Por dinero

Un streamer español se autolesiona y se humilla en vivo, y reabre el debate sobre los límites del contenido en directo

María Zuil

0

Simón Pérez era un hombre de éxito. Había estudiado Administración de Empresas y varios másteres sobre banca y gestión, lo que le había permitido convertirse en director financiero de varias empresas y ser colaborador habitual de varios medios de comunicación. Tenía casa, pareja y una holgada situación financiera.

Pero de esa vida de traje y reservado queda ya muy poco: en las últimas semanas, miles de personas lo vieron drogarse durante horas, tirar una impresora por un balcón, salir disfrazado a la calle, afeitarse las cejas, pasar la abstinencia, actuar como un perro, beber su propia orina o restregarse una lasaña por el cuerpo. Todo a cambio de un puñado de euros con el que una audiencia entregada paga el espectáculo y él financia sus adicciones. Un círculo vicioso que ha ido tomando forma de espiral hacia un final fatal.

El inicio de esta deriva se remonta a 2017, cuando se hizo viral un vídeo grabado con su pareja en el que hablaban de las bondades de las hipotecas a tipo fijo bajo la clara influencia de la cocaína, como reconocerían después. Desde entonces (y tras perderlo todo), su presencia en Internet ha sido constante, pero la decadencia se ha intensificado en las últimas semanas. En uno de sus últimos vídeos, entre balbuceos y dolores, decía estar sufriendo alucinaciones.

Su historia podría alimentar el argumento de una ficción dramática. De hecho, estos días es recurrente la comparación con el capítulo de ‘Common People’ de la serie distópica Black Mirror, que pone el foco en el lado más oscuro de la tecnología. En ese episodio, el primero de la última temporada, un hombre se ve obligado a humillarse en directo para conseguir pagar el cada vez más caro tratamiento de su esposa. Pero, ¿cuándo ha empezado a competir la realidad con las ideas macabras de los guionistas más apocalípticos? O lo que es lo mismo: ¿cómo hemos llegado hasta aquí?

Para Alex Turvy, doctor en sociología de los medios e investigador de plataformas de la Universidad de Tulane, en Luisiana (EEUU), todo esto en realidad, no es nada nuevo. Y por eso, precisamente, es peor que la ficción de Netflix. “Black Mirror sugiere a menudo que la tecnología nos está cambiando. Pero la verdad es más inquietante. Estas plataformas no causan estos comportamientos, sino que los amplifican. Han revelado y acelerado impulsos que ya eran parte de la condición humana: nuestra hambre de espectáculo, nuestra capacidad de voyerismo, y nuestra disposición a ser entretenidos por el sufrimiento ajeno. Los romanos tenían gladiadores en el Coliseo; nosotros tenemos streamers en arenas digitales”.

Estas plataformas no causan estos comportamientos, sino que los amplifican

La diferencia, continúa Turvy, es que los gladiadores sabían que los límites eran los del circo, mientras que ahora “tanto creadores como público están encerrados en el espectáculo, muchas veces sin darse cuenta del juego”.

“Creo que el principal motivo es que el contenido negativo viaja más rápido”, comparte Luis Miller, sociólogo e investigador del CSIC. “El asco, lo desagradable, son contenidos que producen mucha más atracción, es algo que está muy estudiado. Y hay que tener en cuenta que en Internet hay público para todo, como en la vida real”, añade. En realidad, explica, no es tan diferente a las aplicaciones de citas: “Es un proceso de matching [emparejamiento]: para este contenido que puedo ofrecer, ¿dónde está el público que puede consumirlo? Y siempre va a haberlo”.

Jorge Flores, director de la iniciativa Pantallas Amigas, surgida en 2004 con la misión de la promoción del uso seguro y saludable de Internet y otras tecnologías de la información, coincide con esta idea: “Siempre hay nichos. Fíjate cómo nació Only fans: no tenía ni ese propósito, pero al lanzarse la monetización de persona a persona se ha desarrollado como otro mercado concreto”.

Economía de la exposición

Espectáculo ha habido siempre, pero el factor disruptor de algunas redes sociales, —entre ellas muchas plataformas de streaming— es la relación directa entre creador y audiencia, lo que provoca que los contenidos se desplacen a los extremos con muchas menos trabas en el camino. “Hay personas que hacen cosas extremas únicamente por monetizar, especialmente cuando eso se junta con otras cuestiones, como el ego, o en este caso las adicciones y un problema de salud. Conseguir dinero rápido es una necesidad, y esta es una fórmula”, considera Ofelia Tejerina, abogada especializada en derechos digitales y fundadora de la Asociación Internautas, que busca promover un entorno digital seguro.

