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Opinión

Impuestos a las exportaciones: ¿buenos o malos?

Desde el punto de vista distributivo, los impuestos a la exportación perjudicaron a los propietarios agrícolas, y beneficiaron a los destinatarios del gasto público y a los consumidores de alimentos, sostiene el autor.

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En general, no se discute la necesidad de que haya Estado, y que sus gastos sean financiados con impuestos. Algunos tienen buena aceptación por parte de los tributaristas, como el IVA, siempre que la alícuota no sea demasiado alta. Y otros son fuertemente criticados, como los que gravan a las exportaciones (los que se suelen llamar “retenciones”). El Banco Mundial da cuenta de sólo 10 países en los cuales este tipo de impuestos representa más del 2% de la recaudación impositiva; entre ellos, junto con Rusia, Bielorrusia, Kazajistán, Guinea, Guinea Bissau, Costa de Marfil, Níger, Papúa Nueva Guinea e Islas Salomón, está nuestro país. El entonces presidente Macri dijo en julio de 2019 que “las retenciones a la exportación son un mal impuesto que tiene que desaparecer”; pocas semanas después, lejos de ese propósito, las aumentó.

Toda acción del Estado debería tratar de lograr el mayor bienestar posible para la población. Para eso, debe contribuir a que la utilización de los recursos productivos disponibles logre la máxima capacidad de satisfacción de las necesidades económicas (eficiencia) y que esa capacidad de satisfacer necesidades se distribuya entre los miembros de la sociedad de la forma más justa posible (equidad). Entonces, para analizar un impuesto, nos preguntamos: ¿cómo afecta a la eficiencia y a la equidad?

Eficiencia en la recaudación

Podemos descomponer el análisis sobre la eficiencia, diferenciando la eficiencia interna al proceso de recaudación y la “eficiencia asignativa”. La primera es la relación entre eficacia y costos de la recaudación, y constituye el mayor atractivo de los impuestos a las exportaciones, en particular cuando gravan “commodities” con precios internacionales conocidos (soja, maíz, trigo, petróleo, etc.). Son capaces de recaudar en poco tiempo sumas muy importantes y, en relación con la recaudación, los costos de calcular el impuesto, pagarlo y cobrarlo no representan un monto significativo ni para el contribuyente ni para el fisco. Probablemente sean algo mayores los costos vinculados con los esfuerzos de los contribuyentes para pagar lo menos posible, a través de subfacturación y contrabando, y del fisco para impedirlo. Pero podemos suponer que no son demasiado altos, en comparación con la recaudación.

Efectos sobre la eficiencia

La mayor crítica que se hace a los impuestos a las exportaciones es que causan ineficiencia asignativa: al resultar en un menor precio percibido por los exportadores, desalientan la producción de bienes exportables. Todo país necesita exportar para poder comprar en el exterior lo que no produce internamente; pero para Argentina la necesidad de exportar es especialmente importante, ya que cuando crece la actividad económica aumenta la necesidad de divisas y, sin suficientes exportaciones, se desemboca en una crisis externa que frena el crecimiento. Se ha puesto como ejemplo (de lo que no se debe hacer) a los impuestos a las exportaciones de combustibles que formaron parte de una política energética que condujo a un fuerte retroceso de la producción desde 2002 hasta 2014, cuando pasamos de ser exportador neto a importador neto de energía; aunque sería muy injusto atribuirles ese resultado a esos impuestos exclusivamente. Pero no quiero concentrarme en el análisis de la política energética sino en las “retenciones” a las exportaciones del complejo sojero, que han sido este siglo la mayor fuente de recaudación fiscal proveniente del comercio exterior.

Estos impuestos fueron establecidos a principios de 2002, y se han mantenido hasta hoy, con tendencia creciente hasta 2008; se redujeron recién a fines de 2015. Ante eso, se podría esperar que hubiera ocurrido lo mismo que con el petróleo: caída de la producción. Lejos de eso, la cosecha 2014/2015 duplicó a la de 2001/2002; con lo, cual el peso del complejo sojero en la economía, a pesar de la presión impositiva, creció. Las variaciones en la producción parecen más asociadas a cuestiones climáticas que a la presión tributaria.   

Hay al menos cinco variables que hacen a la rentabilidad de la soja: precio internacional, impuestos que gravan su producción (como las “retenciones”), tipo de cambio real, productividad física y precios de los insumos. Los tres primeros factores deberían reflejarse en el precio interno del producto, una vez que se corrigen los valores en pesos con un índice de precios, para tener una unidad de medida de valor más estable. Aquí utilicé el Índice de Precios al Consumidor; de haber utilizado un índice de costos de la producción de soja, probablemente las variaciones serían menores, dado que parte de los costos están vinculados con el precio del producto. Pero seguramente las tendencias serían las mismas y, por lo tanto, también las conclusiones.  

