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Perras suicidas en Rosario, maestros inesperados

Una escena de Hacks, una de las series que compite con más nominaciones en los premios Emmy.

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El trabajo consistía en llenar huecos (con los años entendí que todos los trabajos son un poco eso, el periodismo incluido: por cierto dinero, unos cuerpos durante una determinada cantidad de horas –cada vez menos determinada, lamentablemente– dispuestos a ir detrás de lo que les falta a otros, premuras con la consistencia de un papel mojado, demandas que se agigantan al fuego de los abismos ajenos). En este caso los agujeros eran tangibles: los empleados fijos de la agencia de noticias se tomaban vacaciones, entonces los pasantes teníamos que cubrirlos entre finales de noviembre y comienzos de abril.

Podría haber sido en cualquier lugar, porque las vacantes entre las fiestas de fin de año y el verano eran muchas y porque todo es bastante volátil en el apuro por completar cualquier tipo de esquema. Sin ningún tipo de experiencia o conocimiento específico, en el reparto quedé sentada medio de prepo en Internacionales. Vale para el álbum de figuritas del Mundial, vale para los avatares laborales: la mayoría de las situaciones están más hechas de capas de ansiedades y azares que de decisiones racionales. O mejor: todo eso que creemos decidir racionalmente está más permeado por la contingencia que por ese superpoder estrábico al que llamamos control. Al menos en mi experiencia, incluso en los hitos, incluso en esos momentos importantes, la madre de casi todo es el desmadre.

Pero bueno, vuelvo: por aquellos días para mí ese trabajo era como ir todos los días a un parque de diversiones, a algo que solamente había visto en películas y también la puerta a esa fascinación que provocan las primeras veces: primeros textos (nunca volví a escribir mejor que cuando me tocó armar esos cables a los ponchazos), primeras felicitaciones por algo escrito (no había firma ni al principio ni al final de lo que mandábamos, apenas nuestras iniciales, pero alguien cada tanto aparecía para comentar), primer recibo de sueldo, primeras dudas, primeras asambleas.

Había cumplido 21 años hacía poco y, como suele ocurrir cuando alguien mucho más chico entra a un grupo de personas más grandes, pasé a ser una especie de mascota. Era la novedad, un poco de oxígeno y también un experimento sobre el que los demás proyectaban gentilezas, bromas y hasta rencores. La mayoría era amable y paciente a su modo: algunos más amorosos (una jefa que acompañaba cada uno de mis pasos sin invadir), algunos más pedagógicos, algunos más aleccionadores, otros más paternalistas (¿vos necesitás que te explique dónde queda Islamabad, nena?), otros más pesados. Una vez vino alguien de otra sección para advertirme que tuviera cuidado con un hombre bajito que daba vueltas entre los escritorios: ojo que el petiso es servilleta. No entendí hasta que entendí. Cada tanto escuchaba que le hacían chanzas a otro, un hombre cultísimo, mucho más grande que el resto, de los más respetuosos conmigo. Entre risas, le decían que ya no se animaba a andar armado como cuando había sido joven. 

Eran tiempos en los que internet se parecía a un bien escaso –apenas un par de computadoras de esa redacción tenían conexión: dos en Internacionales– y todavía habitábamos un mundo de personas y situaciones ingoogleables. Así que todo eso que oía quedaba flotando en mi cabeza en un intento por entender algo del mecanismo y sus piezas. Mientras tanto, un poco perdida porque yo era la nueva pero en realidad todo era nuevo para mí, me esforzaba por hacer un trabajo impecable. Me fue bastante bien y al año siguiente volvieron a llamarme. Otra vez Internacionales, otra vez horarios rotativos para ir cubriendo los baches de los que se tomaban un descanso. Pero con una novedad: también se sumaría, insólitamente en la categoría de pasante como yo alguien que tenía el doble de mi edad y experiencia, un hombre al que me presentaron como Eduardo. Ojo que a este lo busca un juez, me dijo el mismo que me había hablado del petiso servilleta

Como con Eduardo compartíamos ese régimen de repositores veraniegos, enseguida conectamos con esa complicidad laboral de los que saltean escollos similares todos los días, el humor y el espanto, la unión transitoria contra todos los males de ese mundo diminuto, mal ventilado, de pantallas con letras blancas y fondos negros.

A diferencia del resto, Eduardo jamás me hablaba del trabajo en sí, ni me decía cómo había que hacerlo, ni se proponía enseñarme nada. Tampoco se jactaba de todo lo que había hecho antes (con el tiempo supe que había sido condenado en una causa injusta por una investigación periodística; su caso llegó a la Corte Suprema, lo obligaron a pagar un dinero que no tenía, apeló ante la Corte Interamericana de Derechos Humanos y terminaron dándole la razón: en su nombre se sancionó una ley que suprimió los delitos de calumnias e injurias para expresiones “referidas a asuntos de interés público”; después de su odisea murió apenas un par de años después). La única insistencia en él era la comida. Pero más la mía que la de él. ¿Comiste?, ¿Querés que te traiga algo para comer?, ¿Ya fuiste al comedor?, eran sus palabras de todos los días.

