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Lecturas

La Gran Enciclopedia Argentina

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Dale, comencemos. Ahora que encendiste el grabador, te lo repito una vez más: quiero que publiques todo lo que yo te vaya diciendo con las mismas palabras. Tenés que transcribirlas exactamente, una por una. Vos podés agregar lo tuyo y completar los datos, o sea, vos hacé tu trabajo, pero lo mío tiene que salir de forma completa y tal cual te lo digo. Si estás de acuerdo con esta condición, arrancamos cuando quieras. Bien. Mirá, la cosa empezó en diciembre del cincuenta, el quince de diciembre de mil novecientos cincuenta. Ese día mi jefe en la Coordinación, Ignacio Benjamín Roca, más conocido en su ausencia como el Gordo Roca, me llamó a su despacho. Ojo con el Gordo Roca: a primera vista parecía un tipo simpático, pero, atenti, te podía hundir en cualquier momento gracias a la información que manejaba. Sabía todo de todos. El Gordo Roca era un archivo con patas, muy discreto, pero podía bajar al pájaro que quisiera con un par de llamadas a los diarios. ¿Fulano molesta al gobierno? El Mundo publicaba fotos de fulano con su amante en las páginas de espectáculos y le arruinaba el matrimonio. ¿Fulano sigue molestando? Fulano reaparecía en la sección policial del diario, tomando champagne in fraganti con unas pibitas en un prostíbulo o, peor aún, en un cabarute de putos en el Bajo. La tercera semana ya nadie hablaba de fulano, era un cadáver vaciado por los caranchos de la información. Ese era el Gordo Roca, un tipo muy querido y respetado por esto que te estoy diciendo. 

Esa mañana, lo recuerdo como si fuera hoy, Roca sudaba a chorros a pesar del ventilador que tenía en su despacho. Vos sabés cómo es Buenos Aires en diciembre. Las gotitas le nacían en la frente y bajaban por el cuello hasta formar dos lagos axilares. Un día se enteró de que lo habían bautizado “la Cuenca del Plata” y no paró hasta encontrar al pobre desgraciado que le había puesto ese apodo. Mi oficina estaba en la planta baja, en la parte posterior del edificio, junto a la sala de los choferes y por encima de los equipos de radio del sótano. Apenas entré Roca me mandó llamar. El Gordo estaba alterado y no solo por el calor. 

–Buen día, Francisco. Siéntese y escuche con atención lo que voy a decirle. No lo repetiré: este es un encargo al más alto nivel. No se admiten errores. Solo usted y yo estamos al tanto de esta historia aquí dentro. Soy claro, ¿no? 

Cuando quería, o sea siempre, Roca era clarísimo, no se andaba con boludeces. 

–Tiene que ir a la Fundación. La Señora necesita un agente para un trabajo que se le informará ahí mismo. Lo esperan a las once y media. No vaya con chofer: tome un taxi y bájese un par de cuadras antes. Bueno, no sé para qué se lo explico... Ya sabe cómo funcionan estas cosas. 

La Señora. 

Yo también comencé a sudar. Vos sos un pendejo, no tenés idea de lo que significaba este pedido. La Fundación había sido creada un año antes por decreto ley. Al principio la Señora atendía en el viejo Palacio Unzué, la residencia presidencial en Recoleta, pero después había pasado a ocupar un despacho en el Palacio de Correos. Cuando me convocaron, su oficina estaba en el mismo edificio donde había funcionado la Secretaría de Trabajo y Previsión del General, frente a la Plaza de Mayo, al lado del Cabildo, donde ahora está el Concejo Deliberante. En menos de una hora me encontraba frente a la puerta de ingreso de la Fundación. Después de identificarme en la mesa de entradas y un par de llamadas de verificación, un joven me acompañó hasta el despacho de la Señora. No era complicado llegar a ella. A diferencia del General, que te hacía pasar por varios controles de seguridad y el detector de metales, la Señora era mucho menos maniática. 

