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“Memorias de un médico rural”: los días de Favaloro antes de convertirse en una eminencia mundial

René Favaloro escribió un libro de memorias donde recuerda desde su infancia hasta sus primeros pasos en la medicina.

René Favaloro

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En este libro trato de analizar mi actividad como médico rural en un pueblo del oeste pampeano, entre mediados del ’50 y principios del ’62. A través de esta narración se podrá conocer cómo se ejerció y, estoy convencido, se sigue practicando la medicina en muchos lugares de nuestro país. Mi objetivo no es presentar la simple descripción de hechos anecdóticos sino, a través de los mismos, mostrar las condiciones socioeconómicas del interior. Es bien sabido —es historia repetida— que nosotros disponemos de un país dividido en dos sectores con características y lineamientos propios: lo que llamamos el Gran Buenos Aires y el interior que, a medida que se va distanciando, va tomando connotaciones y características que siguen teniendo primacía en la interpretación de lo que ha sido y será la Argentina. Por sobre todo, deseo mostrar cómo, mediante una planificación ordenada, con decisión y tremendo esfuerzo, pudieron realizarse cambios a nivel comunitario que hoy, luego de muchos años, siguen teniendo en mí una vivencia real y cercana quizá porque representan la parte más importante de mi vida, la que ha dejado a través de profunda convivencia huellas que son imborrables en el fondo de mi alma.

¿Quién iba a decir que el destino me transformaría en un médico rural? Debo confesar que la medicina fue vocación en mí desde siempre. Mi madre refiere que ya a los cuatro o cinco años manifestaba deseos de ser médico. La explicación debe encontrarse en la influencia del tío doctor, hermano menor de mi padre, entonces el único miembro de la familia con educación universitaria.

Mi abuelo paterno, inmigrante siciliano que llegó a estos lugares a fines del siglo pasado, vivió con humildad, trabajando como zapatero, vendedor ambulante o simple puestero en el campo, sin dejar de preocuparse por la educación de sus hijos. Todos terminaron la escuela primaria y los varones tuvieron acceso a la secundaria. Si bien trabajaban como obreros, aprendiendo oficios diferentes, concurrían durante la noche a enriquecer sus conocimientos en la vieja Escuela Industrial, que mi padre recuerda siempre con cariño.

Arturo, por ser el menor, tuvo la suerte de seguir estudiando ayudado por los ingresos crecientes de la familia al contribuir sus hermanos al sustento de la misma. Quizá, por ser yo el primer sobrino varón, sentía por mí cierto afecto especial, que resaltaba cuando volvía a La Plata a visitar a sus familiares, en los pocos ratos libres de su profesión. Existía entre nosotros, sin duda, una relación más profunda. Durante mis vacaciones de la escuela primaria, pasaba algunas semanas en su casa de Avellaneda observando la intensa actividad de su consultorio y acompañándolo en las visitas a domicilio. Entonces sí tuve el convencimiento absoluto de que mi futuro estaba en la medicina.

¿Quién iba a decir que el destino me transformaría en un médico rural? Debo confesar que la medicina fue vocación en mí desde siempre. Mi madre refiere que ya a los cuatro o cinco años manifestaba deseos de ser médico.

Tiempo después, ya en la escuela secundaria, dedicaba mi mayor esfuerzo a las ciencias biológicas sin descuidar la formación humanística, aspecto fundamental de los conocimientos impartidos en el viejo Colegio Nacional de la Universidad de La Plata. En el tercer año de Medicina, cuando, por primera vez, tuve acceso al hospital a través de la cátedra de Semiología y tomé contacto con los enfermos mi vocación se acrecentó notablemente. Además de la obligación rutinaria de los trabajos prácticos concurría diariamente a la sala VI. Al mismo tiempo asistía a las clases que dictaba el profesor Rossi a las once en su cátedra de la sala I y los sábados por la tarde, en la sala III, me entremezclaba con los alumnos del profesor Mazzei, titular de la otra cátedra de Clínica Médica, ambos cursos de sexto año. En forma honoraria, concurría a la cátedra de Anatomía Topográfica donde profundizaba y enriquecía mis conocimientos de anatomía, realizando en cadáveres las disecciones que me permitían aumentar los conocimientos básicos para mi futura actividad quirúrgica porque, desde un principio, yo sentí ese llamado especial, que viene desde el quirófano y que es difícil de describir. De vez en cuando me escapaba a presenciar las operaciones del profesor Mainetti o del profesor Christmann, confundiéndome con los alumnos de los cursos superiores, gozando con la precisión, la minuciosidad, la delicadeza y el arte del acto quirúrgico. Por la tarde trataba de reproducir en el cadáver los gestos y las maniobras quirúrgicas. Alguna vez, nuestro querido Agapito —así llamábamos nosotros al encargado de la cátedra— sonreía viéndome engarzar la tijera hacia atrás en el cuarto dedo de la mano derecha, imitando al profesor Mainetti. 

