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Lecturas

Piazzolla. El mal entendido

Piazzolla. El mal entendido

Diego Fischerman / Abel Gilbert

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El nombre Astor no existía. Mar del Plata, apenas un puerto de pescadores y, a una cierta distancia, unas pocas manzanas aristocráticas y un balneario de madera, casi tampoco. En 1921, Vicente Piazzolla, aquel que más tarde será conocido como Nonino, bautizó a su hijo con un nombre inventado. Quiso homenajear a un amigo italiano que así se hacía llamar. Lo que no sabía era que ese nombre provenía de la abreviatura con la que, simplemente por capricho, el amigo había reemplazado al original Astorre.

Tal vez fue un primer malentendido, sin valor premonitorio, pero, como otros, afortunado. Astor, al fin y al cabo, sonaba mejor que Astorre. Y, aunque nadie pudiera saberlo en ese caserío de inmigrantes a unas cuadras del mar, estaba bien que ese hijo que cambiaría para siempre el sonido de otra ciudad, Buenos Aires, inaugurara un nombre.  

Las fuentes musicales de ese que fue bautizado como Astor Pantaleón Piazzolla fueron, en gran medida, las que más se propagaron por la cultura “culta” porteña, entre 1940 y 1980: la tradición del tango, el modernismo de la música clásica de principio del siglo XX, los nacionalismos estéticos, el descubrimiento de Johann Sebastian Bach y del barroco, la entronización de la fuga como la forma de las formas, el jazz comercial, las comedias musicales norteamericanas, el cool jazz y, más tarde, el jazz rock y el rock progresivo, el culto a los Swingle Singers y al Modern Jazz Quartet, las músicas de Hollywood e, incluso, la canción italiana à la San Remo.

Piazzolla tenía con esas músicas la relación del oyente ávido y, sobre todo, dotado de un oído formidable, que le permitía detectar rápidamente lo esencial de esos lenguajes. Su aproximación era siempre un poco distante, la de una especie de extranjero, pero, posiblemente, haya sido lo parcial de esos conocimientos lo que lo salvó de la copia.

Los materiales a los que Piazzolla llamó “la revolución del tango” fueron los de su época. La mirada sobre esos materiales fue tan propia e inconfundible que terminó cerrando cualquier posibilidad de continuación por la misma vía. Los caminos encontrados por Piazzolla fueron tan suyos que se hizo muy difícil seguirlos sin que la música sonara a una mera réplica desmejorada de su estilo.  

Claude Lévi-Strauss marca, en Lo crudo y lo cocido, el primer tomo de Mitológicas, la “afinidad particular” entre la música y los mitos. Uno y otro operan en un “doble continuo”, forman series de posibles relatos y sonidos “físicamente realizables”. El mito y, en particular, la música de tradición oral, se han desarrollado de manera espiralada hasta agotar su impulso original. De ahí la condición dinámica de su reescritura. Roland Barthes compara el mito en su Mitologías con un “inmenso parásito interno”: no elimina al huésped, se alimenta de él y transparenta su función, la de deformar, y por eso es uno de los motores más poderosos de la cultura. Unos marinos escuchaban unas canciones en algún puerto —una isla griega, Cartago, Sicilia—, creían recordarlas, las reinventaban, las enseñaban a sus hijos, estos a los suyos y los últimos a sus nietos. Cada uno le agregaba o le sacaba, olvidaba y rellenaba, y otros marinos, de otras partes, escuchaban estas canciones, las recordaban, ya lejos, y las transformaban. El tango mismo no tiene una historia demasiado diferente. Entre muchas teorías posibles, la que parece más verosímil habla, precisamente, de una cadena de infidelidades que nace en piezas de salón mal tocadas o, por lo menos, tocadas de manera distinta que lo que fijaba la partitura. Piezas de salón que, a su vez, ya acarreaban un malentendido de origen.  

