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¿Dato mata relato? Cada vez hay más información disponible y menos consensos sobre lo que es verdad

Nuestra percepción es que los medios “mienten” porque no nos sentimos ni representados ni interpelados por sus agendas

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Este año electoral, con la economía cada vez más en el centro de la agenda, Twitter es un lanzadero de datos. Distintos economistas les ponen números a la crisis, al costo de la dolarización, al porcentaje del atraso cambiario, a los sueldos en dólares según el tipo de cambio, etcétera, etcétera. La conversación, por momentos, es de números. En el debate no participan solamente candidatos o referentes políticos. Los números, los datos, muchas veces, están accesibles, y los usuarios de las redes participan corrigiendo –con variable amabilidad– o revoleando los números propios que contradicen los otros. Difícilmente haya acuerdo en su veracidad e interpretación entre referentes y seguidores de distintos candidatos. Dicho de otro modo: la información está más disponible que nunca, no solo para las élites sino para cualquiera que quiera buscarla, pero eso no necesariamente crea cimientos comunes para las discusiones sobre asuntos públicos. De aquella utopía de una ciudadanía horizontal y plenamente informada en los inicios de internet estacionamos en un presente en el que los datos son usados como armas para defender posturas propias y atacar ajenas.

Es eso que señala Silvio Waisbord en su artículo “Más que infodemia. Pandemia, posverdad y los peligros del irracionalismo”. El panorama que describe es uno en el que se dinamitaron algunos consensos mayoritarios. Se crearon entonces “nuevos regímenes de verdad”: la posverdad ya no es una característica particular para aplicar a un hecho sino una “situación estructural” en la que hay una “ausencia de premisas epistemológicas”. O sea: hemos dejado de compartir la idea de que la verdad emerge de determinado proceso metodológico o fuentes legitimidad. Las personas, los ciudadanos, pasamos a creer en “verdades propias” que emergen de nuestros propios sistemas de valores.

Estas burbujas de verdades afectan a la discusión pública en general y a la coyuntural en particular. Pero contrastan con otro elemento de la época: la afición por el énfasis en el dato numérico como evidencia invencible. Esto es curioso. Hace unas semanas, la investigadora Esther Solano, dedicada a las derechas bolsonaristas en Brasil, decía, al ser consultada sobre cuánto veía venir el triunfo de Bolsonaro: “Lo que hemos aprendido en estos últimos años es que hay una limitación metodológica muy clara en nuestras encuestas clásicas. (...) Yo soy investigadora de opinión pública pero soy cualitativa, hago entrevistas en profundidad a la gente. Y hemos aprendido en estos últimos años que implementar nuevas metodologías, como la escucha más atenta de la población, nos puede dar un norte y un sentido más fino de por dónde va un país.” Desde aquella campaña mítica de Barack Obama en la que se llegaron a identificar unas 80 variables para definir a los ciudadanos de Estados Unidos, el fanatismo por la Big Data y la disección de las personas y los candidatos en datos aumentó hasta diseñar la fantasía perfecta de cualquier consultor. Puede fallar. 

¿Dato mata relato?

Cuando Milei dice que en la NASA trabajan 17 mil personas y produce más que el Conicet que tiene 35 mil investigadores o cuando Massa aterriza la idea de arancelamiento universitario al costo concreto de 3 millones de pesos por año para cada familia los candidatos parecen proveer la certidumbre de que el número es en sí mismo una verdad, incluso cuando, como en estos dos casos, sean datos incorrectos. 

Mientras, #DatoMataRelato es una especie de identidad discursiva en las redes sociales que ya se expandió a partidos y también otros países. La idea de aportar datos fue y sigue siendo vital en un país que todavía tiene enormes precariedades en ese sentido. Sin embargo, la calidad de los datos es otro ítem a evaluar y la política de la campaña permanente suele incluirlos en grandes cantidades pero no siempre de manera fidedigna. La posverdad también puede entrar en colisión con la data.  

“Hay una sensación de que tenés que discutir con más evidencia que antes. Que si mostrás algo tenés que decir en qué evidencia te apoyás”, dice Olivia Sohr, directora de impacto de Chequeado, tratando de pensar qué cambió en la conversación pública después de más de una década de trabajo verificando información. “Por ahí esa evidencia es inválida, pero la tenés que mostrar. Los movimientos antivacunas son un buen ejemplo de eso: citan papers todo el tiempo. Son papers que están mal, que no existen o que están mal interpretados. Pero sí hay más necesidad de respaldar lo que decís con algún tipo de evidencia, aunque esa evidencia no esté bien”.

