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Una distracción

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Camila González

23 de agosto de 2025 00:02 h

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Empezaba cuarto grado y por un destino gordo y apurado, fui la primera a la que le empezaron a salir tetas. Dolían y me costaba hacer las cosas que todas mis compañeras hacían. Mi cuerpo empezaba a sobresalir. Ya no era la deformidad de una niña creciendo. Era una gorda. Cambiaba más rápido que todas mis amigas. Las caderas se me ensanchaban y la grasa de mi cuerpo empezaba a tener olores raros que no podía combatir solamente con duchas largas.

El verano había terminado y volvíamos a clase. Un poco con la emoción de encontrarnos con los amigos que solo veíamos en la escuela, otro poco con la decepción de que esa emoción duraba poco. Cristina Medallero era nuestra nueva maestra de matemática y ciencias naturales. Así se presentó, escribiendo su nombre en el pizarrón mientras sus uñas largas pintadas de negro rozaban la madera y nos hacía retorcer en nuestras sillas blancas sin quejarnos.

Nos sentó mujeres con varones porque las maestras creían que entre nosotros no hablábamos. A mí me había tocado con Felipe Juárez, que no era el más lindo del grado pero sí el más bueno. Compartía los sanguches y los alfajores aunque no hubiera desayunado y no le gustaba tirarles pelotazos a las chicas. Las maestras lo detestaban porque nunca hacía la tarea, se sacaba malas notas, tenía muchos errores de ortografía, era muy desprolijo y nunca se le entendía la letra. A mí me gustaba que dibujara los márgenes de las hojas siempre con los mismos personajes: un pato con sombrero y un hombrecito con barba. “Un día vi una foto de mi papá y era así” me dijo la primera vez que lo dibujó.

Cuando me senté en mi banco, Felipe se me acercó. Tenía mal aliento pero no me importó porque sus ojos azules parecían más grandes a la mañana:

—Hay olor a pedo pero no fui yo— dijo.

Me tapé la nariz y me reí bajito. Pasó Selena por nuestro banco y frunció la nariz, pero no dijo nada. Ella era así, sus caras decían más cosas que sus palabras y eso me molestaba más

que cualquier buchón del grado. No la había visto en todo el verano porque no era mi amiga ni venía a mi casa. El bronceado que había traído de Mar del Plata le resaltaba el pelo rubio. Usaba ropa muy delicada, con volados blancos que nunca estaban manchados. Pero lo que más le miraba era la cartuchera. Una cajita de metal que, al abrirse, desplegaba dos pisos más, con botones que abrían más cajoncitos para poner muchas cosas secretas. Aunque una vez me había dejado tocarla y no tenía nada secreto ahí, sólo una goma de borrar y un sacapuntas. A ella le tocaba sentarse con Pedro. Sentí un revoltijo. Eran muy lindos los dos y me ponía nerviosa verlos tan cerca.

Cuando ella estuvo de espaldas, hice cara de vieja concheta. Felipe no se aguantó la carcajada. Cristina Medallero nos cayó con la mirada y empezó a preguntar nuestros nombres.

-—Igual no me voy a acordar de ninguno hasta mitad de año. Porque yo soy profesora de matemática y las letras no son lo mío— dijo antes de que alguien abriera la boca.

—¿Entonces por qué no nos pone números?— respondí yo, sin levantar la mano y en voz muy alta. El respeto incómodo que se estaba ganando Cristina Medallero se descuartizó a sangre fría con el estallido de veintitrés risas. Veintitrés, estoy convencida de que Cristina habrá soñado infinitas veces con ese número. Porque se sobresaltó en su lugar, se puso roja y me miró fijo a los ojos. Eran negros, parecían llenos de sangre. Me dio piel de gallina, como cuando aguantaba las ganas de hacer caca en medio de una clase silenciosa. Pero mis compañeros, con los mocos salidos de la risa, me habían dado el impulso frenético y empecé a enumerar a todos.

—Priscila, vas a ser el ocho. Carolina, veintidós. Pedro, el cuatro coma uno. Vos, Felipe— Fingí duda porque mis compañeros se reían con mucha fuerza— Vos vas a ser el seis. Valentín el tres cuartos— algunos se habían tirado al piso mientras se agarraban la panza— Carlitos, el menos ocho—

—¡Che!— Se quejó él— ¿por qué un negativo?

