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George Underwood me clava el visto

El rasgo físico más llamativo de Bowie, tener ojos de distinto color, fue consecuencia de una trompada.

Julieta Roffo

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Leer este texto te va a llevar lo mismo que escuchar a Bowie cantar Absolute begginers en un concierto organizado por la BBC en el 2000. Qué hermoso cuando dice "I absolutely love you".

Hay tres fracasos en los que incurro, con puntualidad, una vez al año. Los demás fracasos van y vienen, sin demasiado apego al calendario y mezclándose con los triunfos, que vienen y van. Pero esas tres derrotas se repiten con una periodicidad conmovedora, como el control de lunares que me hago en enero, el fondo de ojos que me hago en junio y la ecografía mamaria que me hago en julio. Son mojones en una agenda a la que, como a la de todos, le crecen imprevistos y sorpresas pero que tiene boyas de las que agarrarse.

Los fracasos previsibles los concentro todos en marzo, que es el lunes del año y que, por eso, me parece el momento para empezar casi cualquier cosa, aunque esté destinada a salir mal. Así que en marzo empiezo mis gestiones para perder, con estruendo o en absoluto silencio, y con la frente altísima, lista para la siguiente caída.

El primer fracaso lo arrastro desde 2013. Cada marzo escribo a la agencia que representa a Annie Leibovitz, la fotógrafa que más me interesa del mundo entero, porque no se me van las ganas de hacerle una entrevista. La última vez que me morí de ganas de prenderle un grabador enfrente fue este martes, cuando empezaron a circular las fotos que le hizo a una Rihanna embarazadísima para la revista Vogue: son todas espectaculares y son cada una mejor que la otra.

Annie Leibovitz es la fotógrafa que hace que la gente importantísima -de la política, del cine, de la moda- tenga un retrato en el que quepa toda su importancia. Supongo que cuando te avisan que tus fotos para una entrevista las va a hacer Annie Leibovitz es como cuando Mario cabecea un cuadrado del que sale un hongo rojo: quedás más grandote.

De esa entrevista a la que no renuncio imagino cosas como saber cuáles son las tres primeras cosas a las que le presta atención cuando estudia a la persona a la que va a hacerle fotos, cuál es la mejor ciudad del mundo para los mejores retratos del mundo, que me cuente por qué motivos sus asistentes la aman y por cuáles la odian, que me explique qué hace para no aburrirse y que sus fotos no repitan trucos, que me diga si se hace controles oftalmológicos periódicos porque la cosa más valiosa que tiene son sus ojos. Quisiera tener a Annie Leibovitz enfrente para que me hablara de Susan Sontag, su pareja durante años. Intentar el mismo equilibrio que hay que hacer delante de Sara Facio para que en una misma entrevista entre su obra descomunal y el amor que ella y María Elena Walsh se tuvieron.

Los dos primeros años no tuve respuesta de la agencia de representación de Annie. El tercero y hasta el año pasado me agradecieron el contacto y me dijeron: “Por ahora Annie no estará disponible para entrevistas, muchas gracias” o cosas por el estilo. Este año aún no respondieron, siempre se toman un tiempo para hacerlo. Muy probablemente digan que no, pero sigo intentando por si alguna vez dicen que sí.

Mi segundo fracaso es más joven. Llevo tres o cuatro años intentando que Gabriela Sabatini me hable. Escucharle esa misma voz con la que le dice “es mi agua esa” a Carlos Belloso en una publicidad de Eco de los Andes. Que me hable de cómo fueron los primeros diez minutos después de retirarse, si quiso llorar o dormir o no supo qué sentir porque lo único que sabía hacer era ser tenista. Que me cuente qué le miraba a Steffi Graf cuando la veía salir a la cancha para tratar de saber cómo estaba su rival para ese partido.

Gaby, si me estás leyendo, quiero saber si te duelen las rodillas, qué indicaciones le das al que se ocupa del encordado de tus raquetas, qué música ponías cuando entrenabas, si ser mujer te hizo las cosas mucho más difíciles, qué te hicieron sentir los que insistieron con que hablaras sobre tu sexualidad. Gaby, dice tu manager que por ahora no. Que no estás en la Argentina, que gracias por el contacto, que intentemos más adelante. Gaby, en marzo 2023 vuelvo por vos.

Mi tercer fracaso es musical. ¿Acaso no se trata de música, sonidos y ruido todo esto? Igual, confesión: tal vez esta entrega sea una excusa para que, los que no las vieron, miren las fotos de Rihanna en Vogue. Hace 24 horas que ninguna cosa me importa más. Pero sigamos. George Underwood me clava el visto. Desde 2016 le mando mails y desde 2016 no recibo ninguna respuesta.

