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Lecturas

La gran huelga aceitera

Aceiteros, de Pablo Waisberg.

Pablo Waisberg

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“Algunos me preguntaban: ”¿Por qué no nos van a dar el aumento si nos corresponde?“, y yo les decía: ”Porque no quieren. ¿Qué piensan ellos? La plata es mía, ¿por qué te la voy a dar a vos?“  (Daniel Yofra)

El 2015 iba a ser un año de definiciones. La Federación había ido consolidando la lucha por el salario digno y fortaleciendo varios sindicatos de base. Hacía dos años que profundizaban una construcción sindical que jerarquizaba el rol de los delegados de base y estimulaba el debate en las asambleas. Al mismo tiempo, continuaron desarmando los bolsones de trabajadores tercerizados, que sólo servían para generar división entre obreros y volver más precario e inseguro el trabajo dentro de las plantas. Ese recorrido les permitió empezar a hablar de la salud dentro de la fábrica.

En ese clima de desarrollo interno llegaron al Sexto Plenario de Delegados Aceiteros y Desmotadores de Algodón, que se hizo en febrero, en Villa Mercedes, San Luis. Ahí aprobaron la nueva metodología de cálculo para el salario mínimo vital y móvil, que se basaba en la composición del gasto de los hogares para una familia con un hijo que contemplaba la Encuesta Nacional de Gastos y Hogares (ENGHO) del año 2012/2013. Ese número se había ido actualizando año a año.

El cálculo para 2015 daba 14.931 pesos para la categoría inicial y significaba un aumento del 42,2% (el salario promedio de los trabajadores industriales registrados era de 7.697 pesos, según la Encuesta Permanente de Hogares elaborada por el INDEC). Lo anunciaron el 12 de marzo, cuando faltaban veinte días para el vencimiento del acuerdo paritario de 2014. Iba a ser una discusión difícil porque implicaba seguir mejorando los salarios, que habían tenido una recuperación importante. Sin embargo, ese incremento seguía siendo un tema menor para las finanzas de las patronales: la totalidad de la masa salarial representaba entre el 0,5 y el 1,8 % de las ventas declaradas del sector aceitero. “Desde 2004 en adelante pudimos ver incluso que no había significativas diferencias entre lo que ocurría en las grandes empresas y en las medianas, a partir de lo que decían sus balances. Todas manifestaban un escaso peso de la masa salarial respecto de las ventas que declaraban o de la totalidad de sus costos”, analizaron los asesores económicos de la Federación.

Esos cálculos, que mostraban claramente la capacidad de pago —sin tomar en cuenta prácticas de triangulación de exportaciones como las que habían denunciado con pruebas en 2004—, no iban a conmover el corazón patronal. Todo lo contrario. A diferencia de lo que había pasado en la última década, los hombres de la Cámara de la Industria Aceitera de la República Argentina (CIARA) habían abandonado sus posiciones individuales y decidieron actuar en bloque. Las mayores productoras y exportadoras de aceite y también las empresas de menor tamaño instruyeron a sus cuadros profesionales para trazar la nueva estrategia. La fueron puliendo entre enero y marzo, y para abril, cuando venció el acuerdo paritario, estaban abroquelados detrás de una consigna: “Poner un límite a una metodología inaceptable de negociación”. 

* * *

Las empresas ofrecieron 24% de aumento. Insistían, en línea con el gobierno, en que la inflación iba a ubicarse en torno a ese porcentaje para 2015. Se apoyaban en datos del INDEC, que mantenía intervenido el secretario de Comercio, Guillermo Moreno, y en mediciones de consultoras privadas. Pero lo que los aceiteros discutían era otra cosa: pedían lo mínimo que necesitaban un trabajador y su familia para vivir dignamente gracias a su trabajo. Además, reclamaban el aumento de un 6% en los turnos rotativos, un 10% adicional para los que rotan tercer y cuarto turno, mil doscientos pesos por trabajador para la obra social, la constitución de Comités Mixtos de Seguridad e Higiene y el nombramiento de un delegado en plantas con menos de diez trabajadores.

Esos pedidos chocaban de frente con la decisión tomada por las patronales. No querían discutir más con esa conducción obrera integrada por “ex operarios de plantas importantes”, que estaban asistidos por abogados “con vasta experiencia en el asesoramiento de sindicatos”. 