Cristina miraba a su alrededor buscando un salvavidas o una metralleta. Se puso firme sobre sus pies y, dándole un golpe seco a su escritorio, gritó:

—SILENCIO—

No sé si yo había querido preguntar eso de verdad o si era una burla a propósito. Cuando llegué a mi casa, corrí al baño y cerré la puerta. Me miré al espejo, busqué mi mirada extasiada y repetí la misma pregunta que le había incomodado tanto a Cristina Medallero. Vi mi cara de duda, mis pelos despeinados, vi como la ceja derecha se me levantaba sola cuando preguntaba algo, como se me hacía papada cuando algo me sorprendía, vi como los cachetes se me inflaban, como arrugaba la nariz, escuché mi tono de voz. En el espejo del baño, que era para mirarse a los ojos y no como el de mi cuarto, que era para mirarse la panza. Me di cuenta que, para que nadie viera mi cuerpo gordo, yo podía ser graciosa. Qué esa era mi distracción.

Los días siguientes fueron hermosos. Yo gritaba cada vez que entraba una paloma al pasillo y mis compañeros salían a correrla en medio de la clase. Comía galletitas como un ratón mientras aprendíamos ecuaciones y ellos se morían de la risa. Cuando Cristina hablaba de espaldas, escribiendo en el pizarrón, yo hacía la mímica de su voz y cuando se daba vuelta todos se dejaban de reír y disimulaban muy mal. Empecé a insultar mucho. Hacía combinaciones de puteadas y después las repetíamos en toda la escuela. Nuestra preferida era: sorete de boludo.

Con las risas estallando entre las clases, los varones se empezaron a fijar en mí. Ser graciosa me hacía linda. Pero no linda como era Selena, que era linda como las chicas que salían en la tele. Era linda de otra forma y gustaban de mí los chicos que no eran lindos como los de “Floricienta” pero eran graciosos y hacían regalos buenísimos. Como esos chicos gustaban de mí, los varones que sí eran lindos como los de la tele, empezaron a mirarme. Pedro fue el primer

lindo con el que me di un beso. Nos hicimos novios en un cumpleaños, jugando a la botellita. A mí me tocaba darme un beso con Felipe, pero él se puso muy rojo y yo dije mejor jugamos a otro juego. Pedro respondió que no, que el que toca-toca y yo dije si no quiero no juego, tarado. Entonces tiramos otra vez, dijo Pedro, y la botella frenó en él. Yo me animo, dijo y nos dimos un pico mientras nuestros amigos se empujaban y reían.

Yo iba más contenta al colegio y no dejaba que mi papá me hiciera esa colita tirante con la que se me veía el cuero cabelludo. Empecé a peinarme sola. Me hacía la linda, escribía cartas, las decoraba y me lavaba mucho los dientes antes de salir de casa.

Cristina me odiaba cada día un poco más. Me gritaba, me hacía salir del aula y me llevaba a dirección de un brazo. Estoy segura de que yo fui la primera persona pequeña que Cristina Medallero odió con todas sus fuerzas. No sólo porque veía su cara roja hincharse con cada chiste que salía de mi boca, sino porque también me lo hacía saber de maneras crueles disfrutando cada venganza con un regocijo sin culpa. Yo era pésima en matemática y le encantaba hacerme pasar al pizarrón y decir “esto no es un error, es un horror”. Me calificaba, con lo que me merecía, pero con una felicidad que nunca le vi ni le iba a ver. Escribía “UNO” en letras grandes y de colores. A mí mucho no me importaba porque había aprendido a esconderle las pruebas a mi mamá y sólo le mostraba los exámenes de lengua y los proyectos de tecnología. Los castigos venían después, cuando llegaba el boletín. Pero mientras tanto valía la pena.

Una mañana Felipe entró al aula con una sonrisa enorme y corrió hasta nuestro banco. —Mirá, te va a encantar—

Me gustaba que me conociera. Sacó una bolsita roja, la apretó y salió un ruidito de pedo. Nos reímos a la vez

—Usala vos, a mi me da vergüenza.—

Cristina entró al aula. Siempre tenía ojeras grandes que disimulaba pintándose los párpados de azul. Felipe me dio un empujoncito de codo a codo. Yo sostuve la bolsita roja y cuando Cristina se sentó, la apreté. Un brusco y fuerte ruido a pedo hizo que hasta la señora que traía la leche en un carrito sacara una carcajada sorpresiva. Cristina Medallero me miró y apretó los dientes.

—Dame eso— Me dijo.

Cuando le di la bolsita de pedos agarró un compás, la explotó y la revoleó al tacho de basura. Nadie dijo nada. Todos mis compañeros se habían quedado en silencio. Me sentí más sola que nunca, fruncí el ceño y les dije:

—Traidores— Se rieron pero yo no. Ese día me la pasé callada hasta que Felipe apareció en el recreo con una tira de mielcitas

—No te enojes. A nosotros la bruja nos da miedo.—

Le sonreí mientras mordía la punta del plástico.

