Uruguay apuesta al cannabis medicinal: su aplicación reduce en tres veces el uso de opioides contra el dolor

Promediando la década 2000, fueron varios los médicos de Argentina y Uruguay que comenzaron a probar al cannabis en sus pacientes en forma clandestina. Los profesionales debían sortear la prohibición que recaía sobre la milenaria planta y, además, el prejuicio de colegas, instituciones y hasta las propias familias de esas personas que, por lo general, acudían ya desesperados de dolor y frustrados por los tratamientos convencionales. El surgimiento del movimiento de madres cultivadoras en Sudamérica mostró a la opinión pública otra realidad, la de miles de niños y niñas con epilepsia que sufrían numerosos ataques y daños en sus organismos. Las evidencias ya nadie pudo discutirlas, y los gobiernos aprobaron el cannabidiol (CBD) rápidamente. 

Uruguay fue el primero de ellos y, en septiembre, una obra social incorporó al cannabis a sus tratamientos y acaba de abrir la primera policlínica especializada. Un espacio que, en simultáneo, sirve como cohorte científica y que ya registró que el empleo de cannabis reduce tres veces el uso de opioides y que, incluso, hay casos en los que directamente los reemplaza. 

“La gente añosa es la que más nos consulta porque consumen antiinflamatorios esteroideos que pueden afectar el riñón o analgésicos mayores derivados de los opioides, como el llamado tramadol, que les da tontera. El cannabis ayuda a que, si igual tienen que usar esos medicamentos, puedan disminuir las dosis y los efectos colaterales”, afirma a elDiarioAR Julia Galzerano, directora de la primera clínica especializada y que pertenece al Casmu (Centro de Asistencia del Sindicato Médico del Uruguay), la obra social.  

La especialista explica que, de momento, sólo pudieron hacer investigaciones retrospectivas, y que se necesitan investigaciones con doble ciego para determinar la eficacia del cannabis como analgésico. Sin embargo, en un estudio epidemiológico observacional y retrospectivo sobre 355 pacientes que concurrieron a consultar espontáneamente sobre cannabis entre agosto de 2016 y diciembre de 2017, se evidenció que el 60,6% de los pacientes tratados refirió mejoría de sus síntomas. 

La investigación se realizó, en su mayoría, con mujeres con un promedio de edad de 67 años, de nivel educativo terciario, y las patologías de consulta fueron neurológicas, enfermedades reumáticas o artro-degenerativas, neoplasias, psiquiátricas y misceláneas. 

Solo el 16,3% de la población estudiada presentó efectos adversos de grado leve, no obstante, los altos costos y la gestión dificultosa para conseguir el aceite fueron causas para no iniciar o abandonar el tratamiento. Y son razones por las cuáles poca gente puede acceder aún a la sustancia. 

Son tres los medicamentos a base de cannabis que se ofrecen en Uruguay. Uno de ellos, producido íntegramente en el país, es el Bidiol, cuya presentación de 30 mililitros tiene un costo de 3.890 pesos (unos 85,50 dólares). 

Son tres los medicamentos a base de cannabis que se ofrecen en Uruguay. Uno de ellos, producido íntegramente en el país, es el Bidiol, cuya presentación de 30 mililitros tiene un costo de 3.890 pesos (unos 85,50 dólares).

El Epifractán, el primero de los comercializados, va desde los 1.030 hasta los 5.953 pesos (de 22 a 118 dólares), según la presentación y concentración de cannabinoides. El más caro de los tres es el Xannadiol, con dos presentaciones que cuestan 5.250 (116 dólares) y 9.990 pesos (220 dólares). 

Precios elevados en comparación con los del mercado no regulado, donde los 150 mililitros de aceite con una concentración media de CBD oscila los 1.200 pesos uruguayos (26 dólares). 

El prejuicio funciona

“La pregunta es si se van a volver adictos o si va a estar en su historia clínica que consumieron marihuana”, cuenta Galzerano en base a la experiencia de sus consultas, con agenda llena desde hace dos meses. “Hay que deconstruir esa cuestión social porque de 10 pacientes seis o siete te la hacen”. 

Una de esas personas es Jimena Martín, una uruguaya de 32 años que sufre de epilepsia desde los cuatro, aunque en un principio, solo sintomatizada en ausencias, el “pequeño mal”, como le llaman en la jerga. 

“Rechazaba el tratamiento de cannabis porque lo asociaba con droga, pero cuando me explicaban que era una parte de la planta que no tenía lo que yo llamaba droga me terminé decidiendo. Peor que lo que estaba pasando no iba a ser”, cuenta. 

