Informe

Desaparecer en México: la incesante tragedia humanitaria a punto de quebrar el récord de 100.000 víctimas

El contador está a punto de llegar a 100.000.

Es la cifra que el Registro Nacional de Personas Desaparecidas y No Localizadas de México alcanzó esta semana y que refleja la magnitud de la tragedia humanitaria que padece un país acosado por la violencia.

La página oficial creada por el gobierno documenta el terror en tiempo real. Ahí, a diario se incorporan las denuncias de desapariciones que interponen las personas que buscan a sus hijos, hijas, padres, madres, hermanos y que, por sus dimensiones, refleja una de las crisis de derechos humanos más graves a escala global.  

El número de víctimas abruma. El reporte diferencia dos categorías. Una es la de personas “desaparecidas”, término que se aplica si hay sospecha de que la ausencia no es voluntaria y es resultado de algún delito (por ejemplo un secuestro o un homicidio). La segunda es la de “no localizadas” y se refiere a la posibilidad de que alguien no quiera volver a su casa por decisión propia. Pero son las menos, apenas el 10% de las denuncias.

Los involucrados no son sólo mexicanos. Abundan los casos de migrantes, sobre todo centroamericanos y sudamericanos, que, en su afán de llegar a Estados Unidos, fueron desaparecidos por las organizaciones criminales que los secuestran,  extorsionan o esclavizan. En la lista también hay cientos de estadounidenses y un puñado de canadienses, españoles, rusos, polacos, japoneses, afganos, franceses y suizos.

La emergencia ha convertido a muchos de los familiares en activistas, a la fuerza. En medio de su desesperación, se ven obligados a aprender un nuevo lenguaje que les permita entender de desapariciones forzadas, fosas comunes, derechos humanos, identificaciones, peritos, exhumaciones, antropología forense, datos genéticos. 

Ante la indiferencia del Estado, las mujeres se organizan. La prioridad, la exigencia a las autoridades es buscarlos con vida pero, a sabiendas de que pudieron haberlos asesinado, madres de desaparecidos encabezan la creación de brigadas para seguir pistas y excavar terrenos con sus propias manos, con sus propios recursos. A quienes lo logran, el hallazgo y la identificación de sus seres queridos les permite tener un duelo, hacer un entierro, llorar delante de una tumba. Terminar con la incertidumbre. Saber por fin en dónde está su desaparecido otorga un mínimo consuelo. 

Pero aun así, todavía falta el juicio y castigo a los culpables. Es casi inexistente. 

Esfuerzo y compromiso

La tarea es ardua en medio de tanta desazón y, a veces, impotencia. La impunidad prevalece tanto como la corrupción en torno a una desgracia tan masiva que ha obligado a fundar instancias como la Comisión Nacional de Búsqueda que, a su vez, tiene filiales locales porque en México no hay estado (provincia) sin  desaparecidos. Así lo prueban las más de 3.000 fosas clandestinas reportadas por el gobierno y que ni siquiera son un número definitivo porque faltan tantas por encontrar. 

El periodismo juega un papel fundamental. En el país más peligroso para ejercer el oficio, en donde este año ya han sido asesinados ocho trabajadores de prensa, los reporteros sobreviven en un fuego cruzado entre las amenazas de funcionarios y de narcotraficantes (a veces son lo mismo) y la desprotección de las empresas periodísticas que precarizan cada vez más las condiciones de trabajo. 

A todo eso se suma la estigmatización que el presidente Andrés Manuel López Obrador incentiva en diarias conferencias de prensa en las que suele atacar a medios y periodistas que no le sea afines. Cualquier crítica los convierte en adversarios, conservadores, neoliberales a quienes hay que descalificar porque seguro tienen “otros intereses”.

En medio de un clima tan hostil, todavía hay periodistas comprometidos que cubren las desapariciones, que acompañan a los familiares y, a costa de su salud física y mental, se especializan en un tema que entraña un dolor social, que los obliga a mirar de frente a la muerte todos los días, a contar el horror con ética, sin sucumbir al morbo. A mantener la esperanza y a reflejar y participar en las luchas por los derechos humanos. A pesar de todo.

