Rebecca Solnit: “Tener esperanza es un compromiso de solidaridad”

El mansplaining es uno de esos micromachismos cotidianos que todas las mujeres del mundo sufrieron alguna vez en su vida (algunas, incluso, todos los días). Se trata de ese momento en que un hombre le explica a una mujer de manera condescendiente y paternalista algo que ella ya sabe o, incluso, en lo que es toda una autoridad. Sin embargo, esta experiencia femenina tan común fue invisible hasta que Rebecca Solnit le dio nombre. Fue ella quien se inventó el concepto de mansplaining en un artículo titulado Los hombres me explican cosas en 2008, que enseguida se viralizó en internet y, listo para el hashtag, dio el salto a la cultura popular.
En español la descubrimos cuando la editorial Capitán Swing publicó aquel famoso artículo junto a otros textos en un libro con el mismo nombre, al que luego se sumaron títulos tan importantes como El arte de perderse, Luz en la oscuridad y Wanderlust, entre otros. Pero desde que en 2021 publicase su libro de memorias Recuerdos de mi inexistencia, es Lumen quien la está publicando. A Cenicienta liberada y la hermosísima, Las rosas de Orwell, se suma ahora el conjunto de artículos y relatos El camino inesperado, que es la obra que fue a promocionar estos días en Madrid.
Además de sus libros, Solnit escribe una columna para Harper's Magazine y colabora regularmente con The Guardian —algunos de esos textos se pueden leer en elDiario.es— y London Review of Books, así como con Literary Hub. Y es que, si en el mundo pop y en el feminismo es conocida por el concepto mansplaining, en el del activismo es una especie de profeta contra el derrotismo y las fantasías distópicas que defiende la esperanza como catalizador de la acción.
Su forma de escribir ensayos se parece mucho a su manera de caminar, un deambular entre ideas, conceptos, lugares y recuerdos aparentemente inconexos, a los que ella va llegando desde un lugar oblicuo e inesperado lleno de matices. Sus referentes literarios son James Baldwin, Virginia Woolf, Eduardo Galeano, George Orwell y Jorge Luis Borges. “De Virginia Woolf me encanta, entre otras cosas, que tiene frases de cientos de palabras, y yo también soy escritora de frases muy largas”, explica Solnit en una entrevista durante su visita a Madrid. “A veces me gusta una frase que fluye como un río y se niega a detenerse, que puede absorber toda la complejidad, que puede dar vueltas y vueltas”, añade.
Escribió sobre violines, sobre bosques, sobre atlas, sobre el Alzheimer, sobre la planificación urbana, las tortugas, el senderismo, la gentrificación, el acoso… En sus ensayos los auténticos personajes son las ideas, no las personas, y es fascinante ver cómo las saca a bailar o las sube a las cumbres de una montaña, por senderos imprevisibles y siempre fascinantes que pueden incluir lo mismo un cuadro de la mexicana Ana Teresa Fernández llamado Araña, que la historia del color azul o de la solidaridad tras el huracán Katrina en Nueva Orleans.
En sus propias palabras, lo suyo es: “Encontrar diferentes perspectivas que nos ofrezcan panoramas más amplios, más profundos en el tiempo, más detallados, porque muchas veces veo que la gente cuenta historias simples, historias de todo o nada, historias de derrotismo, historias de inevitabilidad. Así que muchas veces intento contar historias más complejas basándome en lo que veo, pero también en la comprensión previa”.
—¿Cómo debe ser la esperanza para no ser ingenua?
—Para mí siempre ha sido fundamental distinguir la esperanza del optimismo. El optimismo finge conocer el futuro y que todo estará bien. La esperanza se construye al comprender que el futuro es algo todavía incierto y que, en consecuencia, seguimos teniendo cierto poder para avanzar hacia las mejores posibilidades y alejarnos de las peores. Es decir, la esperanza no proviene de conocer el futuro, sino el pasado, y de comprender que la historia está llena de sorpresas.
—¿Qué tipo de sorpresas?
