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Crianza y lactancia Lecturas
El planeta de las tetas

"Tetas", el libro editado por Ediciones Godot en Argentina.

Florence Williams

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Lolas. Bubis. Melones. Limones. Pechugas. Gomas. Estantería. Flotadores. Delantera. Cuando era chica, mamá les decía ninnies. Según el diccionario Webster, esa palabra significa “tontas”, y señala nitwit, nutcase y boob como sinónimos. Para referirme a ellas con mis hijos, decidí usar nummies, pensando que era un poco más amable. Hace poco busqué la etimología y encontré que quería decir “delicioso”, pero es posible que su origen provenga de numbskull, que significa “estúpido”. Nos encantan las tetas, pero no nos las tomamos muy en serio. Les ponemos apodos afectuosos, pero siempre con un dejo de insulto. Las tetas nos avergüenzan, son impredecibles y torpes, y pueden dejar estúpidos tanto a bebés como a adultos.

A pesar de que constituyen una característica humana sumamente popular, es notable lo poco que sabemos sobre la biología básica de las tetas, incluso en la actualidad, cuando se muestran en bikini o al desnudo, se las ostenta, se las mide, se las infla, se sextean, se transmiten en directo, se maman, se perforan, se tatúan, se decoran y se fetichizan de todas las maneras posibles. Sabemos algunas cosas: aparecen de golpe en la pubertad, crecen durante el embarazo, son capaces de producir cantidades prodigiosas de leche y, a veces, se enferman. Sabemos también, aunque esto desconcierte a algunos, que los varones a veces desarrollan mamas.

Ni siquiera los expertos saben con certeza por qué ocurren estas cosas, ni la razón por la que desarrollamos mamas, pero la urgencia de conocerlas y entenderlas nunca ha sido más grande. Si bien la vida moderna significó para muchos una vida más longeva y de mayores comodidades, también trajo aparejados malestares extraños y desconcertantes para las tetas. Para empezar, son más grandes que nunca2, según los fabricantes y vendedores de lencería que no dejan de aumentar constantemente el talle de las tazas (ya llegaron al H y al KK)3. Se desarrollan cada vez más precozmente; las llenamos de solución salina y silicona, y les trasplantamos células madre para modificarlas. La mayoría de las personas ya no las usan para alimentar bebés, pero cuando sirven a ese fin, la leche que producen está llena de aditivos industriales que ninguno de nuestros ancestros conoció jamás y que nunca estuvieron destinados a la digestión humana. Se forman más tumores en las mamas que en cualquier otro órgano, y el cáncer de mama —cuya incidencia prácticamente se duplicó desde la década de 1940, y sigue en aumento— es la malignidad más frecuente en las mujeres de todo el mundo. Las tetas están llevando una vida que nunca antes tuvieron.

Afortunadamente, los científicos están empezando a develar sus secretos, y con ellos surge una forma nueva de considerar la salud humana y nuestro complejo lugar en la naturaleza. Para comprender la transformación, tenemos que remontarnos en el tiempo, hasta el origen mismo. Lo primero que debemos preguntarnos es por qué tenemos tetas. Compartimos el 98% de los genes con los chimpancés, pero en ese inconmensurable 2% están los genes que determinan las mamas. Las desafortunadas chimpancés no tienen tetas. De hecho, somos las únicas primates que desde la pubertad están dotadas de estos dos suaves orbes. Otras primates desarrollan bultos pequeños cuando tienen que amamantar, pero estos desaparecen tras el destete. Las tetas son un rasgo que define a la humanidad; de hecho, las glándulas mamarias son la característica a partir de la cual se definió nuestra clase taxonómica. Carlos Linneo sabía esto, por eso nos definió como mamíferos. Las tetas son parte de nuestra identidad.

Nunca pensé mucho en mis tetas hasta que tuve hijos. Se desarrollaron en una edad más o menos normal, y me gustaban: tenían el tamaño adecuado para no molestarme cuando hacía deporte ni darme dolores de espalda y al mismo tiempo saber que existían, y eran suficientemente simétricas para lucirse en trajes de baño (en las raras ocasiones en las que usaba uno, puesto que me crie en la ciudad de Nueva York). No tuve el problema que tenía Nora Ephron, que escribió un ensayo para la revista Esquire sobre la obsesión que tenía con la pequeñez de sus tetas en la década de 1950 —la era del corpiño en forma de torpedo— en California: “Me sentaba en la bañera y miraba mis tetas con la certeza de que, en cualquier momento, en cualquier minuto, comenzarían a crecer como las de las demás. Pero nunca pasó”.

Pobre Nora. Su preocupación daba cuenta de una verdad que había evolucionado desde el ocaso del Pleistoceno: las tetas son importantísimas. Cabe destacar que, en nuestro desarrollo como mamíferos, la lactancia permitió que, en sus primeros años, las crías humanas no tuvieran que recolectar, masticar, digerir y depurar el alimento encontrado en la naturaleza. Otros animales, los reptiles, por ejemplo, tenían que vivir cerca de fuentes de alimento específicas y altas en grasas. Los mamíferos solamente tenían que estar cerca de sus madres, que hacían todo el trabajo por ellos. Además, esto otorgaba más flexibilidad en épocas de cambio climático y escasez de alimentos. Luego de que se desarrollara la lactancia (a partir de las glándulas sudoríparas) en el Mesozoico, los mamíferos comenzaron a ganar dominio sobre los dinosaurios. El mundo se convirtió en un lugar diferente.

Las tetas propiciaron la evolución de nuestra especie de maneras tan evidentes como inesperadas. Debido a su capacidad de almacenar abundante leche, los recién nacidos podían ser más pequeños y nuestros cerebros podían crecer más. Al tener bebés más pequeños, nuestras caderas podían ser más estrechas, lo cual ayudó a que ascendiéramos a la bipedestación. Es posible que la lactancia haya abierto una vía para el desarrollo de la gestualidad, la intimidad, la comunicación y la sociabilidad. Los pezones sirvieron para desarrollar y preparar el paladar humano para el habla y justificaron la existencia de nuestros labios. De manera que, además de allanar el camino de nuestro dominio planetario, las tetas engendraron el exquisito arte de besar. Era una tarea titánica, pero ellas estaban a la altura de las circunstancias. Millones de años de evolución y presión ambiental crearon un órgano prácticamente milagroso, o al menos eso pensábamos hasta ahora.

FW

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