La falsa hija de un magnate que engañó a los bancos más poderosos de Estados Unidos: ocho pianos de cola, lujo y estafa millonaria

Theodore Roosevelt levantó su mano derecha y puso la izquierda sobre la Biblia. El presidente McKinley estaba muerto por la bala de un asesino y de esta manera Roosevelt se convertiría en presidente, el presidente más joven de todos, con apenas 41 años. En ese día perfecto y soleado en Washington muy pocos sabían que en la otra punta del país, en Cleveland, Ohio, otra jura estaba teniendo lugar. La gente prometía decir la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad”, describe el escritor e investigador estadounidense William Hazelgrove en su atrapante libro Greed in the Gilded Age. The Brilliant Con of Cassie Chadwick (Rowman & Littlefield, 2021, todavía sin traducción al español).

Es marzo de 1905 y en los Estados Unidos todo es conmoción. Un presidente nuevo que asume, un caso policial y judicial que atrapa por lo insólito, por los millones de dólares que están en juego y por los personajes: una mujer que dice llamarse Cassie Chadwick, el magnate del acero Andrew Carnegie, los representantes de los bancos más poderosos del país.

Los diarios de la época –siempre con pompa: no hay prensa sin hipérbole– hablan en sus títulos catástrofe del Juicio del Siglo. Un siglo que recién está empezando, con los coletazos de una época que sería descripta como la Gilded Age o la Edad Dorada, es decir, el período después de la guerra de Secesión y de la llamada Reconstrucción estadounidense, entre las décadas de 1870 y 1890, cuando el país conoció una expansión económica, industrial y demográfica sin precedentes y también grandes conflictos sociales y económicos derivados de las desigualdades. Lo hizo Mark Twain en The Gilded Age: A Tale of Today, tal como apunta Hazelgrove: “En colaboración con el periodista Charles Dudley Warner, Twain expuso su tesis. ‘Fue una época de robber barons (N. de la R: un término despectivo para referirse a los grandes industriales y capitalistas que se llenaban de dinero por entonces), (...) de una riqueza obscena exhibida sin escrúpulos y con total indiferencia por cómo vivía ‘la otra mitad’ (de la población)'”.  

Fue en esos días de extensiones ferroviarias infinitas y maquinaria industrial a todo vapor (a costa de condiciones laborales precarias, claro, y todo tipo de insalubridades); de fiestas interminables y gastos despampanantes; de dinero multiplicándose y sueño americano radiante (“nunca en la historia de la república hubo tantos hombres ricos”, apuntó el New York Times en un artículo de 1882) , que una joven nacida en Canadá decidió, como miles, mudarse a esas tierras que prometían lo que ella no podía tener

En el Juicio del Siglo, al que Cassie Chadwick se presentó con la vista bien en alto mientras la observaban con sorpresa los miembros del tribunal, el potentado Carnegie –inmigrante y tan ambicioso como la acusada– y decenas de periodistas y fotógrafos, se recapitularía su historia: el nombre que había elegido su familia para ella era Elizabeth Bigley, había nacido en 1857, en una pequeña localidad cerca de Woodstock, Ontario.

“Tenía varios hermanos y unos padres pobres que no sabían leer. Padecía problemas de oído, seseaba y tenía la extraña costumbre de quedarse mirando al vacío durante horas. Carecía de dote, de herencia y de esperanzas con respecto al futuro. Pero era inteligente, a su peculiar manera. Tenía agallas. Y aunque no era mucho menos una belleza, tenía un rasgo físico que la gente comentaría durante décadas: sus ojos parecía poseer un extraño poder”, describió la periodista estadounidense Tori Telfer en su libro Maestras del engaño. Estafadoras, timadoras y embaucadoras de la historia (Impedimenta, 2021).

PRIMEROS AÑOS

Integrante de una familia de granjeros sin recursos para la vida que anhelaba, Elizabeth – apodada Betty o Betsy en ese tiempo– empezó de muy chica a pergeñar métodos para obtener dinero rápido y fácil. Según contaría una de sus hermanas años después en entrevistas, “había estado poseída por una obsesión desde la infancia: la de adquirir una gran fortuna muy rápido”.

A los 14 años, y con la temprana convicción de que un documento que luciera lo suficientemente oficial era la llave para convencer a quienes ella quisiera, se procuró los elementos para falsificar una carta. El papel mecanografiado la señalaba a ella, en nombre de unos supuestos abogados británicos, como única heredera de una fortuna que le dejaba un tío que vivía en Inglaterra. Tan convincente parecía todo, que hasta sus padres y hermanos se lo creyeron. Con ese documento promisorio, él único respaldo que le exigieron, la joven abrió su primera cuenta bancaria y empezó a entregar cheques y pagarés para comprar objetos que deseaba con locura. Compró ropa, compró muebles, compró también un órgano (el primero de una lista extravagante de instrumentos, el que marcaría un camino que la llevó años después a adquirir ocho pianos de cola para regalar). La estafa, en un lugar tan pequeño como aquel pueblo canadiense, se descubrió rápido. Después de un trámite rápido, un juez condenó a la adolescente por falsificación. Sin embargo no pasó por la cárcel, porque el magistrado la consideró “insana” y la dejó al cuidado de su madre.

