CRÓNICA

Morir en alta mar: la tragedia del Rigel

Ezequiel Casanovas

Mar del Plata —

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Hay una despedida. Guillermina Godoy, en la punta de la escollera Norte que está en la entrada al puerto de Mar del Plata, filma con el celular a un barco pesquero, el Rigel, y le grita a su hijo, Nahuel Navarrete, que lo ama. Él es un marinero de treinta y dos años. En el video no se lo ve, solo se escuchan sus gritos desde algún lugar de la nave que avanza hacia mar abierto.  

No volverán a encontrarse. El barco se hundirá horas más tarde.

Hace casi cuatro años de aquella despedida. Guillermina lleva la cuenta precisa: “1425 días”, dice, y agrega que ningún gobierno hizo nada por esclarecer el naufragio ni por recuperar los cuerpos de Nahuel y sus siete compañeros que, todo indica, quedaron atrapados en el buque.

El hundimiento del Rigel no es un hecho aislado: En lo que va del siglo, hubo 49 embarcaciones hundidas en el Mar Argentino. Son 98 marineros muertos o desaparecidos.  

–Yo quiero traer a mi hijo. Es un derecho que toda madre, todo padre debe tener: poder despedir los restos y no naturalizar más que el hombre de mar tiene que quedar en el mar–, dice Guillermina quien aquel 5 de junio de 2018, como cada vez que se embarcaba, llevó a Nahuel en el auto desde San Bernardo, la ciudad balnearia donde vivían, al puerto marplatense. Allí se encontraron con Mateo, el hermano, también marinero.

Estuvieron los tres juntos. Nahuel les dio los últimos trescientos pesos que le quedaban y les contó que la empresa –Pesca Nueva SA– les había comprado almohadas. Todo un detalle para los empleados que no tenían francos ni vacaciones ni aguinaldo. El sueldo dependía de lo que pescaban y, si no, percibían un mínimo de nueve mil pesos, unos trescientos cincuenta dólares.

Nahuel era segundo pescador, el último peldaño del escalafón. Debía verificar que el equipo de pesca estuviera preparado y las redes no necesitaran costuras para poder largarlas al agua en la zona de captura. 

Cuando el barco comenzaba el arrastre, y si el cardumen era grande, podía estar cuatro horas acumulando langostinos. Levantaban las redes entre todos los marineros y abrían la bolsa para que el marisco cayera en la cubierta, con cuidado. El peso no debía alterar el equilibrio

Agachados, mojados, con sol o lluvia, seleccionaban lo que servía, lo almacenaban en cajones y devolvían el descarte al mar mientras seguían arrojando otra vez las redes al agua para que todo el proceso volviera a repetirse. La jornada terminaba una vez que la bodega, donde cabían mil seiscientos cajones, estaba completa.

“Yo le pedía que se cuidara. Que los siete hijos, el hermano, los abuelos y el resto de la familia lo esperábamos”, dice Guillermina. Ella sabía que Nahuel era capaz de ir colgando del buque, con el agua pegándole en la cara, con tal de desenganchar una soga enredada. Y sabía, también, que su hijo soportaba el dolor en la cintura y en la espalda, el frío que le entumecía los músculos y lo obligaba a pegarse trompadas en las piernas para volver a sentirlas.

Por eso Guillermina le insistía que tenía que volver. Sobre todo después de que sufrió el primer naufragio.  Fue cuatro años del hundimiento del Rigel. El pesquero donde trabajaba Nahuel dio una vuelta de campana y se fue a pique. Él y sus compañeros se tiraron al agua justo antes y pudieron ser rescatados por otro buque que pescaba en la zona.

Nahuel intentaba calmarla. Siempre le agradecía el trabajo y el esfuerzo para que no les faltara nada desde que el padre los había abandonado cuando eran pequeños. 

Pasó tiempo sin embarcarse: “Venía a mi casa, se sentaba en la mesa de la cocina y lloraba solo de recordar el miedo en medio del mar”, dice Guillermina. No encontraba trabajo. El dinero se acabó y consiguió un puesto en el Rigel, un barco de más de cincuenta años y veintisiete metros de largo. Era una embarcación preparada para la pesca de merluza al que le colocaron dos brazos a los costados que permitían arrastrar las redes con que se captura el langostino. Esos tangones eran un riesgo, podían hacerle perder estabilidad.

La temporada del langostino ya había empezado cuando Nahuel se embarcó esa última vez. Nadie quería perderse la pesca: podían hacer 90 mil dólares en un solo viaje, 720 mil en un mes. 

La tarde que el Rigel se preparaba para embarcar, una falla eléctrica consumió la energía del barco en veinte minutos. Nahuel ya estaba en la zona de embarque y le mandó un mensaje a Guillermina para que no se preocupara. Repararon el desperfecto, pero a ella algo la inquietó. En el puerto no había un solo agente de Prefectura para controlar que el barco zarpara en condiciones.

