Fantasmas en escena
Biopolítica, terrorismo de Estado y espectralidad
A lo largo de cuatro décadas, diversos actores –sobrevivientes, familiares de desaparecidos, organismos de derechos humanos, agencias estatales, investigadores, tribunales– han forjado un vasto conocimiento empírico y teórico sobre las desapariciones en Argentina, que mayoritariamente se traduce en los términos de la narrativa humanitaria, con su fuerte impronta juridicista. Las declaraciones y convenciones de derechos humanos proveen definiciones abstractas de apariencia ahistórica, que se presentan como válidas en los más diversos contextos. Allí radica parte importante de su potencial como herramienta de resistencia ante los poderes autoritarios. Sin embargo, como advirtió Alejandro Kaufman para el caso argentino,
[e]sa resistencia fue efectiva en muchos sentidos, pero el discurso que produjo ha de ser objeto de escrutinio. No es una descripción de lo real ni un relato de memoria. No puede renunciar a su carácter instrumental. Defiende un orden ilusorio, y pierde eficacia por eso mismo (37-38).
La conceptualización humanitaria de la desaparición prescinde de una memoria de los proyectos emancipadores arrasados por el terror de Estado y reintegra de un modo cuanto menos problemático a las víctimas en un orden jurídico impugnado por ellas, tal como señala Kaufman (41). La narrativa humanitaria vacía a la desaparición de su dimensión política, la aísla de los conflictos que la precedieron y le dan sentido, mientras que las víctimas son presentadas no como sujetos sino como objeto de los actos (terribles) de otros.
Giorgio Agamben (2002) reflexiona acerca de los derechos humanos y su relación con la biopolítica, para lo cual retoma las observaciones que realizara Hannah Arendt sobre los límites del humanitarismo frente a la figura de los refugiados, privados del derecho de ciudadanía. Agamben señala que las declaraciones de los derechos del hombre aparecen históricamente al mismo tiempo que el poder soberano politiza la “nuda vida”, y se pregunta si la propia denominación “Déclaration des droits de l’homme et du citoyen” hace de algún modo referencia a dos esferas autónomas, correspondientes a los dominios de zõé (nuda vida o vida natural) y bíos (vida calificada del ciudadano) (147). Concluye que
[l]a separación entre lo humanitario y lo político […] es la fase extrema de la escisión entre los derechos del hombre y los derechos del ciudadano. Las organizaciones humanitarias, que hoy flanquean de manera creciente a las organizaciones supranacionales, no pueden empero, comprender en última instancia la vida humana más que en la figura de la nuda vida o de la vida sagrada y por eso mismo mantienen, a pesar suyo, una secreta solidaridad con las fuerzas a las que tendrían que combatir (155).
¿Cómo y desde qué otra perspectiva puede ponerse en cuestión esta narrativa humanitaria que pese a todo proveyó, y sigue proveyendo, de herramientas eficaces de resistencia frente a las desapariciones? Estela Schindel (2012) parte de los conceptos de Agamben y Michel Foucault para analizar las desapariciones en Argentina en clave biopolítica, trabajo que retomaremos en este capítulo para profundizar en la dimensión espectral de esta biopolítica desaparecedora.
Foucault acuñó la noción de “biopolítica” para referirse a una tecnología específica del poder, que rebasa la aplicación de técnicas “anatomopolíticas”, sin prescindir de ellas. Si las técnicas anatomopolíticas se descargan a nivel del cuerpo del individuo, con un propósito disciplinario, la biopolítica supone un ejercicio de poder masificador que se dirige no ya al “hombre/cuerpo” sino al “hombre-especie” (2014: 220), al nivel de la población, considerada como problema político y en consecuencia objeto de regularización y normalización. En esta línea, Schindel afirma para el caso argentino: “La dictadura no fue sólo un régimen represivo, destinado a perseguir, prohibir y censurar. Se trató de un proyecto dotado también de positividad, que se propuso modelar, reconstruir, reorganizar la sociedad argentina” (2012: 301; resaltado en el original).