Un día en Internacionales se desató una pelea que no puedo reponer del todo. Lo que sí recuerdo es que un jefe cuestionaba a otro porque en el cambio de turno le había dejado varios temas sin cubrir. También le decía que venía encontrando varios errores en la sección. Los trabajos –las vidas– y esas guerras frías hasta que cualquier cosa puede ser fósforo y detonar un polvorín. Volaban las quejas, en el aluvión escuché los nombres de varios compañeros, el de Eduardo y el mío también: todos éramos acusados y culpables.

Me puse muy mal, sentí las ganas de aclarar que todo eso era falso, que mentían, que trabajábamos bien. El parque de diversiones me regalaba ahora el primer disgusto. Algunos se metieron para defenderse, cada vez más gritos. Por arriba de mi pantalla busqué la cara de Eduardo, mi gesto fue el del desconcierto, un ¿y ahora qué hacemos?, pero mudo. Como si nada, como todos los días, él se acercó hasta mi silla: ¿Comiste? Primero la comida, después vemos.

Se aproxima el 11 de septiembre, Día del Maestro en la Argentina. Voy a recordar a muchos y muchas. A los formales, los admirados, los generosos, los cómicos. Y, sobre todo a esos inesperados, los que pasan un rato por tu vida, los que en un instante te demuestran que el que habla más fuerte no es más que eso: alguien gritón, alguien que no escucha. Los que eligen los costados, los que intentan no quedar rehenes de las urgencias impuestas o nos indican con cariño las propias (la del cuerpo, la del alimento). Los que no dan cátedra, los que se corren de la escena para regalarnos momentos mínimos, inolvidables. Como Eduardo Kimel con su discreción y sus palabras justas.

La memoria, siempre insondable, me llevó a esos lugares por estos días y se me ocurrió que quizá ustedes también podrían llegar a tener ganas de recordar a sus propios maestros y maestras sin traje. Y a los otros también, ¡claro! 

Mientras tanto, va una nueva edición de Mil lianas, con mucho desvarío y por supuesto nada de enseñanza.

1. Estepicursor, de Marcelo Vera. Hay algo parecido entre la narradora de esta novela y la extraña planta rodante que le da nombre: las dos están a la deriva, nada pareciera aferrarlas al suelo o a las circunstancias que las rodean. De la protagonista sabemos que está atravesando una separación de pareja dolorosa, que va boyando en casas que le prestan, que trabaja de algo que no le gusta y que lo hace en un espacio de co-working desangelado. La información de lo que le tocó vivir, como ocurre a lo largo del relato con los estepicursores que aparecen en distintas notas periodísticas que se incrustan entre las páginas, va a ir llegando por recortes.

Con delicadeza y también con ironía, con referencias pop de todo tipo (de películas a libros como Generación X o canciones de Portishead y Tame Impala) y con un estilo que rebosa sencillez, la reciente novela del escritor argentino Marcelo Vera es una novela de la pérdida. Y es, sobre todo, una muestra del destiempo tallado en cada duelo. Es que, mientras todo cruje para la protagonista, se rompe o se va deshilachando (la casa, la pareja, la familia que podría haber sido y no fue), aquello que proyectó o soñaba se desmorona, pero a otro ritmo. Es en el desfasaje, entonces, donde se sitúa esta historia dolorosa y sensible y donde despliega, con un puñado de imágenes del desgarro, una potencia encantadora.

Marcelo Vera nació en Rosario, Argentina, en 1974. Es autor de la novela Solo y del libro de poesía El glitter de los solitarios. En la actualidad trabaja como gestor cultural en diversos proyectos editoriales de Argentina y España.

La novela Estepicursor, de Marcelo Vera, salió por la editorial chilena La Pollera y se consigue en librerías locales. Más información, por acá.

2. Hubo un jardín, de Valeria Correa Fiz. Un libro de relatos que, desde su título, se ancla en un tiempo pasado. En todo eso que hubo, que existió, que brotó dentro del perímetro difuso de distintos jardines (el de la memoria, el de la infancia, el de lo perdido). En Hubo un jardín (Páginas de Espuma, 2022), su nuevo libro de cuentos, la escritora argentina Valeria Correa Fiz ofrece una especie de catálogo de escenas y personajes que tienen lugar en esos terrenos a veces hostiles, a veces imaginarios.

Las historias, todas narradas a partir de imágenes indelebles, tienen como protagonista a la naturaleza y sus secretos, pero también a los humanos y sus zonas incontrolables. Desde un episodio truculento que tiene lugar en un matadero de pueblo durante un diluvio hasta el extraño caso de las perras que eligen un sitio específico del Parque España de Rosario para dar fin a sus vidas. De un hotel en Córdoba rodeado de espectros y de personas un poco cansadas de sus vidas hasta el verde inagotable Parque del Retiro en Madrid, todos los espacios le sirven a la autora para abrir preguntas inquietantes a lo largo de siete cuentos muy poderosos.

