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Lecturas

La fuerte razón para estar juntos

Peter Sloterdijk

Peter Sloterdijk

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Si las naciones como un todo pudieran sufrir un colapso nervioso, en el caso de la alemana debería suceder un 9 de noviembre. Con una regularidad que lleva a pensar en un tic, los alemanes están en el momento justo, en este día ya hace casi un siglo desde 1918, cuando se trata de cumplir con sus obligaciones para bien o para mal frente a la historia. Es evidente que se comportan como la gente que para esta determinada fecha tiene planes con su destino político, y no se pierden nada para estar presentes cuando su historia les vuelve a hablar el 9 de noviembre. Así como en las regiones católicas de Europa las familias acuden en masa a los cementerios en el Día de Todos los Santos y el Día de los Muertos para decorar las tumbas y conversar con los difuntos, una semana después los alemanes se dirigen a los campos de batalla de su memoria nacional para ver cómo saldar las cuentas abiertas con el pasado bajo una inescrutable compulsión. Es como si, además de los días cristianos de conmemoración a los muertos, hubiera también un recuerdo obsesivo de los caídos en vano en la Gran Guerra de 1914 a 1918, y, más aún, como si las tumbas nacionales siguieran abriéndose una y otra vez ese 9 de noviembre, y como si los espectros insepultos aparecieran desde los frentes de las guerras perdidas para hacer sus demandas a los vivos. De hecho, en este siglo de sangrientas derrotas, la política alemana siempre debe demostrarse como la hermenéutica de las voces de los difuntos, y es uno de los secretos del 9 de noviembre alemán que en este día haya un susurro trascendente en el aire, como si los votos de un plebiscito de los muertos fueran contados y debieran fluir hacia las elecciones de los vivos. Por supuesto, la frase que se acaba de usar sobre el compromiso de un pueblo con su destino es un poco histérica, como todos los asuntos alemanes de noviembre, porque incluso si algún acontecimiento —especialmente el evento inicial de esta serie alemana, la proclamación de la primera República alemana en Berlín— cayó inocente y sin calcular, por así decirlo, en un 9 de noviembre, la mayoría de los siguientes incidentes de noviembre ya estaban marcados por la compulsión de la fecha y la repetición, y lo que el poder del destino quería aparentar resulta en casi todos los casos como una escenificación consciente de los eventos. Adolf Hitler, el histérico politizante, a quien sus convulsiones lo terminaron llevando al poder, produjo la primera gran crisis en el escenario nacional con su Putsch de Múnich en 1923: a través de una perpetración sonámbula del día en que los alemanes conocieron la fría libertad de la derrota, creó la fijación perpetua de la memoria nacional de esa fecha fatal y, a su vez, llena de oportunidades, que debería quedar grabada en el inconsciente nacional —si es que existe— como un recordatorio forzado de una emancipación no deseada. Hitler se había designado a sí mismo —mientras sufría de ceguera histérica en el lazareto de Großbeelitz frente a las puertas de Berlín en noviembre de 1918— como el primer intérprete y representante de los caídos en la Gran Guerra. Y como agente obsesivo y seguro de una oposición extraparlamentaria conformada por los muertos, supo arreglar que, en la noche del 9 de noviembre de 1923, se volviera a velar inútilmente a los caídos, que por supuesto más adelante podrían ser promovidos para convertirse en mártires del movimiento nazi. A partir de entonces, lo que solía suceder en el suelo alemán todos los 9 de noviembre —uno piensa en la ominosa noche de los “cristales” rotos del Reich, en uno de los ataques a Hitler, en ciertos episodios del movimiento estudiantil y, finalmente, en aquella noche milagrosa hace ocho años, cuando un pueblo atravesó la pared— siempre ocurría en un espacio que quedaba determinado por una extraña mezcla de resurgimientos y compulsiones de repetición. Se dijo con bastante frecuencia que las marcas de nacimiento de las repúblicas democráticas alemanas incluyen la condición de que tuvieron que encontrar su libertad en el colapso y que siguen expuestas, hasta el día de hoy, a la crónica tentación de desarrollar el suplemento de lo propio solo en respuesta y resentimiento contra nuevas circunstancias.

Pero lo que hace la magia del 9 de noviembre solo puede quedar bien en claro cuando nos damos cuenta de que esta fecha no les pertenece únicamente a los alemanes del siglo xx. Porque todos los asuntos alemanes de noviembre se ven imperceptiblemente eclipsados por un acontecimiento primordial en la historia francesa que se oculta en un seudónimo de calendario. Como es sabido, a los programadores de la Revolución Francesa les gustaba reemplazar el antiguo calendario europeo post Christum natum por una nueva era, “tras la abolición de la nobleza”, “tras el renacimiento del género humano a través de los franceses”, en resumen: “tras la revolución”, y en el transcurso de esta agitación de fechas y cosas, el prosaico noviembre romano, el noveno mes, se había convertido en el brumario poético revolucionario, el mes de brumas y nieblas, en el que, tras la disolución de la niebla local de la mañana, surgieron ocasionalmente panoramas radiantes y perspectivas históricas mundiales. Este mes debe su fama, en la memoria literaria y politológica de los europeos, al hecho de que Karl Marx aludiera a este noviembre paródico en el título de su obra más ingeniosa: El 18 Brumario de Luis Bonaparte. Justo al comienzo de este extraordinario tratado, que tuvo como objeto el golpe de Napoleón III en el año 1851 y la maquinaria de las luchas de clases, aparece la inagotable y sabia palabra que se hace pasar por una cita de Hegel: que todos los grandes hechos y personajes de la historia universal aparecen, como si dijéramos, dos veces. Pero Hegel se olvidó de agregar: “Una vez como tragedia y la otra como farsa”. Lo que Marx quiere decir con esto es obvio para quienes conocen su lógica: la ley de duplicación —también se podría hablar del principio de la recreación reveladora— domina, sin excepción, todos los acontecimientos históricos en los que el pueblo burgués manifiesta su interés por la libertad; ya que los burgueses son para Marx, uno recuerda, portadores interesados de máscaras que están condenados a revelar, finalmente, la naturaleza baja de sus pasiones, incluso en sus acciones históricas elevadas. El burgués es la máscara del alma del dinero. Al parecer, mientras que en la primera actuación heroica siempre se trata de la libertad, de la libertad sin un epíteto, de la libertad del sujeto que se posiciona, del que comienza de nuevo sin ninguna condición previa, las recreaciones muestran que, en última instancia, solo la libertad de los intereses burgueses últimos pudieron significar: hacer dinero con el menor esfuerzo posible a expensas de los demás; en resumen: la libertad de pensiones y réditos, la libertad de la circulación de bienes y dinero, que debe empezar como un deseo de libertad de conciencia para terminar como la libertad de la conciencia. Cuanto más tarde se vuelve a recrear una obra revolucionaria, menos disimulado debe aparecer en ella, según Marx, el interés material de los actores, más rápido se intercambian los héroes de la libertad por los liberales con fines de lucro, más cínicamente los accionistas se sacan la máscara idealista en el teatro liberal, para llegar con toda franqueza a su asunto principal y sus cuestiones de capital. Desde este punto de vista, la farsa, la burla del idealismo burgués por parte del materialismo aún más burgués, sería la gran oportunidad para que la situación hable por sí misma, o, más bien, porque ni siquiera hay que hacerla hablar, solo basta con espiar las circunstancias en los grandes y recurrentes días, y documentarlas en el momento de su drástico, franco y cínico sinceramiento.

PS

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