Ahí están los ejemplos de Pie de página, A dónde van los desaparecidos, Amapola, La Verdad, Zona Docs, Revista Espejo o Elefante Blanco, entre otros medios que informan y analizan una tragedia de la que también han surgido decenas de libros, muchos de ellos colectivos porque no hay otra forma de rescatar las historias de tantas víctimas.

La tragedia mexicana también se refleja en un nuevo e indeseado género cinematográfico: películas sobre desapariciones forzadas como No sucumbió la eternidad, de la periodista Daniela Rea; Tempestad, de Taiana Huerzo; Volverte a ver, de Carolina Corral Paredes o Te nombraré en silencio, de José María Espinoza.

El año pasado, La civil, ópera prima de la directora belga-rumana Teodora Ana Mihai, le valió a su protagonista, la actriz Arcelia Ramírez, una ovación de ocho minutos en Cannes por interpretar a la madre de una adolescente desaparecida.

Ojalá fuera sólo una ficción y no una historia basada en hechos reales. Una de las tantas que ocurren a diario, porque el 25% de los desaparecidos son mujeres. La inmensa mayoría tiene de 15 a 19 años de edad.

La historia

El reporte oficial de desapariciones de México comienza la línea de tiempo en 1964, aunque recién cinco años más tarde se documentó el primer caso de desaparición forzada. 

Se trata de Epifanio Avilés Rojas, un profesor que el 19 de mayo de 1969 fue secuestrado por soldados en el estado de Guerrero y trasladado al Campo Militar Número 1 ubicado en la Ciudad de México. Su familia nunca más volvió a saber de él. Ya pasaron 50 años y siguen exigiendo que el Estado responda por sus crímenes.

En los años 70, el presidente Luis Echeverría aplicó una estrategia perversamente contradictoria. Mientras recibía a miles de exiliados sudamericanos perseguidos por las dictaduras, en particular argentinos, chilenos y uruguayos, también aplicaba su propia política de exterminio contra opositores políticos en varios estados mexicanos. Eso explica que en su primer año de gobierno se hayan reportado 15 desapariciones y que, sólo tres años después, llegara al récord de 319.

Hubo secuestros, torturas, desapariciones, ejecuciones. Fue el periodo bautizado en México como “la guerra sucia” que incluyó delitos de lesa humanidad por los que Echeverría, quien acaba de cumplir 100 años, nunca pagó. En 2021, López Obrador reconoció estos crímenes en nombre del Estado y creó una Comisión de la Verdad que tiene que investigar qué pasó, dónde están, qué les hicieron a las víctimas. 

En los sexenios siguientes las cifras de denuncias de desapariciones se acumularon anualmente por decenas. En total, durante el gobierno de José López Portillo (1976-1982) fueron 276. Con Miguel de la Madrid (1982-1988) bajaron a 62. En la gestión de Carlos Salinas de Gortari (1988-1994) volvieron a subir y alcanzaron los 102 casos. Y con Ernesto Zedillo (1994-2000) se duplicaron a 203. 

Durante el gobierno de Vicente Fox (2000-2006) comenzaron a ser cientos cada año. Al final, terminó con un legado de 1.324 denuncias de desapariciones o personas no localizadas.

Pero el espanto, el verdadero espanto, llegó con Felipe Calderón

En diciembre de 2006, después de unas elecciones que siempre arrastrarán la sospecha de fraude, Calderón asumió en un clima de extrema debilidad política. En el afán de legitimar a su gobierno, puso en marcha una guerra contra el narcotráfico que no resolvió ningún problema y que, por el contrario, exacerbó la violencia en todos los niveles y corrompió aun más a las instituciones.

Como prueba, ahí están las detenciones en Estados Unidos de su ministro de Seguridad, Genaro García Luna, acusado de complicidad con el Cártel de Sinaloa, y de otros dos “súper policías” de su gobierno, Iván Reyes Arzate y Luis Cárdenas Palomino. La lista de gobernadores, alcaldes, legisladores, policías y militares coludidos con el narcotráfico es larga y todavía incompleta.