Jimena atravesó su enfermedad como un verdadero calvario. Tomó etosuximida y ácido valproico. De las ausencias pasó a las convulsiones y llegó a ingerir 13 píldoras por día, entre ellas cuatro antiepilépticos.  

Pasó un mes internada, intubada y atada, con una convulsión atrás de otra. Sus venas se saturaron y se afinaron hasta parecer “hilos”. En suma, perdió su trabajo hace cuatro años y, hasta el momento, nadie se atrevió a contratarla. “A los epilépticos nos ponen el cartel de problemáticos”, se lamenta. 

Luego de muchas dudas, la mujer decidió alternar sus medicamentos con cannabis porque quiere ser mamá y necesita bajar la cantidad de medicina que recibe su cuerpo.  

“Es creer o reventar. Durante años fue una convulsión atrás de otra y a partir de que comencé de a poco con las gotitas de cannabis medicinal es increíble el cambio que ha hecho”, cuenta. 

Hace más de dos años que toma el aceite Charlotte, producido en Estados Unidos, que consigue cuando viaja algún conocido y todavía no se anima a reemplazarlo por uno local. 

Hoy ingiere 32 gotas al día. 12 a las 8 de la mañana; otras 12 a las tres de la tarde y las 12 restantes a las ocho de la noche. 

“Los neurólogos dicen, con respecto a la epilepsia, que descansar y dormir bien es otro medicamento. Bueno, esto es lo mismo”, define. 

En Uruguay existen al menos 10 opioides registrados para su comercialización, entre los que se encuentran: fentanilo, remifentanilo, tramadol, morfina, codeína, etilmorfina, metadona, oxicodona, meperidina y dihidrocodeína.  

Y si bien el país no maneja las graves estadísticas de naciones como Estados Unidos sobre abuso de esta sustancia, un informe de la OEA de 2020, dijo que sí es preocupante el consumo de diversos medicamentos opioides de forma inyectada en Uruguay, el uso de parches de fentanilo, y el consumo desmedido del tramadol, la morfina y el suboxone aún sin indicación médica.  

Pero el dato más preocupante es la repetida aparición de estos medicamentos en los intentos de suicidios, un problema que golpea fuertemente a Uruguay. 

Es por ello que la mirada de Jimena hacia el cannabis es la misma que tiene el gobierno uruguayo, que en los últimos dos años apalancó el desarrollo del cannabis medicinal, no sólo por su rentabilidad comercial, sino también para fomentar el consumo interno. 

Entre los objetivos sanitarios presentados por el Ministerio de Salud Pública para el año 2020 se encuentra como primer punto estratégico favorecer los estilos de vida y los entornos saludables, y disminuir así los factores de riesgo.  

Una de las estrategias postuladas para alcanzar ese fin es la prescripción racional de 17 estupefacientes y psicofármacos por parte de los profesionales de la salud y su uso adecuado por parte de los usuarios. 

En esa empresa también es necesario convencer a los propios médicos, muchos de los cuáles siguen en los 2000, mirando de reojo a una planta con propiedades probadas y que los pacientes mencionan, curiosos, en sus consultorios. 

“A nosotros nos enseñaron que era una droga de abuso y no que tenía propiedades médicas, y los tratamientos nuevos en las prácticas médicas te lo presentan los visitadores, y con el cannabis no hay visitadores”, dice Galzerano, que también preside la Sociedad Uruguaya de Endocannabinología (SUEN). 

Con ese organismo, y también con el Casmu, capacita a colegas desde 2016 y les recomienda que sumen al cannabis en su farmacopea. Y si bien asume que todavía no existe un trabajo interdisciplinario en torno a la planta, dice que muchos especialistas comenzaron a enviarle pacientes, sobre todo, desde el área de salud mental. 

La evidencia es la propia Jimena, y las miles de personas que vienen consumiendo cannabis, aún desde épocas clandestinas. 

“Anímicamente, al sentirse uno mejor y ver que todo está funcionando. Ver que no tenes convulsiones y no estas hospitalizado -donde solo ves agujas y médicos que te intuban- te mejora, no de un día para el otro, pero te mejora muchísimo la calidad de vida”.  

“Yo antes necesitaba estar sí o sí con mi pareja o mis padres. No podía hacer ni un mandado sola y, a los 32 años, me sentía impotente. Hoy, el solo hecho de irme de vacaciones aunque sea a algún lugar cercano como Brasil o Argentina o animarme a proyectar una familia es un cambio de vida”, resume la mujer a la que el cannabis le aceitó la existencia.

RM