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Entrevista

Leonardo Gasparini: “Hay una visión muy cómoda para las clases medias que resume el problema de la desigualdad a 'los ricos vs. el resto'”

Leonardo Gasparini, doctor en Economía y director del Cedlas

Delfina Torres Cabreros

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El número de personas necesario para igualar la riqueza de la mitad más pobre de los habitantes del mundo es de apenas ocho supermillonarios. Es decir, podrían caber en una camioneta. Probablemente manejaría Jeff Bezos, dueño de Amazon, y entre sus acompañantes habría un latinoamericano, el mexicano Carlos Slim.

Este dato, construido por la ONG británica Oxfam y recuperado por Leonardo Gasparini en su libro de reciente publicación Desiguales. Una guía para pensar la desigualdad económica (Edhasa), le da marco a lo que muchas personas sienten sobre las diferencias entre los millonarios y el resto de la sociedad: son chocantes, obscenas, inaceptables. Gasparini, que es doctor en Economía y director del Centro de Estudios Distributivos, Laborales y Sociales (Cedlas) de la Universidad Nacional de la Plata, comparte esta visión, pero también cree que es una postura confortable e, incluso, conveniente. En este esquema, las políticas redistributivas deberían concentrarse en la cúpula de la pirámide y eximir a quienes no formen parte de ese universo minúsculo. 

Esa es una de las tantas mechas que Gasparini enciende contra los lugares comunes en torno al fenómeno de la desigualdad, más complejo, extenso y antiguo de lo que se suele pensar. El economista asegura que la desigualdad no es una rareza de algunas sociedades modernas sino la característica distintiva de las formas de organización humana al menos desde el surgimiento de la agricultura (ese momento en que se empezó a contar con un “excedente” acumulable) y que esto no es enteramente condenable; cierto grado de desigualdad es un combustible indispensable para el progreso. “En una sociedad, en un mismo momento, conviven muchas desigualdades: las buenas y las malas, las funcionales y las disruptivas, las justificadas y las inequitativas, las tolerables y las inaceptables”, señala en diálogo con elDiarioAR. 

Señala que, en líneas generales, el grado de desigualdad de cada país tiene relación con su nivel de desarrollo económico. Sin embargo, los países latinoamericanos exhiben una desigualdad mayor que la que sugiere su nivel de desarrollo económico. ¿Cómo se explica ese “exceso de desigualdad”?

–Hay factores que hacen que la desigualdad de ingresos sea particularmente alta en América Latina: anchas brechas educativas, debilidad en los mercados de crédito, alta desigualdad en la distribución de la tierra, baja progresividad del sistema tributario, gasto social poco focalizado e ineficiente, corrupción y privilegios extendidos, problemas permanentes de inestabilidad macroeconómica, fragilidad institucional. Pero ese listado retrotrae la pregunta: ¿por qué tenemos en América Latina todas estas características? Y acá la respuesta es enormemente más difícil. Una posibilidad es acudir a la historia. Por ejemplo, algunos argumentan que la raíz está en las sociedades segmentadas que se generaron en la colonia, otros en la estructura agroexportadora que surgió a fines del siglo XIX, otros en la conformación de un Estado de Bienestar fallido en el siglo XX. Ninguna explicación simple es enteramente satisfactoria. Es un debate abierto. 

Mientras que en promedio la pobreza ha caído en América Latina, en Argentina los niveles actuales son superiores a los de hace 40 años atrás

¿Cómo se ubica la Argentina en el marco general de la región? Da la sensación de que el país suele desacoplarse de la regla en Latinoamérica; hasta los 70 como una excepcionalidad positiva, en las últimas décadas en el sentido contrario.

–Es así. Argentina tuvo tradicionalmente indicadores sociales muy superiores al resto de América Latina, con la excepción de Uruguay. Esta situación ha ido cambiando a lo largo de las últimas décadas, en parte por los progresos en otros países, en parte por el retroceso de Argentina. Aún seguimos siendo un país con relativa baja desigualdad y pobreza en comparación con el resto de la región, pero las diferencias se han acortado notablemente. En materia social, ya nos parecemos cada vez más a un país típico de América Latina. El contraste más frustrante se ha dado en la dinámica de la pobreza: mientras que en promedio la pobreza ha caído en América Latina, en Argentina los niveles actuales son superiores a los de hace 40 años atrás.  