Cuando unos años después la joven se enteró de que su hermana Alice había emigrado a los Estados Unidos y allí se había casado con un hombre de Cleveland, Ohio, no lo dudó y se escapó de inmediato a vivir con ellos. “Necesitaba un país obsesionado con hacer las cosas a lo grande (...) un país donde el límite entre los sueños y los fraudes se difuminara de forma constante y maravillosa”, como describió Telfer en su libro.

LAS MIL VIDAS DE “LA DUQUESA DEL CRIMEN”

Instalada en los Estados Unidos, la estadía junto a su hermana y su cuñado en Cleveland duró poco. Durante un largo viaje de vacaciones de la pareja, la impostora decidió hipotecar los muebles de la casa. Decía que se llamaba Alice M. Bestedo, los dejaba en casas de empeño y obtenía algo de dinero con velocidad. Pero luego tomaba préstamos para comprar otros objetos para seguir dejando material en consignación y así se llenó de deudas. Al volver y descubrir sus movimientos, Alice y su esposo la echaron.

Vivió de pensión en pensión, trabajó como clarividente y se hizo llamar por entonces Madame Lydia DeVere. A sus clientes y a quienes iba conociendo les decía que era viuda y les contaba una historia para que le tuvieran lástima. No tardó mucho tiempo hasta que encontró otra víctima de sus engaños, el médico Wallace S. Springsteen, a quien le dijo que estaba esperando la resolución de una herencia por la que se haría rica. Se casaron a finales de 1883 y la noticia del enlace salió, con la fotografía de los novios sonrientes, en un diario local. Dos semanas después de la boda, Springsteen descubrió todas las mentiras de su esposa: distintas personas que habían sido estafadas por la mujer aparecieron por su casa para cobrarse viejas deudas. Se divorciaron por pedido de él.

Imparable y siempre con la ambición de obtener más dinero, Chadwick volvió a abrir una suerte de consultorio de clarividencia y adivinación en Cleveland. Eligió como nombre Madame Marie LaRose. Volvió a casarse, esta vez con un granjero, con quien vivió alrededor de cuatro años en una casa de campo hasta que el hombre le pidió el divorcio también.

En 1889 la mujer fue arrestada por falsificación de documentos oficiales y fraude. A diferencia de la vez anterior, fue enviada a una prisión en Toledo, Ohio, con una condena de nueve años. Pero al cumplir la mitad de ese tiempo, le otorgaron la libertad condicional y volvió a Cleveland, donde se hizo llamar Cassie Hoover. Durante un período regenteó burdeles y trató de trazar un mapa de los hombres con mayores fortunas de la región. Así conoció a su tercer esposo, Leroy Chadwick, de quien tomaría su nombre definitivo.

Chadwick era un personaje adinerado que pertenecía a la élite de Cleveland. Cuando empezó a mostrar a Cassie en sociedad, fueron varios los hombres y mujeres de su círculo que sospecharon de ella: nadie conocía su pasado, nadie entendía con claridad de dónde venía ni la tenía en el radar entre las familias acomodadas de la zona. Frente a esta resistencia con la mujer que amaba, Chadwick optó por cerrarse y tomar distancia de ellos, mientras Cassie empezaba una nueva etapa. Ahora con dinero propio del matrimonio, gastaba en la ropa más lujosa, en pieles, en vajilla de plata, en relojes exóticos, en muebles y todo tipo de objetos estrafalarios. Los comerciantes de Cleveland la adoraban: cuando la veían entrar por la puerta de sus locales, sabían que gastaría cientos de dólares en pocos minutos.

“Cassie era tan radical en su forma de ser generosa como en su forma de consumir. Si la alta sociedad de Cleveland no estaba dispuesta a aceptarla, ella se abriría paso hacia sus corazones a golpe de talonario. Así encargó ocho pianos de cola e hizo que se los entregaran a ocho de sus amigas. En otra ocasión, invitó a Europa a doce chicas jóvenes de las mejores familias, pagándoles todo el viaje y ofreciéndoles siempre lo más exquisito que hubiera”, detalla Telfer en su libro.