Con Calderón, México se transformó en un cotidiano baño de sangre y de violaciones a derechos humanos. El saldo fueron cientos de miles de asesinatos. Y casi 25.000 desaparecidos. Hasta hoy, el expresidente sigue negando cualquier responsabilidad en estos crímenes.

En el gobierno de Enrique Peña Nieto (2012-2018), el panorama empeoró. La dispersión de organizaciones criminales, la complicidad de las autoridades, los enfrentamientos por territorios y las cifras de víctimas siguieron creciendo. En el caso de las desapariciones, llegaron a 40.000.

Pese a la gravedad que demostraban los números, las desapariciones forzadas y masivas no concitaban la solidaridad ni la indignación social masiva, ni en México ni en el resto del mundo.

Hasta que una noche fueron secuestrados 43 estudiantes de Ayotzinapa.

Los  43

La noche del 26 al 27 de septiembre de 2014, 43 estudiantes fueron desaparecidos en Iguala, Guerrero, uno de los estados más pobres de México y ruta estratégica del narcotráfico.

Las víctimas estudiaban en escuela Normal Rural Raúl Isidro Burgos de Ayotzinapa, a donde se forman jóvenes en condiciones de pobreza para convertirse en maestros de educación básica de las comunidades más marginadas. Estaban tomando camiones de larga distancia para ir a una manifestación en la ciudad de México, pero en la terminal de Iguala comenzó un tiroteo que mutó en una cacería que continuó a lo largo de la madrugada y en la que participaron policías municipales, estatales, federales y militares.

Ahora sí, el mundo se enteró de que en México había decenas de miles desaparecidos, violaciones de derechos humanos a granel. La conmoción fue total y se tradujo en una inédita campaña de activismo a nivel nacional e internacional.

Peña Nieto llevaba casi dos años como presidente y era presentado como “el salvador de México”, pero Ayotzinapa derrumbó su exitosa campaña de imagen. No lo podía permitir. En el afán de cerrar el caso, el gobierno dio a conocer lo que llamó “la verdad histórica” que aseguraba  que policías municipales habían secuestrado y entregado a los estudiantes a miembros del Cártel Guerreros Unidos, quienes los mataron y quemaron en el basurero de Cocula y luego los tiraron en el Río San Juan. De la responsabilidad del Estado, ni mención.

El Equipo Argentino de Antropología Forense y el Grupo Interdisciplinario de Expertos Independientes (GIEI) desmintieron desde el principio a las autoridades. Hoy se ha comprobado que el gobierno obtuvo testimonios bajo tortura, manipuló la investigación y, en realidad, construyó “la mentira histórica”. 

Al igual que Calderón, Peña Nieto sigue impune.

La exigencia de justicia

Desde que asumió como presidente en diciembre de 2018, López Obrador modificó el discurso oficial en torno a los desaparecidos. Mostró empatía. Pidió perdón en nombre del Estado, anunció la creación de una Comisión de la Verdad por los 43 estudiantes de Ayotzinapa (cada tanto se sigue reuniendo con los familiares) y un plan nacional de búsqueda de todos los desaparecidos.

Pero no es tan fácil. La violencia no se termina por decreto. La corrupción y la impunidad, tampoco. Por eso, las cifras de homicidios y las desapariciones siguen creciendo. Las masacres no han terminado. 

Ya son tantos los muertos que no caben en las morgues. Las propias autoridades han reconocido que el país padece una crisis forense y que hay por lo menos 52.000 cuerpos sin identificar. Por eso, a fines de abril, la Cámara de Diputados aprobó la creación del Centro de Identificación Humana. Es un intento de rescatar los nombres e historias de las víctimas, de saldar una deuda colectiva.

La incapacidad del Estado para dar respuestas incrementa la presión para un presidente que prometió justicia social y con el que se esperaban cambios radicales en materia de derechos humanos. Así lo demandan, y lo merecen, los familiares de 100.000 desaparecidos que siguen luchando por justicia al amparo de una promesa: hasta encontrarles.

CG