Esa noche estábamos en Colonia Suiza, veintitrés kilómetros de nuestro camping en Lago Gutierrez. Nos habían invitado a una fiesta cipaya entre la naturaleza y nosotras habíamos comprado la droga más artificial que existía en el stock. Yo había contado, enfrente de un montón de gente, que en Parque Patricios está la cárcel de Caseros abandonada y que una vez pasé con el bondi y vi una luz prendida de un pabellón y me habían temblado las piernas porque me imaginaba a todos los asesinos y violadores apretados, durmiendo juntos, cantando a la mañana, hablando en los baños a la fuerza, contándose chistes, prestándose los cepillos de dientes, escupiendo sangre, mostrando la pija todo el tiempo, llorando a la noche en silencio. Y que los guardias, escuchando todo, les pegaban hasta partirles el cráneo. Después de eso tuve a tres pelotudos llorando de miedo porque me echaban la culpa de su mal viaje. Yo les había dicho que la culpa era de quién los había criado tan grandotes pero tan cagones y uno me gritó: mirá que no nos da miedo pegarle a una mujer, puta de mierda. Yo les devolví el grito diciendo pero si te da miedo una historia de fantasmas presos, mal cogido. En ese momento ya les había escupido un garzo tan sólido y directo que parecía tener vida propia, con familia, casa, dos perritos caniche y un chalecito con vista al mar. Ahí mismo, los tres pelotudos, se levantaron del pasto seco, uno rompió una botella de vino carísimo y Luchi gritó ¡no, hijo de un forro pinchado!
Nos había dado la sensación de que ya todo se había desvirtuado un poco. Napi apareció con el auto y nos subimos tan rápido que solo pude despedirme de los invitados mostrando un poco el culo.
Subimos gritando, hablando de lo hermoso que deja de ser el miedo cuando estás drogadísima. Siempre hablamos de lo mismo: cuando la pastilla está en su momento más culmine sentís que nada te puede pasar, que todas las cosas de tu vida están bien, que sos inmortal, que no necesitas esfuerzos ni metas para disfrutar de la vida, que nadie te va a influir para mal. Siempre fue nuestra droga preferida, después del ibuprofeno.
Nos hicieron dedo antes de pisar la ruta. Subimos a dos chilenas y un uruguayo que viajaba sólo. Yo iba rompiéndole las pelotas al uruguayo, le contaba que mi tatarabuela era de Uruguay y por ende yo también, que nos diéramos un abrazo patriota, que viajara con nosotras todo lo que quedaba del viaje. Él aceptaba todo porque un poco estaba cagado de miedo, un poco quería coger con alguna y otro poco porque había estado dos semanas solo. Ninguna de nosotras se lo quería coger porque era feo y le faltaba un diente importante que no se cómo se llama, pero que realmente es muy importante.
Subimos la música, la bajamos porque no nos escuchábamos. Dijimos nuestras edades en inglés, a modo de juego, el uruguayo se quedó dormido porque estaba muy borracho, las chilenas nos pedían pastillas y nosotras nos reíamos sin parar porque habíamos tomado sin partir ninguna a la mitad y estábamos en nuestro mejor momento.
Se nos puso un camión adelante y yo le dije a Napi que si no lo pasaba no íbamos a llegar más, que acelerara a fondo para girar en las curvas que venían, que teníamos que ver el cielo de más cerca, que vayamos a un mirador, o mejor, que nos tiraramos del acantilado a ver qué pasaba. Quizás estábamos tan livianas y tan felices que no nos íbamos a morir porque cuando alguien se muere es porque está muy triste. Como cuando me dejó La Tana que yo pensaba que un dolor así no se podía sentir más pero me había equivocado porque, dos años después, me patearon el corazón, se lo comieron, lo cagaron, me lo escupieron, me lo sirvieron con fritas y me lo cobraron en dólares. Pero yo estaba viva en el sur, qué podía salir mal.
Luchi dijo que no, que mejor no nos tiráramos de ningún acantilado y yo pensé bueno, otra vez será. Una pena. Napi nos confenzó que le daba un poco de miedo pasar al camión porque no se veía nada. Sentí un aire de responsabilidad absurda y saqué la petaca del whisky que les habíamos robado a unos alemanes en el camping de Villa Traful. Le di un trago larguísimo, lo disfruté. Napi, hidratate un poco, te va a hacer mal. No lo dudó mucho, le dio un trago seco y duro, como los besos en la primaria. Porque el varón, a esa edad, te da mucho asco pero te calienta también. No sabes si es por su olor a cebolla, su pito duro todo el día o la pelusa que tiene debajo de la nariz. Pero te calienta.
Hay mitos que el alcohol te disminuye el efecto del éxtasis, la gente suele decir eso. A nosotras nos aleja los miedos. No, mejor, se hacen nuestros amigos.
Napi le dio dos tragos más y apretó fuerte el acelerador para dejar atrás al camión. Hizo luces, señas, tocó bocina, Luchi gritó ¡viva Perón, carajo! por la ventanilla, las chilenas hicieron señas de chupar pijas al chofer del camión y yo le tiré unas tutucas viejas que se volaron con el viento frío de la montaña.