En cuarto año, al cursar las patologías, mi participación en la vida hospitalaria fue más intensa. Sin estar obligado, concurría por las tardes para ver la evolución de los pacientes operados. Como vivía con mis padres a unas pocas cuadras del hospital, era fácil volver, penetrar otra vez en las salas, entonces casi silenciosas y recorrer las camas revisando y conversando con los pacientes.

Después de cumplir durante un año con el servicio militar y aprobadas las dos patologías, previo concurso de oposición pasé a formar parte del internado, aspiración suprema de todo practicante. Viví en el hospital desde entonces. Teníamos nuestros propios dormitorios en el segundo piso del viejo edificio. 

El Hospital Policlínico era el eje asistencial de una amplia zona pues todavía no se habían desarrollado centros médicos de importancia en las poblaciones cercanas de Ensenada, Berisso, Magdalena, Gonnet, City Bell y Brandsen. Además, recibíamos los casos complicados de casi la totalidad de la provincia de Buenos Aires. La actividad era intensa. Al trabajo regular de las mañanas se agregaban las guardias donde pasábamos horas y horas trabajando sin descanso, saltando de una sala a otra acompañando a practicantes mayores y médicos internos. Era ésta una formación imposible de desperdiciar; por eso, además de cumplir con mis guardias, estaba siempre atento al pedido de alguno que, por circunstancias especiales, no podía cumplir con las suyas.

Con bastante frecuencia permanecía en actividad continuada durante cuarenta y ocho o setenta y dos horas entregado a mis pacientes. No por ello descuidaba mis estudios. Durante los años de enseñanza secundaria en el Colegio Nacional siempre había estado entre los estudiantes del tercio superior. Una vez en la Facultad, durante mis largas caminatas por el Bosque, a veces me decía que, quizá, con un poco de esfuerzo podría constituirme en el primero de mi clase. Es difícil de explicar. Sentía la necesidad de ser el primero, sin que ello implicara arrogancia o soberbia; era una profunda necesidad espiritual que debía satisfacer a través de una entrega absoluta y en competencia leal. Escuchaba atentamente a mis maestros, estudiaba en los libros comunes de texto y además ahondaba los conocimientos a través de los tratados que hallaba en la biblioteca. Durante la ayudantía en la cátedra de Anatomía Topográfica y en mi posterior actividad en el hospital fui tomando conciencia del placer que sentía al compartir lo que sabía con mis compañeros, enseñando lo que en esa búsqueda sin límites encontraba en la lectura de los temas más diversos. 

A veces me decía que, quizá, con un poco de esfuerzo podría constituirme en el primero de mi clase. Es difícil de explicar. Sentía la necesidad de ser el primero, sin que ello implicara arrogancia o soberbia; era una profunda necesidad espiritual

Durante mi concurrencia a la sala V esos sentimientos se fueron profundizando al participar de las actividades de la cátedra de Clínica Quirúrgica. Al terminar mi internado y mis estudios en 1948 pensaba con absoluta seguridad que mi futuro estaba allí, en el Hospital Policlínico, donde podría desarrollar la actividad quirúrgica y docente siguiendo los pasos de mis maestros.