—El mundo puede cambiar repentinamente, como un terremoto, tras siglos de presión acumulada. También podemos aprender de la historia que cuando la gente común se une como sociedad civil es mucho más poderosa de lo que nos suele decir la gente oficialmente poderosa. Pero creo que la esperanza también es un compromiso. Cuando nos rendimos, simplemente nos quedamos en casa y nos volvemos cínicos. Así que tener esperanza es un compromiso de solidaridad. Es un compromiso con las posibilidades. Es un compromiso con tu propio poder, con ejercerlo. Y ya sé que no todo el mundo quiere esa responsabilidad.
—¿Cómo conquistó su propio compromiso con la esperanza?
—En realidad, el mundo me la enseñó. Tengo la misma edad que el Muro de Berlín, y me gustaría destacar que me va mucho mejor que a él [risas]. Tuve una infancia difícil y no tenía mucha esperanza, pero el mundo en el que crecí cambió radicalmente. Pensé que la Unión Soviética existiría más tiempo que yo. Nadie previó el levantamiento zapatista de 1994, que no solo fue milagroso en sí mismo y nos dio una nueva visión de lo que podrían ser el lenguaje político y la revolución, sino que también simboliza el increíble resurgimiento de los pueblos indígenas en América, que creo es mucho más importante de lo que la mayoría reconoce. Un resurgimiento que no solo cambió nuestra visión sobre la historia de América, sino también acerca de cómo debe y puede ser nuestra relación con la naturaleza.
—Este tema siempre le importó. En 1994 publicó un libro sobre la situación de los nativos americanos…
—Sí, y en él no logré anticipar, ni yo ni nadie pudo, que en los treinta años siguientes todo cambiaría tanto: que los pueblos indígenas recuperarían tierras, obtendrían más derechos, más reconocimiento, que contaríamos historias diferentes, que cambiaríamos los nombres de los lugares, los carteles y que empezaríamos a descolonizar los museos. Crecí en un mundo donde, si eras gay o lesbiana, se suponía que eras un enfermo mental o un delincuente. Así que fue el mundo el que me enseñó a tener esperanza porque cosas que nadie podría imaginar sucedieron una y otra vez. Y, por supuesto, también pasaron cosas terribles, pero todo lo bueno sucedió porque la gente común lo construyó, luchó por ello, lo defendió y lo hizo a largo plazo. No se rindieron cuando no ganaron al principio.
Nadie sabe dónde estarán los palestinos dentro de un año, pero lo que sí sé es que Israel se está destruyendo a sí mismo. Su reputación en el mundo, su posición moral, la seguridad de su gente
—¿Cree que hay esperanza para la gente de Gaza?
—Nadie sabe dónde estarán los palestinos dentro de un año, pero lo que sí sé es que Israel se está destruyendo a sí mismo. Su reputación en el mundo, su posición moral, la seguridad de su gente; acabamos de sufrir otro ataque contra judíos en Estados Unidos. El pueblo de Gaza está sufriendo lo inimaginable, pero siguen intentando evitar las bombas, alimentar a sus hijos, llevar a los heridos adonde puedan recibir atención médica y encontrar la manera de sobrevivir en las peores condiciones. La gente suele pensar que hay que ser feliz o sentirse bien para tener esperanza, pero, ya sabés, la esperanza no es una emoción, es un compromiso. Yo tengo esperanza para la gente de Gaza y estoy segura de que ellos también.
—Hace unas semanas, leí en redes a una activista egipcia que vive en Nueva York, Mona Eltahawy…
—Ah, sí, la conozco. ¿Qué dijo Mona?
—Dijo que estaba en una marcha contra Trump, pero que no veía rabia en la gente y que sin rabia, es imposible luchar. ¿Cree que la rabia es un instrumento necesario para la lucha?
—Tengo sentimientos encontrados al respecto. Hubo una época en la que se publicaron varios libros feministas que hablaban sobre la ira como un superpoder, pero la verdad es que crecí rodeada de hombres violentos y sé que quien usa su ira lo suele hacer para intimidar y acosar a otras personas. En el budismo hablamos de la ira como uno de los tres venenos. Y sé también que la gente en Estados Unidos que se preocupa por los derechos humanos, la justicia, el estado de derecho y el medio ambiente, están furiosos. Pero creo que también usamos las palabras rabia e ira para describir muchas cosas diferentes. Creo que hay en la rabia una especie de indignación moral que puede ser una fuerza realmente maravillosa.
