El dictador Franco dejó que fusilaran en 1936 al médico que le había salvado la vida 20 años antes

En junio de 1916, en las tierras calcinadas del Rif, un joven oficial español se debatía entre la vida y la muerte. Herido de gravedad durante una ofensiva en la cabila de Anyera, su cuerpo desgarrado por la metralla parecía condenado a la tumba. Su nombre: Francisco Franco Bahamonde. El médico que lo salvó: Alfonso Gaspar Soler. Veinte años después, aquel mismo médico sería asesinado en Huesca por las tropas sublevadas a las órdenes del hombre a quien salvó.
Lo que ocurrió aquella mañana polvorienta fue narrado por el periodista republicano exiliado Clemente Cruzado García, de Izquierda Republicana, en un artículo publicado en Argentina en 1954. El texto fue recuperado en una carta anónima dirigida a Radio España Independiente, la emisora clandestina conocida como La Pirenaica, y radiado el 11 de julio de 1963. Esta carta, como tantas otras, forma parte del archivo del Partido Comunista de España, y ha sido investigada y contextualizada por Armand Balsebre y Rosario Fontova en ‘Las cartas de La Pirenaica. Memoria del antifranquismo' (Cátedra, 2014).
El relato es estremecedor. En medio del caos del avance militar español en Marruecos, los heridos llegaban en camillas, sobre caballos o camiones destartalados. En las tiendas de campaña, convertidas en quirófanos improvisados, médicos de prestigio como Gómez Ulla, Antonio Bastos Ansart y Vicente Cariñena luchaban contra el colapso físico y moral. Sobre una camilla, cubierto de sangre, el joven Franco agonizaba con once perforaciones de estómago. Nadie apostaba por su vida.
Entonces apareció el doctor Alfonso Gaspar Soler, aragonés, militar y médico, que llegaba desde las líneas del frente con la ropa aún manchada de sangre. Al reconocer al herido, amigo suyo, se rebeló contra el pronóstico. Lo cargó en un coche y lo trasladó al hospital de la plaza. Durante tres horas, y sin ayuda, lo operó con un bisturí que parecía “mágico buril de leyenda”, como escribió Cruzado. Contra todo pronóstico, Franco sobrevivió.
Años más tarde, el dictador no escatimaría en gratitud pública: “Para mí no hay más padre ni hermano que Alfonso. Le debo la vida. Si no fuera por él estaría enterrado”. El episodio fue comentado incluso en conferencias médicas, y la operación se convirtió en un ejemplo de heroísmo clínico. Ambos –Franco y Gaspar– recibieron condecoraciones por aquella campaña: el primero, el ascenso a comandante; el segundo, la Cruz de María Cristina. También la recibió el doctor Ricardo Bertoloty, como documentan Víctor Pardo y Raúl Mateo en ‘Todos los nombres. Víctimas y victimarios (Huesca, 1936-1945)’.
El doctor Alfonso Gaspar Soler, destinado a Huesca en 1918, desarrolló allí su carrera médica y su compromiso político. Fue una figura relevante del republicanismo altoaragonés y hermano de Vicente Gaspar Soler, secretario general de Acción Republicana y colaborador directo de Manuel Azaña. Otra hermana, Mercedes, también se implicó en la causa republicana.
Sin perdón
Cuando estalló el golpe militar en julio de 1936, Gaspar participó en una reunión de urgencia en el Gobierno Civil de Huesca. Poco después fue detenido, según su expediente de responsabilidades políticas, mientras se encontraba en el hospital militar. Allí permaneció arrestado hasta el 23 de agosto, día de su ejecución. Su esposa, Rosalía Auría, logró visitarlo en prisión. En aquella conversación desesperada le sugirió que pidiera clemencia a Franco. Pero Alfonso se negó. Conocía al hombre al que había salvado veinte años antes y sabía que no había lugar para el perdón.
El relato de Clemente Cruzado, leído en La Pirenaica, menciona un episodio simbólico: una dama de la alta sociedad se habría presentado ante Franco para rogarle por la vida de Gaspar. La respuesta del dictador, según el periodista, fue contundente: “No puedo hacer nada a favor de ese hombre. La guerra, señora, no entiende de sentimentalismos”.
Y no los hubo. El ensañamiento con Alfonso Gaspar Soler fue brutal. No solo fue fusilado, sino que fue salvajemente apaleado por sus verdugos. Como documentan Pardo y Mateo, su cuerpo fue pateado con saña en las tapias del cementerio de Huesca. Sus restos fueron enterrados en una fosa común, en el cuadro 15. No fue hasta febrero de 1954 cuando sus huesos fueron recuperados e identificados gracias a un cinturón. Entonces fueron trasladados a un nicho, donde aún hoy lo recuerda una lápida discreta, con apenas tres letras: A. G. S.
Tras su asesinato, los hermanos de Alfonso emprendieron el camino del exilio. Vicente Gaspar Soler se refugió en México con su esposa y una niña adoptada, huérfana de padres republicanos asesinados. La Junta de Auxilio a los Republicanos Españoles (JARE) facilitó su salida. Mercedes, otra hermana, también huyó con su familia.
Años más tarde, el recuerdo de Alfonso Gaspar llegó hasta Manuel Azaña, quien, según Cruzado, se conmovió profundamente al conocer el destino de su antiguo compañero de ideales. “La emoción indescriptible” del presidente de la República es quizá una de las pocas formas de justicia póstuma que recibió el médico de Huesca.
La historia de Alfonso Gaspar fue sepultada por décadas. Solo el exilio la mantuvo viva: a través de artículos como el de Clemente Cruzado, a través de las cartas a La Pirenaica, a través de archivos como el del PCE. Balsebre y Fontova, en su investigación sobre la emisora antifranquista, recuerdan cómo estos testimonios, a veces anónimos, fueron clave para reconstruir la memoria colectiva de la represión.
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