La biopolítica no excluye la anatomopolítica, sino que “la engloba, la integra, la modifica parcialmente y, sobre todo, […] la [utiliza] implantándose en cierto modo en ella, incrustándose, efectivamente, gracias a esta técnica disciplinaria nueva” (Foucault 2014: 219). Mientras la anatomopolítica se corresponde con el antiguo derecho de soberanía de “hacer morir o dejar vivir” (218), la tecnología del biopoder se arroga el dominio no sobre la muerte sino sobre la vida, un “hacer vivir o dejar morir” (223). ¿En qué términos puede el biopoder continuar arrogándose el derecho soberano de matar? Por medio de la inscripción del racismo en los mecanismos del Estado, a través de la distinción y jerarquización de grupos al interior de la población y el establecimiento de una relación positiva entre la muerte del otro considerado inferior y la proliferación de la especie (230-231). En palabras de Schindel, “el terrorismo de Estado se inscribió en un proyecto biopolítico que establece la necesidad de matar para (otros) vivir. […] Se mata legítimamente a quienes significan una especie de ‘peligro biológico’ para los demás” (2012: 301, 303; resaltado en el original). Este “peligro”, objeto del racismo estatal, estuvo representado durante el PRN por la figura imprecisa, o al decir de Schindel, viscosa, “deliberadamente abierta” (67) del subversivo. Como nos recuerda la autora,
la condición de subversivo no estaba necesariamente vinculada a la pertenencia a organizaciones armadas sino que implicaba a todo lo que estuviera vagamente a favor del cambio social. […] El subversivo podía actuar en forma solapada en todos los planos de la vida social. La noción del “enemigo interior” de la Doctrina de la Seguridad Nacional empalma perfectamente con esta definición amplia y vaga de la “subversión”: como el judío del arquetipo antisemita, se presenta en términos de viscosidad, es un enemigo de localización ubicua pero incierta (ibid., resaltado en el original).
Asimismo, Schindel recurre a los conceptos de Agamben de “nuda vida” y “homo sacer” para pensar la figura del desaparecido. El desaparecido encarna una de las formas modernas de aquel “hombre sagrado” al que, según una antigua figura jurídica romana, se podía dar muerte sin que esto constituyera un homicidio, pero cuya muerte no podía ser parte de un ritual. Al homo sacer se le des-aplica la soberanía, quedando por fuera del orden legal y a merced de cualquiera que le dé muerte, y al mismo tiempo a su muerte se le niega cualquier conexión con lo divino. En este sentido, es llamativo que el PRN se esforzara por diseñar un entramado jurídico que le permitiera juzgar a los “subversivos” ante consejos de guerra y condenarlos a la pena capital… y que jamás lo utilizara (Schindel 2012: 181).
La singularidad de esta biopolítica desaparecedora residió en la des-aplicación de la soberanía a un conjunto significativo de la población, previamente categorizado desde el poder como “la subversión”. Los “subversivos” fueron sustraídos de la vida social, torturados y asesinados en la clandestinidad y se dispuso de sus restos de manera anónima y deshonrosa. Esto se complementó con otra tecnología específica aplicada sobre las mujeres embarazadas y su descendencia, que consistió en la segregación de los hijos y la alteración de los sistemas de parentesco. Sin embargo, el estatus biopolítico de la práctica desaparecedora no está dado sólo por el hecho de que estas particulares disposiciones sobre mortalidad, natalidad y linaje se aplicaran sobre un conjunto poblacional en base a una justificación de tipo racista. Tiene un alcance más amplio, al nivel de la regularización y normalización de toda la población por medio del terror y la persistencia de los efectos siniestros que provoca la desaparición.