Pero también creo que muchas veces, debajo de todo eso, hay amor. Si no te importasen los niños, no podrías enojarte porque los matan. Si no te importase el medio ambiente, no te llenaría de ira que la industria de los combustibles fósiles lo estuviese destruyendo. Si no te importase el estado de derecho, no te enojaría que la administración Trump lo estuviese violando. Así que sospecho que la gente está sintiendo muchas cosas diferentes. Estoy segura. Muchos inmigrantes y personas trans están sintiendo un miedo terrible, además de esta indignación moral.
Si no te importase el estado de derecho, no te enojaría que la administración Trump lo estuviese violando. Así que sospecho que la gente está sintiendo muchas cosas diferentes
—¿La sorprendió algo de lo que hizo Donald Trump hasta ahora?
—En absoluto. Desde 2016 ya era obvio que iba a ser completamente deshonesto, poco ético, racista y sexista. Lo que me sorprende es que a tanta gente le sorprenda y creo que en parte es por culpa de los grandes medios de comunicación. Hubo historias terribles sobre hombres que votaron por Trump y luego deportaron a sus esposas inmigrantes; dueños de negocios que votaron por Trump y luego sus trabajadores fueron atacados por agentes de la policía. Mucha de esta gente no prestó la suficiente atención o simplemente no les llegó la información porque el entorno informativo está muy corrompido.
—Antes hablaba de miedo. ¿Alguna vez sintió miedo?
—Por supuesto. Crecí rodeada de mucha violencia masculina. Y cuando me fui de casa llegó el acoso callejero. No solo lo molesto, sino lo realmente amenazante. Ya sabés, un desconocido se te acerca en la calle a los diecinueve años y si no consigue lo que quiere amenaza con matarte y te sigue por la calle, gritándote con rabia. Esa es en parte la razón por la que no soy tan fan de la ira. Lo más aterrador en mi vida fueron los hombres y los hombres que asumieron que tienen el derecho a hacerme daño, a controlarme, a castigarme, lo cual es una experiencia, creo, que las mujeres de todo el mundo tienen, y es en gran medida lo que me hizo feminista.
Encuentro la palabra “desnormalizar" realmente útil a veces: necesitamos desnormalizar algo que fue aceptado. Y creo que muchas veces así es como avanzan los derechos humanos. Desnormalizamos el racismo. Desnormalizamos la misoginia. Desnormalizamos la desigualdad. Visibilizamos algo que fue invisible
—Es decir, que le da más miedo la violencia de los hombres que la de la naturaleza.
—Por supuesto, porque si un oso o un incendio me ataca sé que no es personal.
—¿Por qué cree que a tantos hombres les cuesta escuchar a las mujeres?
—Es algo arraigado en su cultura, pero eso no significa que sea inherente. Hay un dicho maravilloso de un hombre al que adoré mientras estuvo vivo, mi amigo David Graeber, el antropólogo. Dijo que la gran verdad oculta del mundo es que todo podría ser diferente. Hay sociedades en las que hombres y mujeres son iguales. Fingir que es biológico es solo una excusa y muchas veces tratamos la violencia masculina como si fuera algo inevitable. “Oh, está nevando. Tenés que usar ropa abrigada”. Y eso fue lo que realmente me hizo feminista: sufría acoso sexual de maneras que... Y nadie decía: “Tenés derecho a caminar por la calle. Tenés derecho a ser libre y estar segura”. Todos decían: “Cortate el pelo, vestite como un hombre, aprendé artes marciales, comprá un arma. Mudate a otro lugar. Comprá un coche, tomá un taxi”. Y lo decían porque habían normalizado por completo esta violencia.
Encuentro la palabra “desnormalizar” realmente útil a veces: necesitamos desnormalizar algo que fue aceptado. Y creo que muchas veces así es como avanzan los derechos humanos. Desnormalizamos el racismo. Desnormalizamos la misoginia. Desnormalizamos la desigualdad. Visibilizamos algo que fue invisible.
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