.

Una sociedad que necesita esta cantidad de palabras para decir una única palabra es una sociedad que tiene un asunto con esa palabra. La satura: es devorada por ella.

Escena: un tipo que anda en los cuarenta llega de trabajar, saluda a su esposa, le da una beso a la más chiquita, otro a la grande y se abre una lata de cerveza. Fue un día duro en la oficina. El tipo alquila un tres ambientes sobre Bulnes, sobre Vidt, sobre Julián Álvarez o sobre ninguna de ellas.  No es un adicto, y sería sobregirado llamarlo cocainómano. Simplemente se toma un tiro, dos, para estirar un poco la noche en el fresco del balcón. No lo hace a escondidas en el baño ni tiene que caretearla porque las hijas ya duermen y la esposa sabe que no va a pasar de eso: un tiro, dos. No todas las dosis encontradas en los allanamientos son dosis de un gramo: hay de cero ocho, de cero cinco, porque hay, también, gente que la toma así, dándole anchura a los tipos de ingesta, estableciendo ritos de consumo menos asociados al largo de la gira y el reviente, más cerca de la toma doméstica, caserita. No los ves porque tampoco hay nada que ver. No los ves pero ahí están, viven en la puerta de al lado, capaz sos vos, capaz soy yo.

Nosotros tomamos, ustedes toman, ellos toman. Aclarar que esta no es una afirmación estadística sino conceptual seguramente atajará al lector apresurado por exhibir con orgullo la virginidad de sus narinas.

Sí, claro, hay gente que nunca ha tomado cocaína ni nunca la tomará.

¿Pero hay gente que no participe del cuerpo social en cuyo tracto la cocaína ha triunfado? ¿Y qué significa exactamente que ha triunfado? Arriesgo: su condición transclase, he ahí el más confiable verificador. 

Lo que vimos en Puerta Ocho es borra social y lumpenaje, con 24 muertos en el fondo de la olla del menudeo. Hoy 5 de febrero del 2022 se cumplen exactos diez años de la muerte de la modelo Jazmín de Grazia, hallada sin vida en la bañera de su departamento de Las Heras y Rodríguez Peña el 5 de febrero del 2012. La causa que siguió a esta muerte se conoció como Droga VIP y el detenido estelar fue Rodolfo Bomparola, hermano de la diseñadora Evangelina Bomparola, que fue denunciado en la justicia y en los medios por su ex pareja, Viviana Vitali. Según Vitali, Bomparola se jactaba de haberle vendido cocaína a De Grazia, se reía de que hubiera muerto con “la de él”, y que Roger Waters hubiera elegido “la de él” cuando vino a montar The Wall en el estadio de River para llenarlo nueve veces. Era Marzo de 2012.

La curva que va de Puerta Ocho a Jazmín de Grazia y Roger Waters es la expresión de una totalidad, no deja a nadie afuera. Ese todos es el que toma, no vos. 

Ni yo.

Lo innombrable, lo nombrado, cómo es nombrado. Droga VIP se cuenta sola, en el título queda dicha la película completa. El enunciado periodístico funciona por reducción drástica, todo título que corta grueso corta bien.

¿Y Droga Envenenada? ¿Qué película se deja presumir en la acción de ese compuesto?

#DrogaEnvenenada es un tag que parte al medio la historia del enunciado narco argentino porque #DrogaEnvenenada supone el fin de una tautología: si la droga ha sido envenenada es que la droga ha dejado de ser veneno, porque si no estaríamos hablando de veneno envenenado y eso no tiene sentido. 

“Envenenada” le baja el precio al daño que, podemos suponer, es transferido en el concepto “droga”. “Envenenada” convierte a “droga” en un sustantivo puro y sin mal.

No hay sino Lenguaje, no hay sino semiosis, dice Sandino Núñez, nuestro Zizek de Tacuarembó.

Escena: en un departamento venido a menos de la avenida Nazca, o del Once, o del microcentro, una tribu de morviciantes se juntan a morviciar. Son tipos que no toman jamás, hasta que el cuerpo les pide -les exige- hacer el viaje al lado oscuro de sus sexualidades secretas. Como no son capaces de llegar solos sino arriba del cohete que despega desde el fondo de un bolsa, se colocan y, por un rato que se estira toda la noche, se desaparecen de sí mismos y juegan a lo que no son o no se permiten ser. Se encuentran entre ellos en las profundidades de la internet, en los sótanos de las páginas de contactos, justo antes de la deep web. Se preguntan mutuamente si son del palo. Se pasan líneas, tu transa, mi transa, y se dicen “cero vueltas” cuando quieren concretar. El juego se termina cuando se termina la cocaína, porque el juego es la cocaína.

En diez años el narco se volvió remera, artefacto pop, romantización del mal, patrón de Netflix. Y la idea de combatirlo a punta de allanamientos sólo ha ganado obsolescencia. Es asombroso el empobrecimiento flagrante de las perspectivas prohibicionistas cuyos aportes al problema del mercado de estupefacientes consiste en hacer que los traficantes dejen de traficar y los consumidores dejen de consumir. 

En diez años el narco se volvió remera, artefacto pop, romantización del mal, patrón de Netflix. Y la idea de combatirlo a punta de allanamientos sólo ha ganado obsolescencia.

Del otro lado, las progresías de la despenalización saben qué hacer con el cannabis, pero la cocaína todavía es un indecible para el cuerpo social que somos, incapaz de madurar una comprensión acerca de un concepto crucial como el de reducción de daños, mucho menos de reclamarle al Estado que lo implemente. 

Mientras tanto, ya hay unos tipos preparando la Puerta Nueve.

AS