El filósofo Sergio Barberis, investigador del Conicet y profesor, especializado en epistemología, coincide con este punto y agrega otro ejemplo: 

–A veces te cruzás con personas que sostienen que la Tierra es plana y a mi me llama la atención que es gente informadísima, están consumiendo información todo el tiempo. Cuando se lo discutís, te dicen: “Estoy haciendo lo mismo que hizo Galileo: cuestionar y discutir a la autoridad. Ahí es donde veo que esos órdenes de quiénes están autorizados a enunciar una verdad sobre determinados temas están rotos. Entrar a la carrera de investigador del Conicet es cada vez más difícil, adquirir esa autoridad, pero después da la sensación de que esa autoridad hacia afuera de la comunidad científica ya no importa tanto. Hay un problema no con el concepto de verdad sino con el concepto de autoridad. No es solamente con la información sino quién está autorizado para decirla. Si viene un epidemiólogo a decirme que esta vacuna sirve yo no tengo forma de saber si es verdad más que creerle por una serie de datos sobre él que me confirman su autoridad en la materia. Hoy hay personas que no tienen nada de eso que son consideradas autoridades, sin importar los síntomas de autoridad tradicional. Es una época de post autoridad.

Lo que señala Barberis es otra de las claves de un fenómeno que late más durante los años electorales: quién es percibido como autoridad en determinados asuntos a la hora de enunciar una verdad, desde un epidemiólogo hasta un organismo oficial, incluso aunque pueda ser leído y mirado con cierta distancia crítica. Para Barberis, la era de la post-autoridad tuerce una ecuación entre datos y valores: “Toda la idea de la objetividad científica tenía que ver con poder disociar datos de valores. Ahora parece no hay ya ese interés. De acuerdo a mis valores te voy a decir esto, con estos datos. Las epistemólogas feministas estudian estos temas porque estudian sesgos en la recolección de datos, es decir, que aparecen también valores sesgando los datos”.

Esta cuestión también toca a aquellos medios de comunicación que emergieron y se multiplicaron en la era de internet: los chequeadores. 

Si el sesgo de confirmación y la desconfianza en las instituciones parece hacer imposible sostener consensos sobre quiénes tienen la autoridad para enunciar un hecho como verdadero o válido –desde los números de la inflación hasta las eficacia de las vacunas–, cuando se trata de la verificación de la coyuntura política eso se vuelve aun más peliagudo. Además de que nadie está exento de cometer errores, el rol en sí mismo es el que parece irritar a quienes se encuentran en otras burbujas, otros sistemas de verdades. Eso lo estudiaron Natalia Aruguete, Ernesto Calvo, Thiago Ventura, Ingrid Bachmann y Sebastián Valenzuela en un paper que salió la semana pasada sobre cómo las etiquetas de “falso” o “verdadero” cuando las correcciones son contra actitudinal o pro actitudinal influyen en el compromiso de los usuarios con los chequeos.

A través de un experimento de encuesta, los investigadores encontraron que los usuarios de redes compartían más las verificaciones hechas por los fact-checkers que confirmaban sus mensajes o noticias compartidas y menos las que indicaban que las contradecían. Es decir: reconocían una validez a los verificadores como tales solo cuando les daban la razón.  

Mientras que la polarización se convirtió en un modelo de negocios para las plataformas sociales –que premian los contenidos más fervorosos y alimentan el círculo virtuoso de su engagement– y también para los medios tradicionales, que a la vez alimentan estas plataformas, los mismos chequeadores son vistos a través del prisma de la polarización, y no por encima. 

Natalia Aruguete, coautora junto con Ernesto Calvo del libro Fake News, Trolls y otros encantos y del reciente Nosotros contra ellos, señala: “La polarización política y afectiva a la que asistimos impacta en nuestras preferencias, nuestras opiniones, nuestras emociones y nuestra propia comprensión del mundo. Eso hace que podamos tener interpretaciones diferentes y hasta contrapuestas sobre un mismo asunto. En gran medida, esas visiones contrapuestas son explicadas por nuestras identificaciones políticas. A esto se suma un fuerte sentimiento de hostilidad hacia los emisores y productores de discursos. Los medios –y dentro de estos, las celebrities mediáticas– son solo uno posible ejemplo ilustrativo. ¿En qué se traduce esa hostilidad? Nuestra percepción es que los medios ”mienten“ porque no nos sentimos ni representados ni interpelados por los temas que plasman en sus agendas. Además, son hostiles porque juegan para el enemigo en lugar de jugar con nosotros. Es así que sin importar la cantidad de información producida y a la que estemos expuestos, nuestra creencia en esa información dependerá de cuán afectados nos sintamos por ese contenido, tanto positiva como negativamente”.

La polarización vigorosa se derrama hacia nuevos temas, como la agenda de género y minorías sexuales. Divide y reinarás parece un lugar común que ya no incumbe solamente a mandatarios, sino a medios y tecnologías.

*El siguiente texto se realizó en el marco de la iniciativa Contextual (IDD LAC), que busca añadir información para mejorar el debate público.

NS/DTC

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