“Todos ellos tienen un marcado pensamiento de izquierda con una concepción polarizada del capital y el trabajo. Su forma de tomar decisiones es a través de asambleas en las fábricas. Palabras como ‘lucha’, ‘arrancar’, ‘lucha de clases’, ‘explotación’, ‘guerra’, ‘ganadores’, ‘perdedores’, ‘conquista’ son comunes en su glosario. Todos ellos son negociadores duros que conciben la negociación como un ‘ganar-perder’, es decir, son altamente competitivos. Utilizan las subidas de tono, las chicanas, los golpes en la mesa y, sobre todo, las medidas de fuerza inmediatas, como estrategias de negociación”, los describió el gerente de Asuntos Legales y Laborales de la CIARA, Martín Brindici, en un paper donde analizó esa negociación que encabezó por el lado patronal. Casi todo lo que marcaba como aspectos negativos o bien eran enseñanzas directas de Horacio Zamboni o el producto del encuentro entre él y esos dirigentes sindicales criados en fábricas donde no podían tomar mate, hacían horas extras para mejorar su pobre salario y trabajaban bajo precarias condiciones de seguridad.

***

En la puerta

“Sin acuerdo salarial, aceiteros lanzan paro por tiempo indeterminado”, tituló El Cronista el miércoles 5 de mayo. Esa madrugada, cuando el diario empezaba a llegar a los quioscos de diarios y revistas, los trabajadores habían realizado los procedimientos de parada segura porque se esperaba que la huelga durara varios días y las puertas de las plantas empezaban a cambiar de aspecto: se montaban carpas para sostener la protesta.

Permanecer en la puerta de las fábricas durante una medida de fuerza permite que las y los trabajadores tengan un lugar donde reunirse mientras se lleva adelante el reclamo. Van cada día, mientras dura la disputa, a cumplir su horario de turno laboral, pero manteniendo la huelga. También es una forma de visibilizar que existe un conflicto en marcha, de generar solidaridad en otros sectores, de mantener la llama ardiendo.

En los días previos, el curso que tomaron las negociaciones paritarias había ido generando interés en los medios de comunicación. No era una cuestión que discutía solamente aceiteros, el tema atravesaba a los diferentes gremios: bancarios, metalúrgicos y empleados de comercio, entre otros. Ninguno pensaba en aumentos por debajo del 30%. La UOM, por ejemplo, pedía una suba del 36% y el sindicato de Comercio había logrado un acuerdo con las cámaras patronales por un 30%, pero el Ministerio de Trabajo se negaba a homologarlo.

En ese contexto, el reclamo de los aceiteros tenía brillo propio y empezaba a crecer. Lo habían notado claramente el 12 de marzo cuando anunciaron que irían a la paritaria a pedir un aumento del 42,2%. Ese mismo día, Yofra fue entrevistado por Jorge Lanata e Ismael Bermúdez en el programa Lanata sin filtro, que se emitía por Radio Mitre y lideraba muy cómodamente la segunda mañana: lo escuchaba el 46,6% de las personas que sintonizaban alguna radio AM durante los días de semana en el Área Metropolitana de Buenos Aires. 

“Lo que pedimos es simplemente lo que dice la ley: un salario que nos garantice alimentación adecuada, vivienda digna, educación, vestuario, asistencia sanitaria, transporte, esparcimiento, vacaciones. Todo lo que dice la ley. Si no es así, si no se puede dar ese salario, ¿cuál de esas necesidades tenemos que sacar de la ley?”, dijo al responder las preguntas. Y Bermúdez indagó.

—¿Los empresarios les van a dar lo que están reclamando?

—No, no creo —dijo Yofra y atajó una risa porque sabía que a las patronales les cuesta entender las necesidades obreras—. No creo que nos lo den en una negociación pacífica. Seguramente tendremos que ir a una medida nacional. 

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Para ese momento, había puertos paralizados, contratos caídos y un centenar de buques anclados en diferentes puntos a la espera de que se resolviera el reclamo y poder cargar sus bodegas. Cada uno representaba un costo de entre veinte mil y treinta mil dólares por día.

Durante el fin de semana fue más fuerte la presencia de las familias en las puertas de las plantas. Iban a acompañar a los trabajadores. Lo venían haciendo prácticamente desde que comenzó el conflicto. Una de las mujeres que iba a diario era Jaquelina Matteucci, enfermera y esposa de Marcos Gasparri, operario de Extracción. 