Es lo que se conoce como ‘economía de la exposición’: el individuo como producto, la vida como espectáculo, las plataformas como plató. “El contenido que generas en Internet, cuanto más se personaliza, más se monetiza. Si subes un post con texto o un enlace, genera poco interés, sin embargo, si tiene una imagen, aunque sea generada por IA, tiene más. Y si esa imagen tiene personas, se multiplica por tres. Por eso la exposición intenta generar cercanía y esto lo vemos claramente en las influencers: hace diez años contaban lo bien que vivían, lo mucho que gastaban… eso ahora pierde comunidad, porque la gente busca más cercanía, más realidad”, considera Tejerina.

La gente también baja a los infiernos en la vida real, pero los smartphones nos permiten vendernos de manera más efectiva y directa: unos venden cosas por Wallapop y otros a sí mismos

“Todo el mundo tiene algo que vender, tanto en la red como en el mundo real”, reflexiona Miller. “Las redes son al final un medio que posibilita que todo llegue más rápido y más lejos. La gente también baja a los infiernos en la vida real, pero los smartphones nos permiten vendernos de manera más efectiva y directa: unos venden cosas por Wallapop y otros a sí mismos”.

La diferencia es que este modelo lleva a una autoexplotación que hace mucho más difícil frenar que en otros contextos. “Los streamers no están siendo obligados por un jefe de fábrica a actuar; ellos mismos se obligan, impulsados por la lógica de la plataforma. Esto hace que resistirse sea casi imposible. ¿Cómo te rebelas contra ti mismo?”, añade Turvy, quien considera que la pérdida del control sobre la narrativa es precisamente lo “más auténtico” que le puede pasar a un creador de contenido en términos de audiencia, provocando precisamente más interés. “Nada genera más engagement que el conflicto, el drama y el sufrimiento. El sistema no está roto; funciona exactamente como fue diseñado”.

Además, el sociólogo estadounidense considera que precisamente el hecho de pagar —aunque sea poco— puede ser determinante en lo que la audiencia reclama: “Intuitivamente, pensarías que pagar por algo te haría valorarlo más. Pero la investigación de economistas conductuales como Dan Ariely sugiere lo contrario: los micropagos constantes pueden hacer a las personas más crueles. Crean una zona tóxica: el pago elimina las normas sociales (como la amabilidad), pero es demasiado bajo como para generar verdadero aprecio. En cambio, fomenta un sentido de derecho a exigir”.

Si quedaba algo de esa “amabilidad”, el anonimato y la despersonalización que provocan las pantallas hacen el resto: “El filósofo Emmanuel Levinas sostenía que la ética comienza con el encuentro cara a cara con el otro. La pantalla es una barrera para eso”, añade el sociólogo.

Según la neurocientífica Susan Greenfield, los cerebros de los usuarios que pasan más tiempo en Internet podrían, literalmente, estar procesando a las personas que ven en pantalla más como objetos que como sujetos con los que tienen responsabilidad. “Hemos identificado a las pantallas con entretenimiento o espectáculo, pero los más jóvenes además de eso, lo identifican con que todo es posible y todo es admisible. Y cuando alguien ve que todo se puede, cree que todo debe poderse y no lo cuestiona”, considera Flores.

Empiezas como un simple observador, luego comentas regularmente, y terminas siendo un seguidor que paga. Cada paso parece voluntario, pero sigues un camino diseñado perfectamente por la plataforma para aumentar tu compromiso

Además, para Turvy la economía de la exposición no va tanto de exponerse, sino de poder retener: “El público no paga por lo que ve, sino por la tentadora promesa de lo que podría ver después”. Y la audiencia está tan atrapada en esa dinámica como el creador: “Empiezas como un simple observador, luego comentas regularmente, y terminas siendo un seguidor que paga. Cada paso parece voluntario, pero sigues un camino diseñado perfectamente por la plataforma para aumentar tu compromiso”. Y muchas veces, el verdadero espectáculo está en el chat, invirtiendo el rol con el streamer y generando más atracción. “El público representa sus propios papeles ante los demás: el ‘fan preocupado’, el ‘troll irónico’, el ‘miembro solidario de la comunidad’. No solo están viendo un espectáculo; están actuando como audiencia”.

El caso de Simón es quizá el más extremo que hemos visto en España, pero no es el único que exhibe su vida en directo por dinero; ya hay más usuarios que se dedican a mostrar su día a día sin filtros o hacen lo que sea por aumentar su audiencia, como increpar a personas sin hogar por la calle o buscar broncas. O fuera del país, cuentas en las que comen hasta reventar o que se han suicidado en directo, como el exmilitar estadounidense Ronnie Mcnutt en 2020. El caso más extremo del lado oscuro del stream ocurrió en Rusia hace unos años, cuando un youtuber dejó morir a su novia embarazada de frío en la calle por aceptar el reto de sus seguidores.