George Underwood tiene 75 años y tenía 15 en 1962. Hizo fiesta de 15 y todo, y resulta que en esa fiesta sintió que la chica que le gustaba tenía onda con él. Su amigo David Jones -que también tenía 15 años y que todavía no era David Bowie- sintió que la cosa no era con George, sino más bien que la chica lo miraba a él.

George -que contó todo esto en entrevistas con la BBC y con The Telegraph- se la jugó y organizó una cita con la chica, pero un rato antes de la hora señalada David lo llamó para decirle que la chica no iba a ir al encuentro porque no estaba interesada. Cuando ya era tarde para el posible encuentro, George supo que David le había mentido y que la chica lo había estado esperando un rato largo. Así que al día siguiente, en el recreo que compartían, Underwood le pegó una trompada en el ojo izquierdo al futuro Bowie.

Fue al hospital una vez por semana durante cuatro meses y lo operaron dos veces. Pero no alcanzó. El daño que Underwood le hizo a su amigo cuando le rasguñó el globo ocular resultó permanente. Le dejó la pupila del ojo izquierdo dilatada para siempre. El ojo derecho quedó como estaba, ese azul verdoso parecido al agua cuando corre sin nada que la estanque. El ojo izquierdo fue condenado al negro perpetuo: la pupila dilatada se le impuso al iris y le dio a Bowie una dificultad permanente para determinar distancias y profundidades, pero también su rasgo físico más mágico y misterioso.

Bowie se ocupó, con la ropa, con las canciones que escribió, con los papeles que interpretó en el cine, con las múltiples identidades que apiló en su discografía, de dejar habilitada la posibilidad de que un mismo cuerpo fuera muchas cosas, y a veces pienso que esa es la cosa más importante que hizo.

Fue un expedicionario espacial, el Rey de los Duendes, un extraterrestre que viajó a la Tierra a ver cuál era la mejor vía para llevar agua a su planeta, un señor de traje, un pirata, el dueño del corte de pelo que las mujeres recortaban de las revistas para que les hicieran el mismo, un varón de tacos y plumas y cejas depiladas.

Mi teoría es que hubiera sido todo eso sin la piña que Underwood le pegó cuando eran dos adolescentes. Pero algo de su capacidad camaleónica, de no ser una cosa uniforme sino una transformación permanente, viene casi como advertido en esos dos ojos que no se parecen entre sí pero que, así juntitos, son el rasgo del que cualquier caricaturista se agarraría para empezar a resumir esa cara.

De eso quiero hablarle a George Underwood. Tengo una amiga que jura que, cuando se acuerda de ese instante, vuelve a sentir en la mano lo mismo que sintió cuando le cerró los ojos a su mamá recién muerta. 

¿Podrá sentir, sesenta años después, algo parecido a lo que le pasó en los nudillos cuando chocaron con el pómulo de su amigo? ¿Habrá rezado cuando David entraba en el quirófano para que intentaran corregirle esa anisocoria que le provocó de un solo sacudón? ¿Se habrá levantado a alguna mina o a algún tipo contándoles que gracias a él Bowie empezó a transitar el camino de “lo raro”? Es absolutamente incomprobable pero el mundo está lleno de chamuyos incomprobables.

Underwood y Bowie fueron amigos toda la vida. George se hizo pintor -en su sitio web hay todo un apartado dedicado a pinturas inspiradas en David- y diseñador gráfico. Fue el autor de las tapas de The Rise and Fall of Ziggy Stardust and the Spiders from Mars y de Hunky Dory, una de las portadas de toda esa discografía extensa y hermosa en la que más se lucen los ojos de Bowie.

El 10 de enero de 2016 abrí los ojos antes de que sonara el despertador. Tenía una notificación de The Guardian que avisaba que David Bowie estaba muerto. Ese día miré de nuevo la inauguración de los Juegos Olímpicos que se habían hecho en Londres en 2012. En la ceremonia desplegaron toda su industria nacional: The Beatles, Oasis, The Rolling Stones, Blur, Pink Floyd. La delegación inglesa entró al estadio con “Heroes”, de Bowie, porque no había -no hay- ninguna canción que pudiera hacer mejor el trabajo de motivarlos. En marzo, el mes de poner las cosas en movimiento, le escribí por primera vez a Underwood.

Pasaron seis marzos y George sólo me devuelve silencio. Pero tengo unas ganas de que me cuente todo sobre ese recreo furioso.

JR

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