En el debate argentino aparecen dos posturas que se plantean como opuestas: la que reivindica la “meritocracia” y aquella que enfatiza la injusticia de toda desigualdad y hace foco en las oportunidades de origen. ¿Cómo percibe este debate?

–Percibo un debate cada más simplificado y polarizado; en Argentina y también en otros países. De un lado están quienes piensan que toda desigualdad es injustificada y que el Estado tiene que intervenir fuertemente y que esa intervención no afecta los incentivos económicos ni obstruye el crecimiento. Y en el otro extremo están los que sostienen que la gran mayoría de las desigualdades son producto de premios justificados al mérito –la idea de meritocracia– y que en todo caso cualquier intento por reducir las desigualdades coarta las libertades y detiene los estímulos al crecimiento. A mí me sorprende lo popular de estas dos visiones extremas, casi caricaturescas. Me parece que son necesarias visiones más matizadas, que reconozcan la complejidad del fenómeno. En una sociedad, en un mismo momento, conviven muchas desigualdades; las buenas y las malas, las funcionales y las disruptivas, las justificadas y las inequitativas, las tolerables y las inaceptables. Es imposible abarcarlas a todas con una posición extrema.   

En un contexto de grandes disparidades el sistema político es más fácilmente capturado o influenciado por los grupos más poderosos y, en ese caso, los mecanismos básicos de la democracia se debilitan

En general consideramos a la desigualdad como un problema ético, ¿pero puede pensarse también por su efecto instrumental, como un elemento desestabilizador de las democracias?

–Sí, exactamente. Además de un problema moral, la alta desigualdad es disfuncional a muchos otros objetivos que valoramos. Por ejemplo, hay evidencia que sugiere que la alta desigualdad perjudica el crecimiento económico y aumenta la probabilidad de crisis. La alta desigualdad también implica sociedades más conflictivas, más inseguras y con menos confianza en el prójimo y también instituciones políticas más inestables. Estos son todos factores que desestabilizan la democracia. Y esta no es solo una preocupación en nuestros países. Muchos han advertido el peligro de un aumento desmedido de la desigualdad también en los países ricos. La razón es que en un contexto de grandes disparidades el sistema político es más fácilmente capturado o influenciado por los grupos más poderosos y en ese caso los mecanismos básicos de la democracia se debilitan. 

Con la suba de los precios internacionales por la guerra se vuelve a poner en discusión la posibilidad de captar parte de esa renta extraordinaria para buscar una distribución de ingresos más equitativa. ¿Una política de ese tipo entra en conflicto con la oportunidad de aprovechar el incentivo económico para crecer más, algo que también funcionaría como un motor de reducción de la desigualdad?

–Primero, no es claro todavía que esta situación de conflicto termine generando rentas sustanciales para Argentina. Si lo hace, me parece razonable que una parte de esas rentas extraordinarias que no fueron previstas y que favorecen a algunos grupos se usen para financiar inversión social. No creo que extraer una parte de esas rentas extraordinarias genere desincentivos a la inversión o al crecimiento. Dicho esto, me parece importante hacerlo respetando algunas condiciones: identificar muy bien a los ganadores para no terminar gravando a quien no se benefició, identificar muy bien las rentas extraordinarias para no transformar a los iniciales ganadores en perdedores, no comprometerse a gastos permanentes que luego son insostenibles cuando los precios internacionales bajan y utilizar parte de los fondos para inversiones que aumenten la productividad y el crecimiento de largo plazo (rutas, infraestructura, educación). 

En su libro dice que pensar la desigualdad en términos de ricos vs. “resto de la sociedad” es cómodo para las clases medias porque se asume que las políticas redistributivas deberían ir contra los más ricos, pero evita una revisión de la desigualdad al interior de ese otro gran grupo. ¿Subyace esto, por ejemplo, en el debate por la suba de tarifas, mucho más árido que el del aporte a las grandes fortunas?

–Sí, totalmente. Hay una visión extendida, a mi juicio muy cómoda, que resume todo el problema de la desigualdad a la brecha entre los muy muy ricos y todo el resto de nosotros. Las brechas con los grandes millonarios obviamente son muy relevantes, pero la simplificación de la desigualdad a la dicotomía “ricos vs resto” parece eximirnos al resto de toda responsabilidad. En esta visión entonces, medidas como ampliar la base de ganancias o reducir los subsidios a las tarifas son juzgadas por muchos como regresivas. 