En este punto es pertinente volver a revisar la noción de “terrorismo de Estado”, no sólo para articularla con el concepto de biopolítica sino también para recuperar la dimensión fantástica de la desaparición. La noción del fantástico, o lo fantástico, que proviene de la literatura y cuya figura emblemática es el espectro, comparte rasgos estructurales con una biopolítica de la desaparición: ambos se proponen alcanzar a su destinatario por medio de la producción de incertidumbre, ansiedad y terror. Recordemos la clásica definición de Tzvetan Todorov, para quien el fantástico es un género “evanescente”, situado en un momento de vacilación entre otros géneros. “En un mundo que es el nuestro, el que conocemos […] se produce un acontecimiento imposible de explicar por las leyes de ese mismo mundo familiar […] Lo fantástico ocupa el tiempo de esta incertidumbre” (2003: 24). De acuerdo con Michael Taussig: “Lo que distingue a las culturas del terror es que el problema epistemológico, ontológico y, por lo demás, filosófico, de la representación […] se convierte en un poderoso medio de dominación.” (492). No intento sugerir que los militares argentinos se inspiraran en el fantástico literario ni que hayan descubierto las analogías estructurales entre el terror como experiencia estética y el terror como forma de dominación política. Pero nosotros sí podemos analizar esos rasgos en común para alcanzar una mejor comprensión de la naturaleza terrorista del PRN.
Calveiro (2012: 76) retoma la definición de terrorismo de Alex P. Schmid como proceso comunicativo basado en el terror:
“El terrorismo es un método de acción violenta repetida para inspirar ansiedad, empleado por actores (semi) clandestinos individuales, grupales o estatales, por razones idiosincráticas, criminales o polítirar ansiedad, empleado por actores (semi) clandestinos individuales, cas, en el cual –por contraste con el asesinato– el objetivo directo de la violencia no es el blanco principal. Las víctimas humanas inmediatas de la violencia generalmente son elegidas al azar (blancos de oportunidad) o selectivamente (blancos representativos o simbólicos) de una población objetivo, y sirven como generadoras de mensajes. Los procesos comunicativos basados en la amenaza y la violencia entre (organizaciones) terroristas, (posibles) víctimas y blancos principales se usan para manipular al blanco principal (audiencia[s]), convirtiéndolo en blanco de terror, blanco de demandas o blanco de atención, dependiendo si se busca en primer lugar la intimidación, la coerción o la propaganda”-
En su propia acepción del término “terrorismo”, Calveiro destaca además el carácter masivo e indiscriminado de la violencia contra una sociedad o parte de la misma, así como el uso del “terror como mecanismo de control e inmovilización social” (2012: 83). Debido a esto último,
el terrorismo es un instrumento privilegiado de los poderes totales y autoritarios. Se manifiesta en ellos como terrorismo de Estado y ha sido ampliamente utilizado a lo largo del siglo XX. Incluso es posible afirmar que la mayor cantidad de víctimas del terrorismo proviene de esta modalidad dados los enormes recursos represivos con los que cuenta el aparato estatal (83, resaltado en el original).
En una biopolítica desaparecedora como la llevada a cabo en Argentina, los “blancos directos” no son elegidos al azar sino, en su gran mayoría, por su militancia política, social o sindical; sin embargo, existieron también lo que Calveiro denomina “víctimas casuales”:
[A]unque [este] grupo […] fuera minoritario en términos numéricos, desempeñaba un papel importante en la diseminación del terror tanto dentro del campo como fuera de él. Eran la prueba irrefutable de la arbitrariedad del sistema y de su verdadera omnipotencia. Es que además del objetivo político de exterminio de una fuerza de oposición, los militares buscaban la demostración de un poder absoluto, capaz de decidir sobre la vida y la muerte, de arraigar la certeza de que esta decisión es una función legítima del poder (1998: 45).
En otras palabras, y retomando la definición de Schmid, la inclusión de víctimas casuales entre los “blancos directos” del accionar desaparecedor del Estado, atestigua plenamente su carácter terrorista. En la inclusión de esos “blancos al azar” junto con los “blancos selectivos”, se da el pasaje de una técnica de disciplinamiento sobre los cuerpos a una técnica de normalización de la población toda, que constituye el “blanco principal”. Esta biopolítica de la desaparición genera en lo inmediato el terror y la parálisis: si también desaparecen “inocentes”, nadie está a salvo.