La lógica económica nos dice que la producción de cualquier bien debería variar en el mismo sentido que la rentabilidad ex ante (la estimada antes de tomar la decisión de producción); porque cuando baja la rentabilidad, se hace menos atractivo producir. Entonces, deberíamos ver que, más allá de los vaivenes climáticos, las variaciones en la producción deberían seguir los movimientos de los precios. Pero cuando comparamos ambas variables, no se ve una clara relación. Los precios más altos se registraron en los años 2002, 2003 y 2008 y no fueron seguidos inmediatamente por las cosechas más importantes. La cosecha récord fue la de 2014/2015; y fue precedida por precios con tendencia decreciente y bien por debajo del promedio de las últimas dos décadas.

Este resultado, en principio, nos estaría diciendo que la elasticidad-precio de la producción de soja es baja en el mejor de los casos; si es así, no podemos afirmar con seguridad que la imposición de impuestos a la exportación de soja en Argentina ha tenido un impacto significativo en la producción. Con lo cual, el argumento principal contra estos impuestos (que implican un sesgo anti-exportador significativo) no se ve confirmado por los datos.

¿Cómo se explica esto? Mi hipótesis es que, siendo fijo el principal factor productivo (la tierra cultivable), a partir de un cierto umbral de rentabilidad, un mayor precio no conduce a un incremento importante de la producción. Desde ya, debe haber un precio por debajo del cual se reduce la siembra, ya que, si la perspectiva es una rentabilidad muy baja, no valdría la pena apostar a la producción. En 2015 confluyó el retraso cambiario, las “retenciones” en su máximo y precios internacionales relativamente bajos, para que los precios internos fueran más de 40% inferiores, en valores reales, al promedio de los últimos 20 años. Entonces, se decía que se había llegado a ese umbral de rentabilidad. Pero, de ser así, la producción debería haberse derrumbado. No ocurrió. La tierra se siguió cultivando: señal de que la rentabilidad seguía siendo suficiente para hacerlo.

Pero la lógica económica nos dice que, en ausencia de retenciones, algo más de producción pudo haber habido. ¿Cómo? A partir de un uso más intensivo de agroquímicos, y ampliando el área sembrada con soja, desplazando a otros usos del suelo. Pero ¿eso sería socialmente conveniente? No estamos seguros.

La extensión del cultivo de soja ha sido acusada de provocar externalidades negativas: consecuencias sobre terceros, que no son tenidas en cuenta por los productores. Son bastante conocidas las denuncias acerca de la toxicidad de agroquímicos usados en el cultivo extensivo de soja. Pero, además, la expansión de ese cultivo se hizo en buena medida a expensas de reemplazar pastizales y montes nativos, vegetación con menor valor de explotación económica, pero con rica biodiversidad; su reemplazo por un monocultivo como la soja no es ambientalmente neutral. Además de su impacto sobre la emisión de gases de efecto invernadero, se señala que la vegetación nativa cumple funciones de regulación hídrica. Según decía un guía de Sierra de la Ventana, el pastizal nativo es como una esponja, que retiene el agua de lluvia. Eso implica que, al llover, aguas abajo la velocidad del agua se amortigua y, al irse escurriendo con más lentitud, los cursos fluviales tienen un régimen más estable. Si se reemplaza la vegetación nativa por un monocultivo como la soja, la absorción pluvial disminuye y la velocidad de escurrimiento aumenta, lo que intensifica la erosión y hace más probables las inundaciones, alternadas con períodos de bajo caudal de los ríos en épocas de sequía, cuando más se los necesita.

El cultivo de soja en Argentina tiene una competitividad internacional mayor que otras actividades; los impuestos a las exportaciones ayudan a nivelar esa diferencia. Sin ellos, y suponiendo que la mayor rentabilidad condujera a que se asignen mayores recursos a la soja, habría sido en detrimento de otros bienes, perdiéndose diversificación productiva. Esto haría al país más dependiente de su principal producto de exportación (“enfermedad holandesa”). ¿Qué tiene de malo? La economía sufriría más las fluctuaciones producto de avatares climáticos o del precio internacional. Y cuando los ingresos por el producto “estrella” menguan, no se los puede reemplazar rápidamente con otros bienes que han sido desplazados, si requieren un período de maduración para su desarrollo. Es el caso de Venezuela: dada la alta competitividad del petróleo, prácticamente no exportaba otro bien. Cuando el precio se derrumbó, Venezuela entró en crisis.