Hoy en día buena parte de las personas en la cima de la escalera de ingresos son trabajadores asalariados: gerentes de empresas, profesionales en cargos altos, artistas y deportistas exitosos

¿La dicotomía capital/trabajo es efectiva, todavía hoy, para explicar la desigualdad?

–Esa dicotomía continúa siendo relevante, pero menos que en tiempos pasados cuando la división de la población en dos grupos –trabajadores pobres y capitalistas ricos– era una simplificación suficiente. Por supuesto que hoy en día sigue siendo cierto que el capital y la tierra están más concentrados en los estratos altos de ingresos y que un determinante importante de la desigualdad global es la propiedad del capital, pero en las economías modernas hay otros factores que hacen al fenómeno de la desigualdad más complejo. El principal es la creciente relevancia del capital humano como factor de producción. Hoy en día buena parte de las personas en la cima de la escalera de ingresos son trabajadores asalariados: gerentes de empresas, profesionales en cargos altos, artistas y deportistas exitosos. El trabajo les permite ingresos altísimos que los ubica en los percentiles superiores de la distribución. Hay evidencia de que los salarios ya se han convertido en la principal fuente de ingresos para el 1% más rico de la población. Dicho esto, la propiedad del capital y la tasa de ganancia siguen naturalmente siendo determinantes muy importantes de la desigualdad.  

¿Cuánto se puede hacer para reducir la desigualdad si no acompaña un contexto de crecimiento de la economía? Puntualmente, ¿la Argentina puede reducirla si sostiene la tendencia de estancamiento de la última década?

–Reducir la desigualdad en un contexto de estancamiento es muy difícil, porque muchos de los instrumentos para impulsar esa reducción requieren estímulos que hay que financiar: más y mejor educación y salud, programas sociales más ambiciosos, programas de entrenamiento laboral, expansión del crédito, reformas tributarias. Impulsar estos cambios en un contexto de estancamiento es complicado. Con la economía estancada es todavía más complicado bajar la pobreza que la desigualdad. No hay experiencias de países en los que la pobreza haya caído sistemáticamente en contextos de estancamiento o recesión.  

Reducir la desigualdad en un contexto de estancamiento es muy difícil, porque muchos de los instrumentos para impulsar esa reducción requieren estímulos que hay que financiar

Las políticas de asistencia social, sobre todo las que implican transferencias de dinero directas, están siempre en el centro del debate. ¿Han mostrado ser efectivas en la reducción de la pobreza y la desigualdad en la Argentina? ¿Podrían ser mejores?

–Sorprendentemente no hay tantos estudios, pero los existentes concuerdan en que los programas de transferencias monetarias, como la AUH en Argentina, contribuyen a la reducción de la pobreza y la desigualdad de ingresos. Al menos lo hacen en el corto plazo. En el largo plazo, no sabemos, pero es posible que también tengan algún efecto ya que a través del sistema de condicionalidades estos programas por ejemplo han aumentado la asistencia al secundario. Que estos programas reduzcan la desigualdad de ingresos no es un resultado sorpresivo porque son programas altamente focalizados en la población vulnerable. Ahora bien, muchos ponen en duda estos programas porque no cambian las razones estructurales de la pobreza. Yo creo que en parte es una crítica injusta, porque son programas pensados para dar alivio inmediato a situaciones de padecimientos y no más que eso, que no es poco. Pero sí comparto la crítica de que hay mucho margen para mejorar la política social y los programas de transferencias, cuyo diseño parece estar estancado desde hace tiempo. Me parece que hay margen para hacerlos más efectivos, más focalizados y con más incentivos a la transición con el empleo.  

¿La corrupción incide en algo en el escenario de la desigualdad? 

–La corrupción es un tema central que cruza todos los aspectos de la vida económica y tiene consecuencias múltiples, entre ellas sobre la desigualdad. Hay al menos dos problemas. Uno es el delito puntual. La corrupción suele favorecer a los que están en situaciones de poder y eso agranda las brechas. Pero hay una segunda consecuencia que es también muy importante. Si el ciudadano cumplidor percibe que su esfuerzo no es acompañado por un gobierno, aunque sea medianamente honesto y eficiente, su moral ciudadana y tributaria decaerá y no tardará en buscar esquivar él también sus compromisos. Y este es un fenómeno tremendamente perjudicial para el financiamiento y para la progresividad de las políticas públicas. 

DTC/CC

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