Valeria Correa Fiz nació y creció en la ciudad de Rosario, Argentina, y vive en Madrid, España. Es autora del libro de relatos La condición animal (Páginas de Espuma, 2016) y de algunos poemarios. En la actualidad coordina talleres de lectura y escritura creativa en Milán y Madrid.

El libro de cuentos Hubo un jardín, de Valeria Correa Fiz, salió por editorial Páginas de Espuma.

Emmy 2022. El lunes 12 de septiembre se entregarán los premios Emmy. Se trata de uno de esos grandes eventos que celebran la televisión (o lo que sea que llamamos así en este terreno con forma de pulpo de las plataformas y las pantallas que se multiplican), entre aplausos incómodos, vestidos y famosos exaltados. En Argentina la ceremonia podrá verse a partir de las 21 por el canal TNT para quienes prefieran el doblaje y por TNT Series para quienes se queden con el idioma original.

Muchas de las series nominadas fueron comentadas en este espacio. Otras no por falta de tiempo o espacio (¿será el gran año de Better Call Saul, que terminó hace poquito y dejó un tendal de fans huérfanos? ¿Qué va a pasar con Euphoria, con Ozark, con Yellowjackets?). En cualquier caso, por acá pueden ver el listado de todos los rubros y candidatos. Como una especie de guía, les dejo también algunos apuntes por si necesitan ponerse al día, terminar temporadas colgadas o arrancar y llegar justo para la premiación.

La mayor cantidad de nominaciones de este año fue para Succession, que con 25 menciones es una de las grandes favoritas y con posibilidades de aumentar los nueve Emmy que ya recibió en la entrega anterior. Por acá hablamos de ellos y por acá el escritor Fabián Casas nos regaló una semblanza preciosa de Greg, uno de los personajes más entrañables dentro de una historia llena de villanos.

Con 20 nominaciones le sigue Ted Lasso (es una de las comedias que integra esta selección), también con 20 está The White Lotus (hablamos de esa serie por acá, por suerte se viene pronto una nueva temporada) y con 17 quedó Hacks, otra comedia que a su vez se mete en el mundo de la comedia y comentamos por acá y también por acá.

El lunes 12 de septiembre se entregan los premios Emmy. Por acá, un listado con todas las categorías y candidaturas.

Banda sonora. Por estas horas se confirmó que The Magnetic Fields, la banda liderada por Stephin Merritt, tocará por primera vez en la Argentina en diciembre. Será en el festival Music Wins, del que también van a participar Metronomy y Devendra Banhart, entre otros grupos y artistas. Una linda noticia en tiempos aciagos. Podría incluir todas las canciones de 69 Love Songs, incluso escuchar eso todos los días. Pero bueno, por ahora elegí algunas que se suman a nuestra lista compartida.

También agregué a la islandesa Björk, que esta semana estrenó corte de su nuevo disco (sale el 30 de septiembre) y un video lleno de hongos y seres extrañísimos. Se los dejo a mano.

Posdata. La entrega anterior de Mil lianas había quedado programada el jueves a última hora de la tarde, un rato antes del intento de asesinato de la vicepresidenta Cristina Fernández de Kirchner. Salió el viernes a las 9, como todas las semanas, como un gesto torpe, un siga siga involuntario: esa insistencia obtusa de la costumbre. Pero no puede haber rutina en medio de una conmoción tan grande, de un hachazo, de un tsunami. En momentos así mi inercia privada –y por qué no, mi propia limitación: todo lo que no sé– me suele arrastrar más al silencio que a las palabras: me faltan casi siempre, me pesan, me enredan. Y, sobre todo, me llevan a un terreno expulsivo ahí cuando es necesario desmigajar, escuchar, detectar lo que es puro ruido entre todo lo demás. Hacer zapping entre canales, portales y redes en días así: una sucesión de carteles que dicen “urgente” cuando hay pocos elementos, cuando el impulso –y también el negocio– es imitar y subir la apuesta del que llegó antes. El reflejo de negar la angustia tapiando el abismo con intervenciones en nombre de un supuesto interés público, la vanidad de quien va y dice. Si todo es urgente, nada lo es (por otra parte, salvo para quien maneje una ambulancia, pocas cosas más triviales que la urgencia de ayer o la de hace un rato). No siempre sale, ni todo es por mala voluntad, por supuesto, ¿a quién no le gana alguna vez el apuro, ese aquí me pongo a cantar de las redes y los medios? La tentación de la primera persona, incluso acá, incluso ahora mismo para contarles que esta vez apenas si pude agarrarme de una tabla precaria en el aluvión, fui en familia a la Plaza, me abracé de lo transitorio como una liana posible y, todavía en shock, lo hago: a veces mejor que decir es leer.

Así que les dejo dos lecturas que me interesaron particularmente por estas horas: esta columna de Alexandra Kohan porque vuelve a eso que agujerea, a eso que inquieta, al lenguaje. Y este texto de Juan José Becerra porque se repliega en él, se aleja de la solemnidad, exhibe absurdos y peligros con gracia –no por nada su espacio se llama Pura espuma–, cuando todo es pavor.

¡Hasta la próxima!

AL

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