Pero es evidente que cada uno tiene un destino que cumplir. Una serie de factores decidieron la interrupción de la carrera hospitalaria y universitaria que había planeado. El primero, quizás el de más valor, fue el factor político. Pertenezco a lo que se ha dado en llamar la generación del ’45. Como estudiante participé de los movimientos universitarios que lucharon por mantener en nuestro país una línea democrática, de libertad y justicia, contra todo extremismo. Por ello soporté la cárcel por algunos días en dos oportunidades. La mayoría de los estudiantes de esa época éramos profundamente idealistas. No podíamos entender que la dádiva, la demagogia y el acomodo se convirtieran en un estilo de vida. ¡Cómo nos dolían aquellos actos públicos donde estudiantes recibían bicicletas, motonetas y hasta automóviles como pago a su obsecuencia! Siempre recordaré la visita de Eva Perón a nuestro hospital para inaugurar un pabellón. Se realizó, como era costumbre en aquellos tiempos, un gran acto público. Desde el segundo piso observábamos con estupor el reparto de dinero, entiéndase bien, billetes de dinero, entre la gente que se agolpaba frente al palco. Cuando se terminaban, sus adláteres, desde atrás, le alcanzaban nuevos fajos que volvía a distribuir en medio de cánticos y vítores. Es posible que la mayoría no diera trascendencia a lo que estábamos observando, pero para mí era denigrante, se rebajaban tanto los de arriba como los de abajo. No era esa, ciertamente, la manera de solucionar los problemas sociales. A la muerte de Eva Perón, nos tocó vivir los días de luto obligatorio. En nuestras recorridas por el hospital nos encontrábamos con médicos y profesores que lo llevaban, en su inmensa mayoría, por obligación. El temor de perder lo obtenido a través de tantos años, era la explicación que escuchábamos con dolor. A algunos los comprendíamos, a otros no. 

La terminación del internado y mi graduación coincidieron con una vacante de médico interno auxiliar, a la cual accedí con carácter interino. A los pocos meses, al decidirse mi confirmación, me llamaron desde la administración. Me explicaron, mostrándome una tarjeta, que de un lado debía llenar los espacios en blanco con mis datos personales y en el renglón final debía afirmar que aceptaba la doctrina del gobierno. Del otro lado, debía figurar el aval de algún miembro de trascendencia del partido peronista, quizás algún diputado o senador que corroborara mi declaración. Todos conocían mi manera de pensar, incluyendo el empleado que todo lo relató con voz queda y entrecortada. Le contesté que lo pensaría, pero era indudable que todo estaba muy claro en mi mente. Si yo era el destinatario del puesto, por mis clasificaciones en la Facultad, por haber sido el primero en el concurso del internado, por haber trabajado con intensidad y dedicación ¿cómo era posible que para llegar al mismo tuviera que firmar algo que, a mi entender, sólo serviría para ampliar la lista de obsecuentes? Por ese entonces esperaba con ansiedad el llamado a concurso de ayudante diplomado de la cátedra I de Clínica Quirúrgica para proseguir la carrera docente, pero la fecha se fue prolongando y prolongando y el concurso nunca se realizó. En adelante los nombramientos serían realizados directamente por el profesor, sin concurso previo. Y la cátedra ya estaba en manos del profesor peronista de turno. Advertía que mi futuro entraba en una nebulosa, pues para ascender y progresar debía comulgar con una serie de ideas y conceptos que estaban muy lejos de mi formación previa y de mi espíritu.

El segundo hecho trascendente que contribuyó al cambio de mi destino fue el accidente sufrido por mi hermano al terminar el tercer año en la Facultad de Medicina, en ocasión de concurrir a dar el examen final de Anatomía Patológica. Olvidó una carpeta imprescindible para rendirlo y un compañero, dueño de una motocicleta, se ofreció para llevarlo a casa y volver rápidamente a la Facultad. En el viaje de regreso fueron embestidos por un microómnibus. Mi hermano llevó la peor parte: traumatismo de cráneo con conmoción cerebral que duró más de diez días y fractura de las dos piernas. La aparición de gangrena hizo que fuera necesaria la amputación de la izquierda. Durante tres meses permanecí a su lado, colaborando con los médicos que se ocuparon de su atención. Mi responsabilidad se había acrecentado.