Mientras tanto, las maestras cuchicheaban que Cristina no nos podía controlar, que por qué mejor no se jubilaba de una vez, que nunca tuvo verdadera vocación y cuando ella pasaba por al lado, le sonreían.

Un día, corriendo para llegar al bufete antes de que sonara el timbre, pasé por la puerta de la sala de profesores y escuché a la directora gritándole a alguien. Me acerqué para espiar por el espacio de la puerta entreabierta. Sentada enfrente de la directora estaba Cristina

Medallero, que se miraba las piernas mientras se le caían lágrimas sobre el pantalón clarito. La directora le gritaba

—¿Cómo puede ser Cristina? se supone que usted tiene profesión, experiencia. Esto se le está yendo de las manos—

Aunque lo que más le dolió, me di cuenta por cómo levantó la cabeza Cristina Medallero, fue:

—A las otras maestras les da vergüenza hasta compartir la profesión con vos—

La directora se dio vuelta para buscar café en una máquina ruidosa y vieja. Cristina se aplastó la cara con las manos y empezó a murmurar algo que no me dejó dormir por varias noches. Preguntaba por qué. Yo sentí que las piernas se me aflojaban, que las manos me sudaban y el hambre feroz que sentía hacía tres minutos había desaparecido. El timbre del final de recreo nos sobresaltó a las tres. Corrí rápido por el pasillo para llegar al aula. Tenía miedo de que Cristina me hubiese visto espiándola. Ella entró al aula, con la frente alta y las manos apretadas adentro de los bolsillos del guardapolvo.

—Vamos a corregir la página veintinueve— dijo sentándose en su escritorio y, como era de costumbre, me señaló

—Pasá a hacer la primera cuenta—dijo. Respiré aliviada. Sonaba igual que siempre

Era agosto y el frío nos hacía tiritar. En los recreos nos juntábamos al lado de la estufa y nos cambiábamos figuritas del mundial o jugábamos al ajedrez con nuestras propias reglas. En un recreo, vi a mi grado juntarse alrededor de Pedro. Mientras me acercaba, podía darme cuenta de que todos estaban mirando una sola cosa. Un papel grueso, chiquito y decolorado. Lo sostenía Pedro, era una foto. Un paisaje de campo que, aunque estaba en blanco y negro, se

entendía que era de día porque la nena que estaba en el medio, protagonizando la escena, tenía los ojos achinados por el sol. Me costó un poco reconocerla pero era Cristina Medallero. Tenía un vestido hasta las rodillas, medias que le pasaban los tobillos con un bordado y zapatos finos. Estaba elegante pero tenía el pelo despeinado, parecía sucio. Miré cada detalle, pero sólo me importaba uno. El que hubiera querido que nadie mencionara. Hasta que la voz de Selena iluminó el tumulto y dijo:

—¿Esa es la Bruja? ¡Más que una bruja parece un chancho!— Toda la ronda se rió. Pedro sostenía la foto y cerraba los ojos de tanta risa. Yo tenía ganas de llorar, pero tragué saliva y seguí el ritmo de las carcajadas.

—¿De dónde la sacaron?— Le preguntó Selena a Pedro, mirándolo a los ojos.

—Se le cayó de la billetera, la agarré antes de que se diera cuenta.— No quería escuchar más nada, me dolía todo. Me quemaba la garganta. Pero me quedé ahí parada, escuchando como le señalaban la mugre, el vestido, el paisaje, la mirada y la gordura. Yo no podía dejar de ver a una Cristina chiquita y triste. Quería saber cuál había sido su defensa, su fuerte, su distracción. Quise abrazarla.

Cuando sonó el timbre para entrar, Pedro se metió la foto en el bolsillo lo más rápido que pudo. Sentí asco, quería empujarlo, decirle que para ser lindo a mí me parecía muy feo y que además tenía letra de mujer. Si se estaba riendo de una Cristina Medallero chiquita y gorda, seguro se reía de mí cuando yo no estaba. Quizás a él le gustaban las lindas como Selena.

Entramos al aula, teníamos prueba de matemática y antes de empezar escribí en un papel.

“¿Te gusto yo o te gusta Selena? Si te gusta Selena no pasa nada. Te amo.” Sí pasa, pensé mientras Cristina apoyaba el examen en mi banco.