“El streaming en vivo genera las condiciones perfectas: metas claras (donaciones), retroalimentación inmediata (el chat) y desafío constante. La cruel ironía es que el mismo estado mental que produce el máximo rendimiento en un atleta o artista, aquí se activa mediante actos de autodestrucción. El streamer entra en un ‘flujo’ hacia su propio colapso”, explica Turvy.

Responsables, ¿quién? Regulación, ¿dónde?

Desde el pasado fin de semana, todas las cuentas de Simón Pérez han sido suspendidas. Su “peña” (como él se refiere a sus seguidores) ya no pueden ver al “maestro” (como ellos le llaman) ni en YouTube, ni en Twitch ni en Kick. Esta última era, según contaba, una de sus principales vías de ingresos, y es también una de las plataformas más polémicas, al permitir niveles de acoso, lenguaje violento o respaldo al juego muy por encima que sus competidoras. De las tres, solo Twitch explica al entrar en su canal que ha sido suspendido por “infracción de las Directrices de la comunidad o los Términos del servicio”.

No es la primera vez que le ‘apagan’ las vías de comunicación con sus cerca de 50.000 seguidores, a pesar de los nada sutiles eufemismos que Simón usaba para hablar de droga (comerse un “bocadillo de pollo” en lugar de meterse cocaína o hacer “burbujitas”, cuando la fumaba). Pero, al menos hasta ahora, siempre había vuelto.

“Hay una cuestión con la moderación de estas plataformas y es que la legislación les ha dado un poder disfrazado de responsabilidad. Son ellos mismos los que deciden si se queda o no el contenido, y normalmente, si les da dinero, tienden a mantenerlo. Es más fácil que lo quiten por una crisis de reputación que por una sanción”, explica Tejerina, quien hace referencia a la Ley de Servicios Digitales europea y la Ley de Comercio Electrónico española, según la cual las plataformas tienen responsabilidad respecto a los contenidos que se difunden en ellas cuando los detectan, pero actuando según sus propios criterios, que a menudo no son transparentes, según la abogada.

Sin embargo, para Turvy, moderar este tipo de contenidos puede provocar el efecto contrario: “Cuando se prohíbe lo extremo, se genera escasez, lo que aumenta la demanda. El streamer 'baneado' se convierte en mártir, y su comportamiento migra a plataformas menos reguladas, donde se radicaliza aún más”.

En la inmensidad de Internet, frenar la difusión de un contenido que genera interés es prácticamente imposible. “Es difícil cubrir todos los frentes porque un video se engancha desde cualquier sitio. La plataforma es el principal canal, pero una copia de un video se hace en un momento. El propio video con el que saltó a la fama [el del tipo fijo] se ha visto en mil sitios”, Flores.

La sociedad tiene que considerar que está más enfermo el que paga, que el que lo hace. Eso debería decirlo a las claras la administración pública

De hecho, aunque los vídeos de Simón ya no están disponibles, solo hay que hacer una simple búsqueda en plataformas como YouTube para obtener decenas de resultados de otros canales que han subido su contenido haciéndose eco de él. Y de paso, monetizándolo también.

El otro gran problema en el debate de los contenidos extremos es diferenciar lo ilegal lo y moral. “Pagar porque alguien se autolesione es una cuestión más ética que legal, a uno les parecerá mal y a otros no. No es que la audiencia le esté llevando a una inducción al suicidio o la autolesión, que es un delito con requisitos muy claros que no se dan aquí. Y tampoco por parte de la plataforma, que es un mero intermediario”, explica Tejerina.

Por eso, los tres expertos españoles consultados creen que el responsable final debe ser el propio Estado, que propicie campañas educativas contra el consumo de estos contenidos. “La sociedad tiene que considerar que está más enfermo el que paga, que el que lo hace. Eso debería decirlo a las claras la administración pública con campañas informativas y enseñar a usar las redes sociales, porque tienen que ordenar la convivencia, también la online”, explica Tejerina.

“El Estado ha ido interviniendo y regulando todas las actividades que pueden acabar en tragedia desde la ludopatía, al consumo de drogas o la prostitución”, considera en la misma línea Miller, del CSIC. “Lo que hecho en falta cuando se habla de este caso concreto es que veo cierto derrotismo, como dando por hecho que esta persona se va a matar y no hay nada que hacer. No es así: esto es un mercado como cualquier otro y hay que ver cómo regularlo. No puede ser que digamos: ‘Ah mira, como en Black Mirror’ y ya está”.