Íbamos a ciento veinte kilómetros, golpeando polillas y tábanos. Yo bajé la ventana y respiré profundo, había olor a caca de caballo con una mezcla de vacaciones infinitas. Cerrá la ventana que me va agarrar una pulmonía, me dijo el uruguayo despertándose por los gritos de euforía. No pelotudo, cerra vos el culo, le dijo Napi. Con Luchi nos reíamos fuerte. Al uruguayo se le notó, sin mirarlo, el terror en los ojos. Un terror que sólo había visto cuando le dije a Melli que estaba embarazada y que si mi papá se enteraba iba a ir preso porque yo tenía dieciséis y él veintitrés. Una cara de terror que me hizo abortar en el instante, todo. Eran mellizos, había repetido él cuando se lo conté, eran mellizos como yo. Si, eran. Le había dicho yo en la oscuridad de Villa Urquiza.
Seguimos acelerando, yo pedía cada vez más velocidad, el viento golpeaba fuerte. ¿Podrían ir más despacio? Nos dijo el uruguayo con la mano en la panza. No, dijo Napi y aceleró un poco más. De frente se veían dos luces brillantes. Un camión, dijo una chilena. Napi me miró. Gurizas, un camión, gurizas. Gritaba el uruguayo. Luchi saltaba con el culo en el asiento, Napi aceleraba, yo abría las ventanas, el camión tocaba bocina sin parar. Las chilenas, que ya habían cerrado los ojos, rezaban. Luchi preguntó si le rezaban al Gauchito Gil y ellas preguntaron ¿a quién? Yo les dije que Dios no las iba a escuchar porque el guardían de las rutas es el Gauchito Gil y que Dios sólo se ocupa de la economía del país. El uruguayo lloraba preguntándole al techo del auto ¿por qué, qué hice yo para merecer esto?
El volantazo de Napi fue suave para nuestros intestinos fuertes, el único que vomitó fue el uruguayo. El auto rojo, nos había dejado en la banquina. Con Luchi y Napi nos reíamos con tantas ganas que en el auto no se escuchaba más que nuestras carcajadas. Cuando nos calmamos Luchi olfateó y gritó ¡te measte encima! ¡uruguayo asquero! Volvimos a reírnos golpeando las palmas y diciendo no puedo más no puedo más. El uruguayo seguía llorando en silencio.
Las chilenas pidieron bajar ahí. Pero si acá no hay nada, les dije, ya casi llegamos. Luchi dijo que había olor a sangre, yo me miré la pierna y les dije que estaba menstruando. Me mojé los dedos con mi sangre y marqué con una cruz roja la frente del uruguayo. Ya estas bautizado, pibe, sonreí un poquito, le dije. El uruguayo se abrochó el cinturón.
Por el olor a meo, sangre y lágrimas empezamos a toser. Napi abrió todas las ventanas. El aire nos pegaba de lleno, no escuchábamos más que la velocidad. Me hacía acordar a la adrenalina que sentía cuando la veía a Julia después de separarnos, cuando me decía que ahora tenía más conchas para compararme y yo bajaba la cabeza porque me daba miedo defenderme o porque prefería humillarme con tal de verla un ratito más por última vez. Casi como si la humillación fuese su excusa para quererme o quererme fuese la excusa para humillarme, ahí, entre nosotras dos como un secreto escabroso. Como si alguien te asustara tanto y no te quedara opción más que mearte encima.
Íbamos muy rápido, a veces con Napi nos mirábamos, una mirada cómplice y pisaba un poquito más el acelerador. Las curvas eran cada vez más cerradas, el corazón latía más fuerte y el culo estaba, en cada árbol que dejábamos atrás, cada vez más relajado.
Vimos a lo lejos mil luces, parecían bichos apunto de chocarse contra nosotras. Las luces se hacían más grande y se esparcían, nuestros corazones dejaban de galopear, los brazos se nos ponían tensos. Llegamos, dijo el uruguayo desabrochándose el cinturón y adelantándose. Sentí en las chilenas un resoplo que solo se podía traducir como un estamos vivas.
Nuestro camping se abría en el final de un ripio que no nos dejaba acelerar. Napi frenó un kilómetro antes de la entrada y les dijo que se bajaran. Hicieron caso.
Llegamos despacio, en silencio, como volviendo de nuestro propio entierro. Como si nosotras hubiésemos tenido que hacer nuestros propios huecos en la tierra para después hundirnos ahí. O como si hubiésemos tenido que prender la mecha del crematorio. O haber comprado los sanguchitos de miga nosotras sin poder comer ninguno. Un velorio penoso y barato. Pasamos la entrada y Luchi nos dijo ¿se acuerdan que se meo encima? Las tres nos reimos con mucho ruido y el guardia del camping se acercó, con una linterna poderosa. Y, mirándonos a los ojos como un cura apunto de violar, nos dijo: Chicas, hagan silencio, ríanse mañana.
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