En 2024, Giovanni Tortorici, asistente de dirección del premiado cineasta italiano Luca Guadagnino (Call Me by Your Name, Challengers), estrenó su ópera prima: diecinueve. La película retrata la vida de Leonardo, un joven de diecinueve años que estudia literatura en la Universidad de Siena. Fanático de los autores clásicos del siglo XIV y convencido de su superioridad intelectual, se enfrenta a casi todo su entorno, salvo a su hermana —de edad similar— que estudia en Londres y dedica sus días y noches a salir de fiesta.
Leonardo pertenece a la clase media italiana. Es oriundo de Palermo y, por lo poco que sabemos, su padre está ausente. Su madre, algo neurótica y con pocas herramientas emocionales, no logra comprenderlo del todo. Sin embargo, le permitió estudiar en otra ciudad y le envía una mensualidad con la que el joven compra unas pocas verduras —es vegano— y libros antiguos. En cierto punto, Leonardo siente la necesidad de conseguir un trabajo.
¿Se parece al resto de los jóvenes de clase media en Italia? No lo sé. Quizás podría decir algo de España. He conocido algunos estudiantes universitarios que no difieren demasiado de Leonardo, aunque tal vez les falte algo de chispa.
¿Y en Argentina? Cuando tenía diecinueve años y estudiaba periodismo en la ciudad de La Plata, leí un libro que me marcó profundamente: Todo lo sólido se desvanece en el aire, de Marshall Berman. Un capítulo en particular me obnubiló: aquel en el que el filósofo estadounidense analiza las Memorias del subsuelo, de Fiódor Dostoievski.
No recuerdo haberme detenido en los dilemas morales o en la crítica al racionalismo decadente de la Ilustración que expresa el protagonista. Me detuve, en cambio, en una imagen poderosa: el momento en que el héroe de la historia decide dejar de ceder el paso a los aristócratas en la calle. Él, un joven de clase trabajadora pero con cierto nivel intelectual, considera insoportablemente injusto ceder el paso solo porque el otro es más adinerado.
No van a creerme si les digo que, en los pasillos de un supermercado Norte en el centro de La Plata, me propuse no ceder el paso a las jubiladas “adineradas” que se cruzaran conmigo. Corría el año 2003 y mi situación económica era parecida a la de la gran mayoría del país. Mis padres apenas lograban reunir algo de dinero para mis gastos de comida y libros; el alojamiento corría por cuenta de mi tío, divorciado, inquilino de un dos ambientes.
Mi ánimo era el de progresar, o, más bien, dejar de ser pobre. En algún lugar del inconsciente lo sentía injusto, por eso encaraba con furia los pasillos del extinto supermercado Norte.
La lectura y el conocimiento eran refugios desde los cuales disputar legitimidad frente a quienes tenían más poder adquisitivo. En los años siguientes quise ser un buen periodista, acceder a un lugar de reconocimiento y ganar lo suficiente para ser considerado miembro de la clase media. Nunca me planteé ser millonario, y eso que parte de mi familia era muy adinerada: inspiración no me faltaba.
¿Cómo eran mis amigos? Muy parecidos. Alguno un poco más acomodado. Estudiantes universitarios de carreras típicas de la época: administración, derecho, medicina, traductorado de inglés, veterinaria. La mayoría leía y escuchaba música: rock nacional, jazz y rock internacional. Todos querían recibirse, ser buenos en lo suyo, conseguir ingresos que les permitieran vivir bien y, tal vez, darse algún lujo, aunque sin denominarlo de esa forma.
La mayoría había cursado la primaria en escuelas públicas de Catamarca. Algunos, como yo, veníamos de Buenos Aires; otros de Córdoba, San Juan o Tucumán. Veraneaban en la costa argentina o en las playas chilenas, por cercanía. Votaban partidos de izquierda o peronistas, aunque alguno tuviera padres radicales. ¿Eran como el resto de los argentinos de nuestra edad? Tiendo a pensar que sí.
En la novela Las perfecciones, del italiano Vincenzo Latronico —basada en otra obra del francés Georges Perec—, los protagonistas son dos jóvenes italianos que viven en Berlín y trabajan como diseñadores gráficos de forma remota. El motor central de sus acciones es lo que ganan subalquilando su departamento en la capital alemana. La ciudad está colapsada, y esa práctica se vuelve habitual, rentable. Viajan por Europa convencidos de que su itinerancia es un lujo. ¿Lo es? Tal vez haya que leer la novela para saberlo, aunque mi amigo Carlos sostiene que es una estafa.
La pregunta, en todo caso, es si esos jóvenes representan a la clase media europea, que aún es mayoría en el continente. Me lo pregunto a propósito de unas reflexiones del escritor y periodista Martín Rodríguez en Gelatina, donde sostiene que el peronismo necesita volver a mirar al pueblo argentino para comprender su composición actual: qué trabajos tienen las personas, cómo son sus vidas. Solo así podría volver a ganar elecciones.
El pueblo argentino cambió mucho desde que yo tenía diecinueve años. En ese contexto, me pregunto, ¿existe aún la clase media? ¿quiénes serían hoy los análogos de quienes veíamos CQC y Okupas en los noventa? ¿cuál es su acervo cultural, cuáles sus deseos? De la respuesta de esas preguntas podría dibujarse la figura de un nuevo héroe. Uno como aquel surgido de San Petersburgo, que un buen día decidió no ceder el paso ante los aristócratas.
AF/MG