El Rigel soltó amarras apenas pasadas las once de la noche. Tres días después, en aguas de Chubut se encontró con vientos huracanados y olas de más de seis metros. Todos los pesqueros sabían del temporal y buscaron resguardo, anclados en el Golfo Nuevo, menos el Rigel que navegaba a 220 kilómetros de Punta Tombo cuando se comunicó por última vez. A la mañana siguiente, un guardacosta encontró los restos del naufragio: cajones flotando, manchas de combustible en el mar y el cuerpo del capitán.

En las tormentas, el capitán y el segundo patrón quedan al mando. Los marineros bajan al rancho, una habitación con camas cuchetas a la que se llega por una escalera y tiene una  ventana de no más de cuarenta centímetros. Todo indica que nadie alcanzó a salir y los cuerpos de Nahuel y sus compañeros Cristian Osorio, Néstor Rodríguez, Rodrigo Blanco, Luciano Mieres, Jonatan Amadeo, Carlos Rodríguez y Rodrigo Sanita, quedaron atrapados.

Nadie de la empresa ni de la Prefectura se comunicó con Guillermina para avisarle que el Rigel había perdido contacto y no lo encontraban. Ella lo supo por una publicación de Facebook. 

Al barco lo hallaron veintitrés días más tarde. Estaba a noventa y tres metros de profundidad. El Rigel es uno de los cuarenta y nueve buques argentinos hundidos en lo que va del siglo y Nahuel es uno de los noventa y ocho muertos o desaparecidos. Los datos son de la comunidad “Ningún hundimiento más”. No hay registros oficiales.

El mar es un cementerio

“El mar es un cementerio”, dice Guillermina quien días después del hundimiento comenzó con el reclamo junto a los demás familiares. Querían justicia. Hicieron marchas, acampes, fueron al Congreso y a la Casa Rosada pero ni siquiera recibieron el certificado de presunción de fallecimiento para obtener la pensión que les corresponde.

En octubre de 2019, el Juzgado Federal Nº 2 de Rawson, que investiga las causas del naufragio, ordenó al Gobierno nacional que bajaran buzos profesionales para poder recuperar los restos y hacer las pericias. 

Guillermina dice que en una reunión, el entonces presidente Mauricio Macri dijo que no había dinero para cumplir con la medida: “Es así la vida señora, no hay presupuesto, me dijo”. 

Más tarde sabría que sí hubo recursos para espiarlos. En septiembre de 2021, la justicia ordenó un allanamiento a las oficinas de la Agencia Federal de Inteligencia (AFI) en Mar del Plata. En los discos rígidos de tres computadoras hallaron fotos, filmaciones, seguimientos, datos personales, conversaciones y la actividad en las redes sociales de Guillermina y otros familiares del Rigel, el submarino ARA San Juan y el Repunte, otro pesquero hundido en 2017. A cada uno, además, le atribuían el color rojo, amarillo o verde como un semáforo para indicar el nivel de “peligrosidad” según el criterio de los espías. La información estaba organizada en documentos destinados al  presidente Macri.

Tanto el ex presidente como el director de la AFI, Gustavo Arribas, la subdirectora, Silvia Majdalani y agentes de inteligencia están procesados. La causa, en la que Guillermina, el hermano de Nahuel y el padre de Jonatan Amadeo, son querellantes, se había iniciado en los tribunales federales de Dolores y pasó a los de Comodoro Py el 1º de febrero pasado.

El Gobierno del Frente de Todos tampoco cumplió la orden judicial. En el país no hay recursos públicos ni privados para ejecutarla y es necesario llamar a una licitación pública internacional. Sin embargo, tampoco parece haber voluntad: todavía no confeccionaron los pliegos.  

“No tengo respaldo económico ni político. Mi única política es que haya seguridad en la pesca, que puedan ir a pescar y volver. Que se garantice eso”,  dice Guillermina y esa, además, es una forma de proteger a Mateo, el hermano de Nahuel, también marinero aunque haya momentos en los que no consiga trabajo: “Las denuncias no solo van contra prefectura y los dueños de los barcos sino contra los gremios. Entonces la persecución es continua”, dice Guillermina.

Muchas veces, ella siente que los esfuerzos no sirven de nada: no logra que busquen a su hijo y a los compañeros y que la vida se le cayó encima, que sueña con el barco, que seguirá hasta que se haga justicia, que es la voz de Nahuel.

El Rigel salía del puerto y Guillermina lo enfocó con la cámara del teléfono en la punta de la escollera Norte. En el video el barco navega, se escucha el soplido del viento, un grito de Mateo al hermano y el suspiro de ella que le pide a Dios que lo proteja. Después le grita y Nahuel, desde el medio del mar, responde que la ama. Ella contesta que lo ama más y le desea suerte. Entonces él le grita que se cuide y Guillermina, que intenta que la angustia no la ahogue, le pide que vuelva pronto. Hay unos segundos, un silencio que se interrumpe por la respiración pesada de la madre que ya no puede contenerse. El barco avanza, indetenible, mientras sus luces se reflejan y parece que flotaran, como un presagio en las aguas oscuras. 

EC / MG