Pese a estar casada y feliz con ese hombre rico y que podía disponer del dinero con soltura, Cassie quería más. Entonces retomó la práctica de su juventud y volvió a estafar a banqueros. Ahora iba por los más poderosos de los Estados Unidos con una estrategia que se repetía: llegaba a una sucursal con sus vestidos importados desde París, le contaba a algún empleado que se había excedido con la chequera de su marido en algunos gastos y pedía un préstamo. A cambio de ese pequeño pedido, le daba al bancario de turno alguna gratificación, al tiempo que exhibía papeles falsos con aspecto oficial: pagarés, bonos, cartas y certificados. Con ellos Cassie daba a entender que tenía un respaldo, activos y poder para saldar en poco las deudas. Llegó incluso a mostrar documentos falsos de una supuesta herencia que venía en camino.

El punto más alto de sus imposturas llegó cuando Cassie decidió empezar a contar, siempre entre susurros, siempre con un halo de misterio, que ella era en realidad hija ilegítima de uno de los empresarios más poderosos de la época: el magnate del acero Andrew Carnegie. Un personaje famoso de la época, venerado por su fortuna y por la forma en la que la había amasado después de una infancia de penurias entre inmigrantes escoceses que habían llegado a los Estados Unidos con lo puesto.

Con una serie de documentos falsos de un supuesto fideicomiso que le dejaría una fortuna en poco tiempo a Cassie, la mujer se siguió presentando en las ventanillas de distintos bancos. Al exhibir los papeles y al escuchar por lo bajo el apellido Carnegie, nadie dudaba y de inmediato conseguía los préstamos que pedía. Los trucos incluían también encuentros por fuera de las entidades, con banqueros y prestamistas, a quienes Cassie pasaba a buscar en carruajes suntuosos con los que quedaban impactados.

Mientras tanto seguía llevando una vida de lujo en Cleveland. La mansión que compartía con su esposo, en la avenida Euclid, estaba ubicada en las cuadras que todo el mundo conocía como “la Fila de los Millonarios”. Además de las compras para ella y sus amigas, Cassie era generosa también con los empleados de la casa y solía hacerles grandes regalos. También hacía donaciones a instituciones locales y llegó a dejar su aporte al movimiento sufragista por el derecho al voto femenino. Muchos banqueros eran invitados al lugar y al ver el despliegue de bienes, joyas y ornamentación no tenían dudas de la solidez de la fortuna de Cassie y de sus perspectivas cuando finalmente heredara al magnate del acero.

En una ocasión, ante un banquero insistente que quería algo del dinero que le había prestado a la impostora, ella contrató a un actor para que hiciera de representante de Carnegie y lo tranquilizara. Aunque se trata de números incalculables hoy, se estipula que para 1904 las deudas de la mujer superaban el millón y medio de dólares, por entonces una suma impactante

La burbuja de estafas y fraudes se pinchó finalmente en 1904. Un hombre de negocios llamado Herbert B. Newton la demandó ese año. Estaba furioso, decía que Cassie le debía más de 200 mil dólares.

La alta sociedad de Cleveland empezó a crujir: aquella mujer de las fiestas fastuosas, de los viajes regalados y de los muebles de lujo no era quien había dicho que era. Para entonces su esposo se había ido a vivir a Bélgica. Ella fue detenida en Nueva York. La policía la encontró en la cama, con una bata de encaje blanco. La escucharon decir que no entendía por qué la arrestaban, que no tenía nada que ver con los delitos por los que la acusaban.

Un personaje que había llegado a engañar a gente tan poderosa, llamó la atención del país. Se convirtió, para los medios, en “La Bruja de las Finanzas”, “La Duquesa del Crimen”, “la mayor estafadora bancaria de los Estados Unidos”. No faltó quien admirara sus agallas, su ímpetu, su ambición.

Cuando finalmente llegó el llamado Juicio del Siglo, la mujer enfrentó cargos por defraudación al Estado, por falsificaciones, por estafas a un banco federal. Las familias adineradas de Cleveland no quisieron perderse aquellas audiencias. El propio Carnegie, que además fue citado para declarar y aseguró que no tenía nada que ver con la estafadora, fue inmortalizado en una de esas jornadas por decenas de fotógrafos.

Con una sentencia a catorce años, Chadwick fue enviada a una prisión federal de Ohio en 1906. Pocos meses después su salud empezó a deteriorarse y murió el día de su cumpleaños, el 10 de octubre de 1907. Tenía 50 años.

Hito de aquella época dorada, la enorme mansión de los Chadwick se convirtió, por años, en una atracción turística de Cleveland hasta que fue demolida en la década del ‘20. Un siglo después, a mediados de 2020, se anunció el rodaje de una película que contaría la historia de Cassie y de aquellos años de ambición, de dinero fácil y de engaños. Pero la producción quedó demorada por la pandemia y todavía no tiene fecha de lanzamiento.

AL/MG