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Es la panadería más antigua del país y está a cargo de la misma familia, especialista en crisis económicas desde 1875

Fernando Lucca y Marcos Scorzato, cuarta y quinta generación trabajando en la panadería que fundó Angel en 1875.

Celeste del Bianco

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Cuando la Basílica de Luján comenzó a construirse, en 1890, la panadería ya estaba en la misma esquina en la que permanece hoy: Lavalle y Mariano Moreno. En 1875, cuando se creó, las calles aún no tenían ese nombre. Hace 147 años que la Panadería Lucca permanece como un negocio familiar, ahora administrado por descendientes de cuarta y quinta generación. Permanecieron entre crisis económicas, pandemias y guerras. 

Ahora son las corridas cambiarias, la inflación y la guerra entre Rusia y Ucrania, pero las fluctuaciones estuvieron siempre en casi un siglo y medio de actividad ininterrumpida. Desde los primeros días en los que Ángel Lucca, inmigrante italiano de la región de Lombardía, repartía pan casero casa por casa hasta hoy, que circulan alrededor de 600 personas por día y se usan 500 kilos de harina. Desde atravesar las dos guerras mundiales hasta tapar con maderas las ventanas en el 2001 por temor a los saqueos. Desde 1874 cuando el mismo Ángel le llevó pan casero a Bartolomé Mitre  mientras estuvo detenido en Luján por “rebelión” hasta hoy que hay 32 empleados y empleadas.

“Siempre digo lo mismo. Es ininterrumpida, familiar y en el mismo rubro. Nunca jamás cerró sus puertas, descendemos del mismo tronco y toda la vida fue panadería. Es el comercio con estas características más antiguo del país. Hay empresas pero fueron cambiando de titulares a pesar de mantener el nombre. Nunca encontré un antecedente así y lo defiendo a muerte”, dice Marcos Scorzato. Tiene 37 años, es tataranieto del fundador y se encarga de la administración del negocio desde hace diez años. En la oficina, mezcla de depósito de huevos, mayonesa, recibos de sueldo y remitos, también está Fernando Lucca, bisnieto de “Don Ángel”, como lo llaman. No recuerda el año exacto en el que empezó a trabajar allí, es difícil encontrar una línea divisoria entre su vida personal y la panadería. A los cinco ya estaba en “la cuadra”, la zona de producción, con Luis, su padre. Heredó de él las técnicas para sobar, estibar y amasar. Pasada la adolescencia, se convirtió en un trabajo formal: llegaba a las cuatro de la madrugada, después de pasar a buscar a algunos empleados y comenzaban a amasar. “Es mucho en mi vida la panadería, se le tiene amor. Mi viejo me inculcó de chiquito: ‘cuidalo’ y yo me dediqué a esto. Si bien me gustan otras cosas, las relegué”, cuenta Fernando. 

Su viejo, Luis, tiene 92 y hasta el año pasado permaneció en “la cuadra”, dicen que amasando facturas. Hasta la década del 50, la panadería sólo vendía pan. Después vinieron las facturas y en la década del 90, los sandwiches de miga, el producto estrella. Dicen que el secreto está en la humedad del pan de miga, producido por ellos mismos. 

Es casi mediodía y en “la cuadra”, una mujer corta la miga, el resto son hombres que en este momento enrollan la masa estirada para hacer medialunas. Los hornos están apagados después de llegar a temperaturas altísimas y recién ahora se pueden poner a cocinar las facturas. “Nunca, jamás, pisé la cuadra. No tengo ni idea. Sé que lleva cada producto, pero me decís que tengo que amasar y me largo a llorar. No sé sobar, no sé estibar. Creo en las diferencias en la organización, lo dijeron Ford y Taylor. Yo me encargo de administrar, de comprar, de poner precio, de los empleados”, dice Marcos. Pisa la cuadra, pero para hacer chistes con los trabajadores. “Dale, vení vos a la foto que sos lindo”, bromea con uno de ellos. 

