Opinión

Descomprender

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“Te entiendo, a mí me pasa lo mismo” es una de esas frases habituales que escuchamos cuando estamos contando algo. Otra, en la misma línea, podría ser: “Es lo que yo haría en tu lugar”. Es habitual que cuando alguien habla sea escuchado exclusivamente desde la perspectiva del que lo escucha. No resulta nada sencillo salirse de sí para tratar de leer o de escuchar las coordenadas del otro que es, nada más y nada menos, otro. No resulta nada sencillo escuchar eso del otro, esa cosa del otro, ese asunto del otro con el que de ningún modo nos identificamos. No resulta nada sencillo y hasta puede ser imposible. El asunto es ¿qué tipo de relación se establece con la cosa del otro si solamente la podemos hacer pasar por el tamiz de la nuestra? ¿Cómo es que no podemos escuchar a alguien sin necesitar comprenderlo? Es cierto que a veces a uno lo calma que el otro lo entienda porque le pasó lo mismo, pero ese “lo mismo” nunca es lo mismo. Pero funciona de alivio establecer una especie de comunidad en un padecimiento y eso es de por sí calmante -los grupos de ayuda son eso, una especie de “acá a todos nos pasa lo mismo y la solución es para todos la misma”-. Pero sucede que muchas otras veces no nos calma nada que al otro le haya pasado lo mismo que a  nosotros, porque advertimos que en esa pretensión de establecer una mismidad se anulan las diferencias, se anula la singularidad; que se anula, en definitiva, la posibilidad de escucharnos a nosotros mismos desplegando un relato, inventándolo, construyéndolo un poco a tientas. A veces no queremos que nos entiendan, sólo queremos ser escuchados en eso que ni nosotros mismos entendemos del todo.

Escribe Claudia Masin: 

No te pido que comprendas, 

te pido que me escuches en silencio

cuando hablo, algunas noches, un idioma

que yo misma desconozco y que me aterra.

Otras veces sólo queremos hablar, no para entender, sino para desentendernos un poco, para desconocernos, para desasirnos un poco de lo que insiste. Si del otro lado solo hay identificación, se anula la diferencia e irrumpe un efecto de masa. Esa que tranquiliza ahí donde, como subraya Juan Ritvo, “lo que cada cual compromete en esta operación de pertenencia es lo puramente genérico, es decir, intercambiable: los miembros de una masa son intercambiables en la generalidad de sus prejuicios, sus valores, sus aspiraciones”. Las experiencias no son intercambiables del mismo modo en que no lo son las formas en que las cosas nos afectan, las formas en que nos tocan el cuerpo. Por eso nunca es lo mismo eso que creemos que es lo mismo. Hay una ilusión de mismidad que se establece en ocasiones para sentirse menos solos y eso es válido de por sí, pero no siempre el que padece quiere encontrarse con otros de su misma condición para aliviarse. A veces se trata de absolutamente lo contrario: el que padece quiere ser escuchado en su experiencia única e intransferible. Y esas veces son más difíciles de encontrar, es difícil encontrar espacios en los que no seamos comprendidos según el espejo del otro. Martín Kohan se refirió a eso mismo de esta manera: “la experiencia de desconocerse es en más de un sentido la opuesta a esa otra hoy tan en boga, la de establecer por necesidad que el otro se nos parece, que podemos y debemos ponernos en su lugar, convertirlo en una especie de proyección de nosotros mismos (la anulación del otro en tanto que otro, a cargo de la empatía)”. Porque en nombre de ser comprensivos no dejamos de arrasar con el otro poniéndole nuestras suposiciones, nuestras atribuciones, nuestras fantasías, enojándonos si no hace lo que nosotros haríamos. Creemos que el otro necesita lo que nosotros creemos que necesita, lo que nosotros necesitaríamos en su lugar. Y, muchas veces, sin ni siquiera haber escuchado del otro ningún pedido. ¿Por qué hay que pasar por uno para entender al otro? Porque eso es justamente la comprensión. Porque además suele haber un gesto de rechazo casi automático cuando no entendemos al otro.

El asunto es entonces si resulta soportable -en el sentido de hacer un soporte- acompañar a otro resistiéndose a entenderlo, aún en su incomprensibilidad, aún en su ilegibilidad, aún y sobre todo en eso en lo que el otro es diferente, en eso que jamás haríamos nosotros, en eso que jamás elegiríamos nosotros. “No le hagas al otro lo que no te gusta que te hagan a vos”, que bien podría ser el mantra de la comprensión, es creerse uno mismo la medida de todo. Tomar de veras en cuenta al otro sería no hacerle lo que al otro no le gusta que le hagan o, mejor aún, hacerle al otro lo que le gusta al otro.