Marcos había entrado a Dreyfus en octubre de 1999, cuando ellos iniciaban su noviazgo. Jaqui había empezado a ir sobre el final de la primera semana de huelga. Por un lado, era una forma de “estar con él”, pero también una manera de acompañar el reclamo. Iba a compartir el mate y para que sus dos hijos de dos y siete años se encontraran con el papá. Es que desde que había comenzado la protesta, Marcos iba poco a la casa. Pero cuando llegaba, lo percibían desde que abría la puerta: olía a humo y no a cereal.

El hijo mayor preguntó por qué el papá no volvía todos los días y por qué tenía ese olor a humo. Jaqui le explicó que estaba haciendo una huelga, que era una forma que tenían los trabajadores para reclamar que les pagaran el sueldo que necesitan para vivir dignamente. Su propia vida era expresión de esa pelea: compraron un lote, construyeron una casa, tenían auto. 

***

Cuando Yofra y Dávalos llegaron al quinto piso de Economía, junto a sus asesores Cremonte y Zamboni Siri, los estaban esperando Tomada, el viceministro de Economía, Emmanuel Álvarez Agis, y el ministro de Economía, Axel Kicillof. En la oficina había varias pantallas donde se veía la cotización de bonos y acciones en tiempo real. Estaban conectadas directamente a la Bolsa de Buenos Aires.

La reunión empezó tensa. Sobre la mesa estaba el diario Clarín, abierto en la doble página que le había dedicado al conflicto. La ilustración de la nota era una foto de los barcos anclados en el puerto y el título decía que había casi cien buques varados. Subrayado con resaltador amarillo, se destacaba el párrafo del final: “Hay una intervención indebida y, por cierto, ilegal a la que nos tiene acostumbrados (el Ministerio de Trabajo). Por un lado, reclama la vigencia de paritarias libres y, por el otro, le opone un techo a los aumentos salariales que se negocian libremente. Resulta paradójico que, queriendo parecerse a Perón en el 45, la presidenta termine asemejándose a Isabelita, cuando en 1975 se opuso a la homologación de los acuerdos salariales conseguidos”.

La discusión volvió sobre el mismo punto de que los salarios podrían disparar la inflación y que eso afectaría al gobierno. Incluso hubo frases como “quieren cagar a Cristina”, que ya habían aparecido durante una reunión de Tomada con Yofra tras el acuerdo con las patronales. Les costaba entender el reclamo sindical, que tenía que ver exclusivamente con cuánto valía la fuerza de trabajo y cuánto era lo necesario para vivir dignamente.

Kicillof argumentó largamente para buscar algún cambio en los aceiteros. No lo logró. Yofra respiró hondo y cerró el debate. 

—El problema que yo tengo es que no puedo cambiar este reclamo. No puedo porque creo que es justo, pero tampoco podría ni aunque quisiera. Vivo en un barrio donde viven otros trabajadores aceiteros. Mis amigos son aceiteros. Mis hijos van a la misma escuela que los hijos de otros aceiteros. Si yo viviera en Puerto Madero, tal vez, podría. Pero no vivo ahí. Vivo igual que el resto de los trabajadores aceiteros.

El aire se tensó otra vez.

—Bueno. Déjennos que lo hablemos en frente. —Kicillof y Tomada se prepararon para cruzar a la Rosada.

Al día siguiente, se hizo una nueva audiencia en el Ministerio de Trabajo. Duró casi todo el día y, finalmente, se firmó la paritaria salarial, pero faltaba resolver quién pagaría los siete días de huelga que continuaron tras el acuerdo inicial. A los obreros no les correspondía perder eso porque la medida de fuerza había continuado debido a la posición del gobierno y las empresas no querían hacerse cargo del pago. En un nuevo encuentro, el viernes 29, se acordó el pago.

La noticia llegó en formato de mensaje de audio a las puertas de las diferentes plantas. Lo escuchaban con los celulares conectados a los equipos de audio de los autos y la voz salía a todo volumen. Algunos lloraban. Casi que no terminaban de creerlo.

Gasparri la llamó a Jaqui. Tenía un nudo en la garganta.

—Jaqui, ya está, terminó. Jaqui, lo logramos.

AR

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