Ahora son seis socias y socios, todos descendientes directos de Ángel: Fernando y sus hermanas Alejandra y Andrea Lucca; Marcos y su hermano Santiago Scorzato y Celsa Lucca, hija de Amilcar, nieto del fundador. Dicen que la sexta generación ya se está preparando para continuar el legado. 

El legado y las improntas de cada generación. Hasta poco antes de la pandemia, en “la cuadra” también había discusiones. A los gritos. En parte por el ímpetu de los contrincantes, en parte por la sordera de algunos. Como esa vez en la que Marcos, Fernando y Amílcar, de 90 años, pelearon por el pan rallado. Tres generaciones discutiendo sobre el destino del pan que había sobrado del día. El mayor quería donarlo y los más jóvenes convertirlo en pan rallado para venderlo. 

—Tío, ese pan lo necesitamos para rallar

—No, ese pan se dona

El diálogo se repitió intensamente. “Era muy austero, lo que tenía lo donaba. Pero necesitábamos pan rallado, necesitábamos generar y él no quería. Era un show, la pelea entre dos titanes, quién mandaba más y después nos poniamos tozudos, él no cedía porque era más grande. Peleas hermosas, a los gritos, quilombo. Yo desde el punto de vista capitalista necesitaba generar plata y a Amílcar le importaba un cuerno”, recuerda Marcos. 

Cerca de una de las puertas laterales, hay un canasto con pan que sobró de ayer. Durante el día vendrá gente de Cáritas a buscarlo. Hoy están stockeados de pan rallado. 

En casi un siglo y medio, “La Pana”, como la llama Marcos, tuvo vaivenes económicos. Recuerda algunos. Otros los reconstruyó con testimonios de su madre, Elsa.

Durante el macrismo, en 2018, se despertaba a las tres de la mañana y chequeaba el celular. Quería saber si había entrado dinero en la cuenta bancaria. “Era abril, me acuerdo patente de la primera de las dos devaluaciones que siguieron. Estaba acá y sufría para poder pagar cheques. Sufría, me acostaba a la noche y en la cuenta había un peso y yo tenía que pagar dos y no los tenía. Eso es muy complejo y para una PyME es bravísimo”, cuenta. 

 En 2001 tenía 17 años. Fueron días de ventanas bloqueadas con maderas para evitar saqueos. En Luján, ya habían ocurrido en supermercados grandes. “Fue bravísimo acá adentro. No alcanzaba la guita para pagar proveedores ni sueldos, fue complejísimo. Un tío me dijo que estaba todo muy caliente internamente y hubo que poner el pecho porque había poco laburo”. 

De las crisis previas tiene fragmentos: “Como ocurrió en muchos lugares, durante la hiperinflación del 89 acá era cambiar precios todos los días, no había un precio fijo. Mucho peor que ahora, que se actualizan listas cada 30 días y ya es bastante tedioso. En su momento, no había precios y los que te daban se modificaban a diario. Es lo que sé de la hiper en La Pana, del Rodrigazo no sé mucho. El resto de los que vivieron esa época ya no están con vida o con capacidad lúcida”, cuenta Marcos. 

Después del inicio de la guerra entre Rusia y Ucrania, uno de los mayores productores de trigo, la bolsa de harina de 25 kilos pasó de 1200 pesos más IVA a 1980, un aumento del 30%. Pero el consumo se mantiene. “No cerramos nunca, los únicos días son el 25 diciembre, el 1 de enero y el 1 de mayo. A veces, abrimos y empezamos a trabajar nosotros junto con algún empleado que quiera cobrar el feriado”, agrega Marcos. 

“La panadería son los 365 días, venís en Navidad a controlar que las cámaras estén enfriando. Al ser familiar, tirás el centro y cabeceás”, dice mientras toma mate. Detrás suyo, los retratos del árbol familiar. En el centro de esos cuadros grisáceos, está Ángel. A un costado, un dibujo de un hombre y un nene que viste una camiseta de River: es Fernando con su papá. En otra pared, hay más fotos: sobresale una mujer de rodete que amasa fideos, se trata de Catalina, una de las tías que también producía para vender. A su lado, una foto de la fachada cuando las calles de esa esquina apenas estaban asfaltadas.

CDB/MG

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