Qué leer
—
Lecturas
Entre los males de un clima que está cambiando y las palabras de un clima tóxico
Nos encontramos en una situación en la que el empequeñecimiento del mundo, en lugar de incentivar la apertura, reduce drásticamente el pensamiento. Junto a nuestros gifs, nuestros tuits de 280 caracteres y nuestros emoticones, tenemos palabras que se agrupan y participan en un modo de comunicación trivializado y marcado por una extraña violencia. El empobrecimiento del lenguaje, la reducción del campo léxico y la disminución del vocabulario impactan en la construcción de un pensamiento complejo, matizado, con múltiples sutilezas.
Cuanto más pobre es el lenguaje, menos pensamiento existe y más las incomprensiones engendran odio. Algunos estudios han demostrado que la incapacidad para poner las emociones en palabras provoca las peores tensiones.
Las palabras modelan la mente, que a su vez determina nuestra visión del mundo, nuestra relación con este último y con los demás.
El empobrecimiento del lenguaje, la reducción del campo léxico y la disminución del vocabulario impactan en la construcción de un pensamiento complejo, matizado, con múltiples sutilezas.
No usar un lenguaje claro o nombrar mal un objeto es condenarse a aumentar las desgracias del mundo.
Ahora bien, en la actualidad, como escribía Gary en 1976, “a veces tengo la impresión de que vivimos en una película doblada, en la que todo el mundo mueve los labios pero el movimiento no se corresponde con las palabras. Todos estamos postsincronizados, y a veces está muy bien hecho, parece natural”.
Estamos sumergidos en el sentido único de las ideas sin matices, en un pensamiento con una sola dirección, en el sinsentido de imágenes listas para usar y de posicionamientos desorientados que hablan de la pérdida de referencias, a pesar de los gps incorporados a los teléfonos inteligentes que sostenemos en nuestras manos.
En las manos de mi padre, hay diccionarios y silencios. Colecciona libros gordos en los que siempre hay palabras verdaderas portadoras de diálogo y sentido. Los silencios se han posado en su línea de la vida para equilibrar las palabras, pero también por delicadeza, para dar lugar al pudor. Es otra generación. En cambio, hoy, nos callamos a causa de esas palabras sin sustancia y confusas. La culpabilidad que inspiran nos vuelve incapaces de decir lo que pensamos. Mal armados, mal amados, las palabras nos hacen mal.
Entonces, como mucha gente desde hace tiempo, me trago palabras sin decir nada, casi como si fuera “un perro que quiere a todo el mundo, lo que hace pensar que carece de lealtad”.
Por ejemplo, “razado/a” o “afrodescendiente” me hielan la sangre. No obstante, son términos que he tenido que tragarme, al punto de convertirme en una “tragasapos”, con una escritura falsamente inclusiva pero tan excluyente, mis querido/as amigo/as, que no encontró otra solución para promover la igualdad entre hombres y mujeres que el punto final, impidiendo la discusión. Además, esta especie de escritura (una pesadilla para los disléxicos, sean negros o no) impone, paradójicamente, una lectura entrecortada, que nos separa por ende de nuestros congéneres hombres, y que nos hace pasar después de la “a”, ya que la letra que nos caracteriza se pone siempre al final. Del mismo modo, aquí estamos, con nuevas palabras, supuestamente pertinentes para luchar contra la discriminación, mientras que son ellas mismas las que discriminan. Con respecto a la igualdad racial, hay una importación masiva de palabras que provienen directamente de Estados Unidos, para consumir in situ, tragar y repetir sin reflexionar, sin mirar qué tienen dentro, por culpa o debilidad. Esta última es “una fuerza extraordinaria a la que es muy difícil resistirse”.
Sin embargo, en la actualidad, esas palabras que nos tienden trampas, como falsos amigos, son uno de los vectores más poderosos para destruir nuestra lengua, así como nuestros principios básicos, acompañando en secreto, entre líneas, la desaparición de lo que somos íntimamente, gente de raza, múltiplos; peor aún, frente a ellas, nuestra propia complejidad nos acompleja.
En el contexto del cambio climático, de la desaparición de espacios y especies, existe otra desaparición, la de la expresión de los matices lingüísticos, del humor, de los silencios, de la pluralidad de los universos.
Estamos en la época de la violencia de lo homogéneo, del McDonald’s del pensamiento, del KFC de las ideas, de la rotonda angustiante donde las masas comunitaristas levantan sus pancartas interseccionales sin hallar nunca el sentido, ni del intercambio ni del encuentro. Y como el ridículo no mata, levantan el puño con pasión en nombre de un pensamiento supuestamente benevolente, con una dosis de convivencia, pero que se queda exactamente en su lugar (y que excluye a todos aquellos que son menos generosos que él).
Como soy de raza, soy una especie intelectualmente en peligro, porque soy peligrosa; en efecto, la consecuencia directa de mi aparición es invalidar el negocio de las ideologías identitarias. Mi existencia misma es un problema.
Sin ser paranoica, conozco bien la voluntad de hacerme desaparecer, de borrarme del mapa. Mis abuelos y mis padres lo han vivenciado. Como una especie de herencia determinista, lo he vivido en varios planos: íntimo, profesional, artístico, y en diferentes entornos. La transmisión de los traumas es poderosa. Entonces, resulta difícil a la vez aceptar y que otros acepten el propio sendero, el propio camino, cuando se es la hija de una minoría visible tanto como la hija de una hija oculta, luz negra y sombra blanca. ¡Desconcertante!
De hecho, debido a esa mezcla, suele considerarse una sola parte de mí, que se ve utilizada con un objetivo concreto. No me quieren completa, hecha de múltiples posibilidades, de imprevistos, de biodiversidad interna, de imprecisión, de porosidad, de lo invisible, capaz de engendrar situaciones incontrolables en tierras desconocidas.
Entonces, durante mucho tiempo, como no quería que mi realidad resultara chocante, me expresé a medias palabras, a medio yo.
0