Yo era el hijo mayor de una familia humilde. Mi padre, ebanista más que carpintero, tenía un pequeño taller con dos o tres operarios donde el arte era más importante que el dinero. Vivió siempre enamorado de su trabajo y su clientela tradicional iba a él, sabiendo que cada pieza que salía de sus manos llevaba por sobre la rutina, el cariño, el esmero, la dedicación, la honestidad con que realizaba su tarea. No tenía tiempo para pensar en el valor económico de lo que creaba por lo cual los ingresos siempre eran escasos. Mi madre, modista, contribuía al sostenimiento del hogar. Estarán siempre en mi mente las largas horas que pasaba sentada frente a la máquina de coser, que sólo dejaba para entregarse a las tareas comunes a toda ama de casa. Desde muy joven había comprendido el esfuerzo que ellos realizaban para darnos sustento y educación y a partir de los diez o doce años colaboraba en las tareas del taller, en especial durante las vacaciones, en que me transformaba en un obrero más. Así aprendí todos los secretos de la carpintería, de los cuales el que más me gustaba era el tallado de la madera que me enseñó un viejo italiano, don Davagnino, todo un artista en el manejo de las gubias. Años más tarde, cuando escuchaba al profesor Christmann decir que para ser un buen cirujano había que ser un buen carpintero yo pensaba que había realizado mi aprendizaje en aquel viejo taller. Y todavía me quedaba tiempo por las tardes para dedicárselo a la huerta y producir la mayoría de los vegetales que consumíamos, siguiendo las enseñanzas de mis abuelos.

Yo era el hijo mayor de una familia humilde. Mi padre, ebanista más que carpintero, tenía un pequeño taller con dos o tres operarios donde el arte era más importante que el dinero.

Pero no vaya a creerse que no me quedaba tiempo para gozar de los placeres de la juventud. Al anochecer, después de la tarea cumplida, salía a vagar por las calles de mi ciudad donde abundan los parques y las plazas. Siempre recordaré mis largas caminatas por el Bosque, el Parque Saavedra o mis escapadas, cruzando la 72, para perderme en los baldíos. Recordaré también las primaveras de mi adolescencia inundadas de azul por los jacarandaes y perfumadas por los tilos, aromos y paraísos.

Tuve tiempo de corretear y robar los primeros besos furtivos entre las sombras nocheras de los amores chiquilines y conocer después a esa mujer que el hombre encuentra en su juventud, con la que transita los caminos del amor total y siente hasta el tuétano, por primera vez, la marca del sexo.

Frente al acrecentamiento de la responsabilidad, pensaba que todo lo que yo había soñado y planificado estaba muy lejos de la realidad. Por ese entonces, llegó una carta desde Jacinto Aráuz escrita por mi tío, antiguo poblador de esa zona. Me explicaba que el médico, el único médico que atendía a la población, estaba enfermo y necesitaba viajar a Buenos Aires para su tratamiento.

Había buscado reemplazante infructuosamente y solicitaba que yo lo suplantara, aunque más no fuera, por dos o tres meses. Varias semanas tuve esa carta en mis bolsillos antes de decidirme. Por un lado sentía la tristeza de dejar mi viejo hospital, por el otro pensaba que quedándome en la ciudad muy pocas posibilidades tenía de poder subsistir y ayudar a mi familia. Pensé que tres meses pasarían muy pronto y que no perdería nada explorando las posibilidades del medio rural. 

El doctor D’Amelio, mi jefe en la sala XIII, donde concurría desde hacía más de un año, trataba de disuadirme y de hacerme entender que ese no era mi camino. Siempre recordaré la despedida, cuando muy seriamente y mirándome a los ojos me dijo:

—Todos aquí te han deseado buena suerte, yo por el contrario espero que tengas mucha mala suerte —agregando— vos no naciste para ser médico rural...

El 25 de mayo de 1950, por pura coincidencia no más, partí en un tren del Ferrocarril General Roca. ¡Quién iba a decir que el destino transformaría tres meses en casi doce años de tanta trascendencia para el resto de mi vida! Ojalá se interprete correctamente lo que sigue. Sólo pretendo desnudar las realidades que me tocaron vivir y que, a mi entender, siguen teniendo hoy la misma vigencia a lo largo y a lo ancho de mi patria.

RF

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