El psicoanálisis con el que Jacques Lacan discutió y del que se diferenció radicalmente -el psicoanálisis post freudiano, ese que se aferra más que nada al self- sostiene que la empatía y la comprensión resultan fundamentales como modo de trabajo. En 1967 Lacan les habla a los psiquiatras que habían ido a escucharlo para “comprender mejor a sus pacientes” y les dice: “Esta comunidad de registro, ese algo que va a enraizarse en una especie de Einfühlung, de empatía, que haría que el otro se nos volviera transparente, a la manera ingenua en que nosotros nos creemos transparentes a nosotros mismos, aunque más no sea por el hecho de que, justamente, ¡el psicoanálisis consiste en descubrir que no somos transparentes a nosotros mismos!”, subrayando que no se trata de comprender, no se trata de ese registro de comprender mejor a los pacientes, sino todo lo contrario: “es más bien en la localización de la no-comprensión, por el hecho de que se disipa, se borra, se pulveriza el terreno de la falsa comprensión, que puede producirse algo que sea ventajoso en la experiencia analítica”. Unos años antes, en el inicio de su enseñanza, Lacan es taxativo: “una de las cosas que más debemos evitar es precisamente comprender demasiado […]. No es lo mismo interpretar que imaginar comprender. Es exactamente lo contrario. Incluso diría que las puertas de la comprensión analítica se abren en base a un cierto rechazo de la comprensión”. Dice “falsa comprensión” porque la comprensión supone que entre el yo y el otro no hay nada: que no hay fantasías, suposiciones, fantasmas, lenguaje: nada, nada de nada. Se pretende que el otro nos sea transparente y absolutamente escrutable del mismo modo en que el sí mismo se supone transparente y escrutable. Por eso Lacan sugiere que “es preferible advertir a quienquiera que fuese que no debe creer demasiado en aquello que puede comprender”.

De eso se trata más que nada la abstención del analista: un analista se abstiene de compartir una comunidad de sentido, un sentido común con el paciente: se abstiene de comprenderlo. Eso no significa, por supuesto, una posición cínica de su parte. Se trata, más bien, de precisar el mejor modo de no hacer un “nosotros” con el paciente, para así propiciar un espacio en donde lo familiar pueda empezar a hacerse un poco extraño, en donde se pueda albergar la diferencia y en esa diferencia, poder leer algo que antes no se sabía. Un analista no comprende, no se pone en el lugar del otro, no apela a un lugar común. Porque ponerse en el lugar del otro no sólo es imposible, sino que si fuera posible, sería a condición de sacar al otro de ahí. Porque no hay dos lugares, sino uno solo. No podemos entrar los dos en los zapatos de uno. Tratar de no entender no significa entonces desentenderse, ser desaprensivos, despreocuparse, no cuidar, sino todo lo contrario: no entender para, justamente, poder leer y suscitar una marca inédita aun en eso que se repite ineluctablemente.

Del mismo modo en que un analista no intenta comprender al paciente -para no hacer una masa de dos-, lo que un análisis produce está en las antípodas del “conócete a ti mismo”. Un psicoanálisis propicia el espacio para desconocerse un poco, para salirse de esa mismidad que insiste, que vuelve, que pasa siempre de la misma manera. Ese espacio sólo podrá ser inaugurado y transitado si ahí, analista y analizante, pueden soportar no estar en lo mismo, si soportan la inestabilidad, la inquietud de una escena, frágil, en la que se trata de desentenderse de una mismidad que paraliza y que impide, que inhibe y que apremia. Quizás no se trate tanto de no comprender, sino de deshacer la comprensión, de deshacer la pretensión de que comprendemos.

César Aira escribe:

“«Te comprendo. ¿Quién soy yo para criticarte?», dice el bien pensante. Si pensara mejor todavía diría: «Te critico. ¿Quién soy yo para comprenderte?». En efecto, me parece que comprender, efectuar una aprehensión intelectual, es más presuntuoso, más paternalista, más intrusivo, que arriesgar una crítica. La crítica tiene una humildad, en tanto arriesga, desnuda y pone al descubierto, a la intemperie, el entramado intelectual que sostiene el yo del crítico”.