Su despacho estaba ubicado en un ambiente enorme, muy recargado, con paredes recubiertas de madera y muebles estilo Luis XIV. ¿Lo tenés a ese estilo? Es el rococó. En la sala había varios sillones y sillas. La Señora salió a recibirme desde atrás de un escritorio interminable y vino a mi encuentro. Me dio la mano y me invitó a sentarme a su lado, en una de las sillas, junto a una mesita redonda. Los detalles. En la Coordinación nos preparaban para eso, para los detalles. Traje de alpaca gris de dos piezas. Chaqueta con dos filas de botones forrados en terciopelo al igual que el cuello. El tono de este gris, el de los botones y el del cuello, era un poco más oscuro que el del traje pero sin llegar a ser negro. Zapatos de vestir de taco moderado, cuero negro, ahora sí, casi con seguridad cuero trabajado en Italia, sin ningún tipo de aplique metálico ni pieza exterior. Camisa blanca de seda mulberry con botones de madreperla. La chaqueta del traje sastre retocada para vestir un cuerpo que cada día se encogía un poco más. La piel blanca, casi transparente, y unas ojeras apenas visibles bajo una ligera capa de maquillaje. La Señora se movió en la silla tratando de disimular una leve puntada en la ingle, pero no pudo evitar llevarse la mano derecha a la cadera. Los informes reservados que circulaban por el último piso de la Coordinación no se equivocaban. Un mes más tarde la operarían de apendicitis, pero en esos mismos informes aparecería subrayada su condena a muerte: carcinoma endofítico. Más adelante te explico cómo tapamos la enfermedad de la Señora. Fue una de las más grandes operaciones de inteligencia que se hicieron en la Argentina. Si querés, después te lo cuento. Un capolavoro hicimos. 

Antes de que se retirara el joven que me había llevado hasta su despacho, la Señora le encargó un café con leche y dos medialunas de manteca. Me interrogó con la mirada. 

–Solo un vaso de agua para mí.

Una vez que se cerró la puerta, la Señora abrió el fuego. 

–No me han dicho su nombre.

Hice un esfuerzo para no se sintiera el temblequeo de mis dientes.

–Francisco Muñoz, Señora. Para servirle. A usted y al país.

***

Geografía argentina 

Hace millones de años dos grandes macizos, Brasilia y Patagonia, ocupaban lo que hoy es el territorio argentino. El ineludible paso del tiempo hizo que estos dos macizos se fragmentaran y dieran nacimiento a nuevas unidades. Así surgieron, en épocas muy tempranas, las sierras pampeanas, y tiempos geológicos más recientes, la cordillera de los Andes. Sobre la parte hundida del macizo Brasilia se depositó una gruesa capa de sedimentos que terminó uniendo los bloques emergentes: la llanura chaco-pampeana. Como si una misma fuerza animara a los cuerpos continentales y sociales, estos procesos de descomposición, aparición de nuevas unidades, sedimentación y ulterior fragmentación han sido una constante de la historia, no solo geológica, de la Argentina. 

(...) 

Si hoy la República Argentina se caracteriza por ocupar un lugar periférico respecto a las extensas tierras que se encuentran en el hemisferio norte, no siempre fue así: hubo un momento en que el territorio nacional formaba parte de la mayor masa continental del planeta. Escribe Florentino Ameghino (1854-1911) a propósito de esta arcaica distribución de las tierras y mares: “Durante los últimos tiempos de la era Mesozoica, al norte de la línea ecuatorial, se extendía un vasto océano sembrado de islas, y al sur, una gran masa continental –llamada Arquelenis– en la cual se encontraba englobado nuestro territorio, que estaba unido con África al oriente y se prolongaba a través de la región polar antártica hasta Australia y Nueva Zelanda”. La geología no miente: en ese remoto universo mesozoico, la Argentina fue el centro del mundo. 