Pero la particularidad de una biopolítica desaparecedora tampoco se agota en su carácter terrorista. Mejor dicho, habría que interrogar lo específico de este carácter terrorista. ¿Cuál es el mensaje impreso sobre el cuerpo de los blancos directos (los ausentados y los que aparecen ejecutados) pero dirigido al blanco principal? Se trata del derecho de vida y muerte del Estado, que no es sólo el de tomar la vida (ciertas vidas, en este caso la de los subversivos) para defender la vida (“occidental y cristiana”, según la ideología integrista católica del PRN). La novedad de la desaparición es la reducción a la espectralidad de esas vidas calificadas como amenazantes para el conjunto. El biopoder modela una nueva forma de existencia, un nuevo estado que no es la vida ni la muerte, sino algo entre ambas, en el límite entre vida y muerte: lo espectral (Derrida 1997: 23). Parafraseando a Foucault, la desaparición hace vivir (como espectros) sin dejar morir. Como respondiera Videla ante una pregunta de la prensa, en el año 1979, el desaparecido “es una incógnita, es un desaparecido, no tiene entidad, no está ni muerto ni vivo, está desaparecido” (“Videla y su histórica explicación sobre los desaparecidos”). Así permanecen los desaparecidos desde entonces, suspendidos en este tercer estado, materialmente ausentes pero omnipresentes en la vida social y política del país. Este tercer estado de existencia promovido por la biopolítica desaparecedora del PRN incluso ha debido plasmarse en el ordenamiento jurídico argentino, para hacer posible la gestión de asuntos relativos al estado civil y el patrimonio: la ley 24.321 establece la figura del “ausente por desaparición forzada” e introduce así legalmente esta tercera posibilidad.
Al considerar al terrorismo de Estado como proceso comunicativo que por medio de la espectralización de parte de la población tiende a la normalización del conjunto, resalta la pertinencia de atender a la dimensión fantástica de esa biopolítica terrorista con las herramientas que provee la crítica literaria. Por eso proponemos un abordaje de la desaparición y de la dramaturgia que da cuenta de la misma, a partir de los llamados “estudios de la espectralidad”, donde confluyen reflexiones provenientes de distintas disciplinas, no sólo la crítica literaria, sino también la filosofía, la sociología, la antropología y el psicoanálisis. En su análisis de la novela Como en la guerra, de Luisa Valenzuela, Avery Gordon define la desaparición como
“Un procedimiento promovido por el Estado para producir fantasmas que hostiguen angustiosamente a la población hasta someterla […]. Está […] específicamente diseñada para quebrantar las distinciones entre visibilidad e invisibilidad, certeza y duda, vida y muerte que normalmente utilizamos para sostener en curso una existencia más o menos confiable. La desaparición tiene por objetivo el haunting en sí mismo, apunta precisamente a ese estado de vulnerabilidad, y tamentre visibilidad e invisibilidad, certeza y duda, vida y muerte que bién de alerta, ante la precariedad del orden social”.
La producción estatal de espectros puede pensarse así como lo distintivo, lo singular, de una biopolítica de la desaparición. Es, ciertamente, una de las formas de ejercicio del poder que puede adoptar un régimen político que apunta a la dominación por medio del terror, pero sus efectos son más duraderos, en tanto los fantasmas de aquellos que ya no están ni vivos ni muertos se instalan indefinidamente en la vida social. De acuerdo con Pilar Calveiro, el terror “[p]roduce un shock paralizante, confunde y desorienta, pero, como sabe que ese efecto es pasajero, opera con velocidad para arrasar, arrebatar, exterminar, mientras su víctima está privada de respuesta” (2012: 83, resaltado en el original). Pasado el terror, se instaura lo siniestro, entendido en sentido freudiano, como lo “espantoso que afecta a las cosas más conocidas y familiares desde tiempo atrás” (Freud 1981b: 2484).