Se llamaban habaneras y, supuestamente, guardaban alguna clase de relación con el folklore afrocaribeño. Sin embargo, esa lejana raíz ya había sido transformada por autores españoles a quienes solo interesaba el posible exotismo del nombre “habanera” y cierto pie rítmico al que superpusieron las formas europeas de moda en el repertorio pianístico doméstico: el rondó —una sección recurrente intercalada con secciones nuevas— o la vieja estructura de dos partes, cada una de ellas repetida dos veces, presente en danzas populares y común en las estilizaciones escritas a partir del Renacimiento y el barroco. En la armonía y las inflexiones melódicas quedó muy poco de lo afrocaribeño, y las partituras de esas habaneras, que tocaban las niñas en los salones de España, llegaron a otros salones, de muy diferente prosapia, en un puerto austral, en el otro extremo del océano Atlántico. Un puerto del que otro español había pregonado sus buenos aires y en el que los peores músicos imaginables —los que eran empleados por los prostíbulos y por salones de baile de “las orillas” de la ciudad— leían de esas partituras lo que podían y como podían. Y donde además, con prácticas aprendidas en los teatros de zarzuelas, improvisaban y se tomaban libertades con respecto a lo escrito. Incidentalmente, el instrumento que terminaría siendo característico de esa nueva música —un instrumento absurdo, cuya digitación desobedece toda lógica— también llegaría a ese puerto por azar y, por azar, sería aprendido, tocado e incorporado a la práctica cotidiana de la música.  

Además, allí, en el tango, en ese lenguaje cuyo nombre parece derivar de África y antes había designado los bailes de los negros —con una música que, sin embargo, nada tenía que ver con la que luego también se llamó “tango”—, ese instrumento inventado por Heinrich Band alrededor de 1846 encontró por primera y hasta ahora única vez una escuela y un estilo. Si hay instrumentos fuertemente identificados con determinadas músicas —la guitarra y el flamenco, las gaitas y los folklores escoceses o gallegos, los bronces y el jazz, la guitarra eléctrica y el rock—, en el caso del bandoneón esa identificación llega a la simbiosis. Los estilos del bandoneón son los estilos del tango. Es casi imposible no escuchar un gesto de tango en cualquier música tocada por un bandoneón. Y es casi imposible imaginarse un tango sin bandoneón —o su evocación y su nostalgia—.  

Más allá de las anécdotas ligadas a los comienzos del género, a fines del siglo XIX y en las riberas del Río de la Plata (posiblemente en ambas), en ese origen puede rastrearse una de las características esenciales del tango y, en particular, uno de los elementos primordiales de Piazzolla: el doble juego entre escritura e interpretación.  

El tango es, desde sus comienzos, una música escrita. Y el tango es, también, una música en la que la escritura, por error o por decisión, se transgrede. La obra de Piazzolla está escrita. No podría concebirse sin esa escritura. Y la obra de Piazzolla se construye en tensión con lo escrito. Nunca lo que suena es exactamente lo que está en la partitura. Secciones enteras aparecen agregadas por la práctica, por la acumulación de interpretaciones, a lo pautado. Ritmos escritos de una manera deben sonar de otra. Los músicos de Piazzolla lo sabían y se lo transmitían de boca en boca. Pero, además, está el bandoneón. Y la manera de tocarlo de Piazzolla. Para él no hay notas que comiencen sobre los acentos. Todo sonido, aun el más breve, es, siempre, sincopado. No importa cómo esté escrito. Piazzolla convierte en un elemento esencial, material, indivisible de la propia música, una interpretación absolutamente personal del rubato característico del tango, de ese atrasarse en el tiempo y después recuperarlo en un rapto de aceleración (el tiempo robado del que habla la palabra “rubato” que Aníbal Troilo, Pedro Laurenz y Ciriaco Ortiz, entre muchos otros, también habían hecho propio).  

Hay una anécdota, que Piazzolla contaba y que explica su estilo, también, como un cierto malentendido. El bandoneonista había conocido a Gardel en Nueva York, cuando era un niño, poco después de que sus padres abandonaran Mar del Plata en busca de mejor suerte. En efecto, trabajó como extra en la película El día que me quieras. Según la leyenda, cuando Gardel escuchó al pequeño Astor tocar tangos le dijo, con un tono que podría adivinarse parecido al de sus diálogos cinematográficos, que tocaba como “un gallego”. Gardel bien pudo haber intentado explicarle algo acerca de “la roña” del género, es decir del rubato. Y es posible que Piazzolla haya respondido a esa crítica como solo podía hacerlo alguien educado en Nueva York: agregando síncopas. En definitiva, la traducción de Piazzolla al señalamiento de Gardel fue una traducción contaminada por la idea del swing que campeaba en el jazz. O, mejor, en toda una ciudad donde, a pesar de la crisis financiera y la miseria, se vivía con la idea del swing. 

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