Además, la concentración de la producción en un bien como la soja, que emplea relativamente poca mano de obra, puede repercutir también en la riqueza y diversidad de los avances tecnológicos internos: no habría mayor interés en desarrollos que involucren a bienes que no son competitivos, por quedar opacados por el producto de exportación dominante.

Un dato poco conocido es que Argentina, en el primer trimestre de 2021, importó más soja en grano de lo que exportó. Esto fue porque los impuestos a las exportaciones de soja procesada (aceite, subproductos para alimentación animal, biodiesel) han sido en general inferiores a los de la soja en grano. Debido a esta diferenciación, se instaló en el país una moderna industria de procesamiento de la soja, con gran capacidad instalada, que cuando la cosecha local no alcanza para abastecerla de la materia prima, importa soja desde Paraguay.

En definitiva, en cuanto a la asignación de recursos productivos, no estamos seguros de que los impuestos a las exportaciones de soja hayan causado una disminución significativa de su producción; y, si lo hubieran hecho, no está claro que ese resultado fuera opuesto a los intereses del conjunto de la sociedad.   

Efectos sobre la distribución del ingreso

¿Quiénes se perjudican con los impuestos a las exportaciones? Principalmente, los propietarios de las tierras productoras. Estos tributos reducen el precio recibido por el productor y, por ende, su rentabilidad. Si se perciben como habituales, harán que el valor de la tierra disminuya. Los cambios repentinos pueden afectar a arrendatarios y exportadores; pero, normalmente, los exportadores trasladarán el impuesto a los productores, y los arrendatarios a los dueños de los campos.

¿A qué estrato de ingresos pertenecen los dueños de los campos dedicados al cultivo de soja? Gran parte de ellos son de medianos ingresos; pero es posible estimar, en base a información del Censo Agropecuario y a estimaciones de precio de los campos, que el grueso de la producción se obtiene en explotaciones cuyo valor supera el millón de dólares;  aun sin datos precisos, parece lógico suponer que la mayor parte de la recaudación incide sobre propietarios cuyo patrimonio supera al que tiene, en promedio, el resto de la población.

¿Quién se beneficia con los impuestos a las exportaciones? En su ausencia, podría ocurrir una combinación de tres cosas: que se recaude más de otros impuestos, que se reduzca el gasto público, o que aumente el déficit fiscal nacional. Podría plantearse, como hipótesis, que sin impuestos a las exportaciones habría habido menos gasto público: menos jubilaciones (al menos por moratoria), menos planes sociales, menos empleados públicos, menos inversión pública. Lo más probable es que el ingreso promedio de los beneficiarios de este gasto público sea inferior al promedio nacional.

Por otra parte, los impuestos a las exportaciones, al tener el efecto de bajar el precio interno, benefician a los consumidores internos de los bienes gravados. En el caso de la soja, el consumo interno no es muy grande, pero existe: no tanto en forma de grano –excluyendo el que se usa para siembra– sino procesado en forma de aceite comestible, alimentos balanceados y biodiesel. Pero, como sería poco probable que la soja no tenga “retenciones” y otros productos agropecuarios sí, podemos pensar que la ausencia de impuestos a las exportaciones sobre materias primas alimenticias habría resultado en mayores precios de los alimentos, y por lo tanto en menor poder adquisitivo del salario.

Sobre esta base, se podría afirmar que, desde el punto de vista distributivo, los impuestos a la exportación perjudicaron a los propietarios agrícolas, y beneficiaron a los destinatarios del gasto público y a los consumidores de alimentos. Y parece lógico suponer que los primeros tienen un ingreso promedio superior a los últimos, con lo que la distribución del ingreso habría sido menos desigual que si no hubieran existido estos tributos. Pero si eso es justo o injusto, depende de lo que piense cada uno, lo que excede al análisis económico.  

En conclusión, mientras que no hay elementos suficientes para afirmar que las “retenciones” a la exportación de soja hicieron que la asignación de recursos sociales productivos sea más ineficiente, hay indicios de que habrían hecho que la distribución del ingreso sea menos desigual. Pero si eso hace que esa distribución sea más o menos equitativa, es una cuestión opinable.

Así que, si usted empezó a leer mi nota porque creyó que iba a dar una respuesta a la pregunta, pido disculpas: sólo le he podido dar elementos para pensarla. 

WC

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