Yo miraba los números en mi hoja pero no podía dejar de pensar en la carta que tenía en las manos, debajo de la mesa. Preferí entregar el exámen vacío y antes de salir al pasillo, le di la carta a Felipe.

—¿Se la das a Pedro?— Le susurré

Él asintió y cuando agarró el papel, con un grito despiadado, Cristina Medallero dijo:

—¡Me das ya mismo el papel que le pasaste a Felipe!— Todos se dieron vuelta y nos miraron. Yo me puse roja. Le di el papel, mientras me miraba los pies, y salí del aula.

Cuando terminaron todos, volvimos a entrar. Cristina Medallero se paró enfrente de nosotros, tenía mi carta en la mano. Yo quería hundirme como los gusanos cuando quieren escapar de los pájaros,, que sonara la alarma de incendio, cualquier cosa. Cristina me vio indefensa.

—Esto— dijo levantando mi carta bien alto —Es lo último que tienen que hacer en una evaluación— abrió el papel y la leyó en voz alta

—“¿Te gusto yo ó te gusta Selena? Si te gusta Selena no pasa nada. Te amo”.

La leyó de corrido porque yo tenía buena letra, la leyó con claridad porque siempre hablaba muy fuerte, la leyó con ganas y dio una carcajada que trataba de imitar una ternura pero era igual a la risa que le había imaginado mil veces al Pomberito cuando mis primos me contaban historias de terror. Cristina me había dado más miedo.

Dobló la carta y se la dio a Felipe, que estaba colorado. Yo estaba hundida en mi silla, nadie me miraba. Excepto Selena. No me animé a mirarla, pero sentía sus ojos verdes clavados en mi vergüenza.

Yo no iba a tener novio nunca más en mi vida, esa había sido la última carta que iba a escribir. La última y había sido eso, un papel arrancado a las apuradas de un cuaderno borrador, escrita con lápiz rojo porque era el único que tenía a mano. Cristina nos dijo que saliéramos al recreo, yo crucé los brazos y me quedé sentada en mi lugar.

—¿No salís?— me preguntó Selena. La miré de reojo, era linda de verdad. Mucho más linda que cualquier chica que yo hubiera visto en la plaza o en el colegio. Quise pegarle una piña, empujarla, gritarle “fea” y salir corriendo. Pero le dije que después. Me dolía la panza. Si me paraba, iba a vomitar todo. Me puse a llorar, se me caían las lágrimas una detrás de otra y no paraban. Veía borroso y tenía hipos.

Hasta que sentí una mano torpe en mi brazo derecho. No me acariciaba ni me golpeaba, sólo se apoyaba. Me tapé la cara y giré la cabeza abriendo un poquito los dedos para ver entre medio. Mis ojos se encontraron con los de Felipe, que susurrando me dijo:

—Tomá— era la foto de Cristina Medallero chiquita —Se la cambié a Pedro por dos paquetes de figus. Andá a mostrársela a las maestras— Me la estiró. Yo me sorbí los mocos y la agarré. Felipe salió corriendo al recreo y me quedé sola en el grado. Miré la foto, la apreté para que no se escapara y también salí corriendo al pasillo. Sentía la sangre caliente, estaba enojada y los cachetes se me ponían colorados.

Cristina Medallero estaba en una ronda con otras maestras. Una rubia de sexto, la de quinto B y una que siempre nos gritaba si corríamos en los recreos. Charlaban serias.

Caminé hasta la ronda con pasos firmes que rebotaban en todo el pasillo. Mis compañeros me miraban porque estaban al rededor de Felipe que seguro les había contado todo. Antes de llegar me di vuelta para ver a mis amigos. Pedro me levantó los pulgares a modo de festejo. Yo volví a mirar la foto: una Cristina Medallero gorda y chiquita, como yo. ¿Cuál había

sido su defensa? ¿Ser mala o ella había sido graciosa como yo? Los ojos se me nublaron pero me aguanté porque las maestras se dieron vuelta y me miraron.

—Seño— Llamé a Cristina Medallero con la mano para que saliera de la ronda —¿Qué pasa?— Me dijo bajito

—Se le cayó esto— le dije mostrándole la foto.

Cristina la miró y abrió los ojos. Parecía de diez años.

—Gracias— Me dijo mirándome sin enojo. Con su mano grande me acarició la cabeza y me despeinó las dos colitas.

—Gracias— Volvió a repetir mientras se guardaba la foto en el bolsillo.

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Pulpa es un suplemento de ficción semanal editado por El Cuaderno Azul que publica textos breves y potentes, directo de nuevas voces para lectores hambrientos. Recibimos textos de manera abierta, a través de este link. 

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