***

Mientras esperaba el desayuno, la Señora hojeó en silencio una carpeta con el escudo de la Fundación. Su mirada saltaba de página en página y, cada tanto, dejaba caer la vista en algún dato, pero después aceleraba de golpe, sobrevolaba los folios con rapidez hasta que volvía a detenerse. Era una lectura nerviosa, taquigráfica, que solo captaba lo esencial. No sé si te lo dije, pero en la Coordinación nos preparaban para los detalles, esas miniaturas de la vida cotidiana que definen a las personas a través de sus gestos y objetos. La carpeta era de cuero vaquetilla marrón oscuro y escudo repujado con aplicación manual en pan de oro. Estábamos en una sala revestida en roble con falsas columnas y capiteles en estilo corintio, dos bargueños Luis XIV grabados con escudos municipales, dos jarrones con base de bronce, quizás cristal de Baccarat, ocho sillas tapizadas con diseños florales sobre un fondo marrón claro, ocho sillones negros con patas de madera adornadas con figuras doradas, tres arañas (una grande, central, y dos más chicas situadas a lo largo de una línea diagonal que cruzaba la sala), el reloj también dorado sobre el hogar, debajo del espejo. Cuatro minutos. El reloj atrasaba cuatro minutos. Sigo. Dos apliques a ambos lados del hogar que hacían juego con las dos arañas más pequeñas. El teléfono, el tintero y el portapapeles estaban bañados de oro y tenían el escudito de la Fundación. Junto con la carpeta de cuero formaban parte de un mismo conjunto de piezas exclusivas para escritorio. Los detalles, ¿viste?

Al rato una joven entró con una bandeja y dejó la taza, el plato con las medialunas y mi vaso sobre la mesita. La Señora le sonrió y, antes de cerrar la puerta, le pidió por favor que no nos interrumpieran hasta el final de la reunión. Si el Gordo Roca iba siempre al grano, la Señora no se quedaba atrás. 

–Bien, Fran-cis-co, tengo que encomendarle una tarea muy delicada que exige la mayor atención. No le haré perder el tiempo porque tengo miles de cosas pendientes esta mañana: el General encargó un proyecto secreto a un colaborador y quiero saber de qué se trata. No quiso decirme nada. Está ocultando algo. Yo lo conozco bien. Sé que mantiene encuentros secretos fuera de la Casa Rosada. Cada tanto recibe llamadas telefónicas. Ya lleva varios meses con esta historia. Me responde con evasivas. Lo único que pude sacarle es algo sobre una enciclopedia, nada más, pero no me lo creo. Fran-cis-co, averígüeme qué está pasando. Se lo adelanto: esto no es un asunto de polleras. De esas chirusas me encargo yo en persona. 

Imaginate mi situación. No sé de dónde saqué pelotas para abrir la boca y preguntarle si era consciente de que me estaba pidiendo que espiara al Presidente. La Señora habrá́ pensado que yo era un pelotudo (no estaba errada, en esa época yo era un pichón y creía que me las sabía todas), pero me confirmó con una sonrisa que era muy consciente de lo que me estaba pidiendo. 

–Exacto. Quiero saber quiénes son sus interlocutores, con quién habla y, sobre todo, de qué hablan. Y otra cosa: quiero que este pedido tan especial quede entre nosotros dos. Nadie, ni siquiera en la Coordinación, debe estar al tanto de esta tarea. No quiero intermediaciones: a partir de ahora usted trabaja para mí. Dígale a su jefe que no está autorizado a compartir información con nadie, ni siquiera con él. No quiero informes escritos. Ya lo llamaré yo de aquí a unas semanas para que me ponga al tanto de sus avances. ¿Alguna duda? 

La Señora. 

–Fran-cis-co... Fran-cis-co-Mu-ñoz... ¿Quién les elige los nombres en la Coordinación? Por aquí ya tenemos a Muñoz Azpiri, que también se llama Francisco. Bueno, supongo que habrá muchos Francisco Muñoz en Buenos Aires. En cierta forma se complementan: Muñoz Aspiri escribe guiones y discursos; usted, el otro Muñoz, mira y escucha. 

–Mirar y escuchar, Señora, es mi trabajo. 

Esta misión me colocaba en una situación complicada. Me sentí un pequeño engranaje, una ruedita dentada que comenzaba a girar entre varias coronas gigantes que se habían puesto en movimiento y podían triturarme en cualquier momento. ¡Justo! ¡Mirá! Se está terminando el casete. Dalo vuelta y te cuento lo del tumor. No. Mejor. Apagá el grabador. Esta parte de la historia será mejor que no la publiques.

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