La noción de haunting que desarrolla Gordon presenta similitudes con la hantologie (o fantología) derrideana. Haunting refiere a la acción del fantasma; el verbo to haunt podría traducirse como penar, aparecer, rondar, perseguir, obsesionar, acechar, asediar. Mientras que para Derrida, hanter (que en la edición en español de su obra se traduce como “asediar”) es el modo de habitar del espectro, “habitar sin propiamente habitar” (1995: 32). Para ambos autores, lo espectral refiere no sólo al fantasma como objeto (legítimo) de estudio, sino también al modo de conocerlo. Como afirma Derrida, el espectro
[e]s algo que, justamente, no se sabe, y no se sabe si precisamente es, si existe, si responde a algún nombre y corresponde a alguna esencia. No se sabe: no por ignorancia, sino porque ese no-objeto, ese presente no presente, ese ser-ahí de un ausente o de un desaparecido no depende ya del saber. Al menos no de lo que se cree saber bajo el nombre del saber. No se sabe si está vivo o muerto (1995: 20, resaltado en el original).
La dimensión espectral de la desaparición no se deja conocer más que como haunting, más que como asedio de lo “innombrable”, de esa Cosa que “nos mira y nos ve no verla incluso cuando está ahí” (Derrida 1995: 20-21). El haunting trabaja en sentido inverso a la memoria colectiva, entendida como ejercicio voluntario y consciente del recuerdo. La memoria va en busca del pasado en función de las necesidades políticas del presente, mientras que la espectralidad irrumpe desde el pasado en el presente para señar un estado de cosas injusto y reclamar que se haga algo al respecto. Se presenta como aparición, se aparece tal como se aparece el fantasma, o mejor dicho reaparece, porque siempre se trata de un retorno. Retorno de lo reprimido, lo excluido, lo invisibilizado, que se manifiesta como un reconocimiento de la paradójica existencia de lo espectral como dimensión de la vida. El espectro no es un objeto al que ahora podamos prestar atención desde la perspectiva de un nuevo campo de estudios como cualquier otro, en este caso los estudios sobre la espectralidad. Por el contrario, el de espectro es un “concepto sin concepto” (Derrida 1997: 23), por eso la hantologie derrideana se plantea en oposición a la ontología. ¿Cómo abordar entonces al fantasma? Para Gordon, la respuesta es del orden de lo fenomenológico:
“En estos casos, el haunting solo se puede experimentar, confirmando en una experiencia tal la naturaleza de la cosa misma: una desaparición es real solo cuando es aparicional. Una desaparición solo es real cuando es aparicional porque el fantasma o la aparición es la forma principal por medio de la cual algo perdido o invisible o que aparentemente no está allí, se da a conocer o se nos hace aparente. El fantasma se nos da a conocer a través del haunting y nos arrastra afectivamente hacia una estructura de sentimientos de una realidad que llegamos a experimentar como un reconocimiento. El reconocimiento espectral (haunting recognition) es una forma especial de saber lo que pasó o pasa”.
Ya Derrida había afirmado que la visita del espectro, su frecuentación, es acontecimiento. “El espectro […] es la frecuencia de cierta visibilidad. Pero la visibilidad de lo invisible” (1995: 117, resaltado en el original). Esta perspectiva resulta complementaria de la noción de desaparición como biopolítica terrorista: el mensaje grabado en los cuerpos torturados, masacrados y escamoteados de los blancos directos alcanza a toda la población por medio de la aparición o el haunting. Es el modo de darse a conocer de un fenómeno que se funda en una dinámica compleja y contradictoria entre lo negado y lo exhibido. Como afirma Calveiro,
es preciso mostrar una fracción de lo que permanece oculto para diseminar el terror. […] El auténtico secreto, el verdadero desconocimiento tendría un efecto de pasividad ingenua pero nunca la parálisis y el anonadamiento engendrados por el terror. Aterroriza lo que se sabe a medias, lo que entraña un secreto que no se puede develar (1998: 44, 147).
Fantasmas en escena fue publicado por Paidós.
El 23 de marzo a las 19 hay una nueva presentación del libro en el Cultural Morán
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