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Crónica
Elecciones en España: Sánchez agranda su leyenda y escribe la enésima página de su manual de resistencia

Pedro Sánchez y María Jesús Montero celebran el resultado del PSOE en las elecciones del 23J.

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Y cuando se apagaron las luces de la demoscopia y de los destellos de la prensa, llegó la realidad. España votó. Pero no para un cambio radical. Ni tampoco para derogar el sanchismo. El PP ganó, sí, pero por poco más de 300.000 votos a un PSOE que no sólo salvó los muebles, sino que obtuvo casi 800.000 votos y dos escaños más que hace cuatro años. Feijóo no sumó ni la mayoría holgada que pidió para gobernar sin la ultraderecha ni tampoco la absoluta que casi todos los sondeos le otorgaban con el apoyo de Vox, un partido abiertamente alineado con la ultraderecha europea que le era imprescindible para gobernar y con el que los de Génova daban por seguro su tránsito a La Moncloa. Una coalición de gobierno con la ultraderecha no era una alternancia cualquiera, era un cambio radical y los españoles le dieron la espalda. 

136 escaños es una pobre victoria para quien había elevado la expectativa por encima de los 160 y se había subido a lomos de una inercia ganadora tras el éxito arrollador del 28M no tanto en número de votos como en acumulación de poder institucional gracias a su alianza con los de Abascal. Ahora empezará la batalla por el relato y por la legitimidad de quién está en condiciones de afrontar una investidura. Feijóo no la descarta, ya que ha sido el ganador, con casi 8 millones de votos y 47 diputados más de los que Pablo Casado sumó en 2019, si bien en un sistema parlamentario no gobierna quien gana las elecciones, sino quien suma en el Congreso más apoyos y Sánchez está dispuesto también a intentarlo con quienes hicieron posible su primera investidura. 

La sombra de la repetición electoral planea también de nuevo sobre una escena de la que Vox no sale bien parado, ya que pierde 19 parlamentarios y casi un millón de votos, aunque mantiene la tercera posición del tablero a la que aspiraba Sumar. La coalición de Yolanda Díaz retrocede en número de votos y en escaños respecto a los que obtuvo Unidas Podemos hace cuatro años.

Las elecciones municipales habían anticipado un cambio de ciclo a favor del PP igual que pasó con la victoria en las locales de 1995, que supusieron una señal inequívoca de que la etapa de Felipe González tocaba a su fin, como se confirmó en los comicios generales del año siguiente. También el triunfo de la derecha en las municipales de 2011 dio paso a una posterior mayoría absoluta de Mariano Rajoy. Y la derecha pensó que esta vez volvería a pasar, pero no ocurrió porque aquellos eran tiempos del bipartidismo y no de la fragmentación actual del Parlamento. Aun así, los populares, como les recordó esta misma noche Abascal, “vendieron la piel del oso antes de cazarlo”, exhibieron fotos con la imagen de Feijóo delante de La Moncloa, repartieron cargos urbi et orbi y anunciaron ceses en las empresas públicas.

Si hace cuatro años el voto de la derecha se repartía entre tres actores, la fragmentación este 23J se reducía solo a dos, el PP y Vox, un cambio no menor, ya que el único socio de los populares para formar Gobierno no es un partido de inspiración liberal sino una formación ultra, con la que los españoles no tenían duda de que Feijóo acabaría gobernando, más allá de la pirotecnia verbal y el contorsionismo que ha practicado durante la campaña para desmarcarse del partido de Abascal.

El escudo social, las ayudas, los fondos de la UE, las cifras históricas de cotizantes a la Seguridad Social y, sobre todo, el miedo a una ultraderecha que después de la municipales pasó de amenaza a realidad han pesado más que el antisanchismo con el que el PP creyó que cabalgaba directo a La Moncloa. Ha podido más el miedo al retroceso, el discurso del odio y la imagen de una España color sepia donde no cupiesen las minorías que el malestar con el primer Gobierno de coalición de la historia de la democracia. Ante el electorado, se ha impuesto la cara A, y no la B, de un Ejecutivo que transitó por una pandemia, un volcán y una guerra, por mucho que le desgastaran los pactos con los independentistas, el ruido constante en el Gobierno de coalición, las consecuencias indeseadas de la ley del sólo sí es sí o o la caricatura que las derechas han conseguido instalar en la opinión pública del presidente.

España podría transitar hacia una posible repetición electoral porque los electores han decidido que el precio a pagar por incluir a la extrema derecha en el Gobierno era demasiado alto y porque sus políticas regresivas y reaccionarias ya desplegadas en ayuntamientos y gobiernos regionales, tras la configuración de los gobiernos PP-Vox, no auguraban nada bueno para el país.

El efecto movilizador por el miedo a Vox

Los españoles tampoco es que hayan visto en Feijóo al líder centrista y moderado que decía ser, y sí los peligros a los que se enfrentaba el país con el extremismo de un Abascal al que estaba dispuesto a hacer vicepresidente del Gobierno. El efecto movilizador ha funcionado quizá también porque en la recta final de campaña, PSOE y Sumar mostraron una sincronía como la que jamás hubo en el seno de la coalición de Gobierno durante la legislatura y dieron la sensación de querer corregir el rumbo de tanta entropía. 

El futuro de Sánchez, que de los cuatro principales aspirantes es el que más se jugaba en esta partida, queda despejado al menos hasta la próxima cita electoral sea esta en unos meses o en cuatro años si finalmente logra reeditar un Gobierno progresista. El PSOE, tan dado a la euforia como a la depresión, volverá a ser una balsa de aceite por unos días en torno al liderazgo de quien escribe un página más de su Manual de Resistencia y vuelve a resurgir de sus cenizas. Claro que los barones más críticos ya habían advertido también que, aunque los resultados hubieran sido adversos, no hubieran pedido su cabeza. Bien porque han aprendido de los errores del pasado, porque no querían una guerra fratricida que parta en dos al partido y porque saben que hoy por hoy no se vislumbra tampoco una alternativa clara al sanchismo, más allá de algunos movimientos exóticos y baldíos de quienes, desde Asturias, Madrid o Andalucía, se ven con más volumen que el que requiere un partido con más de 140 años de historia. 

Tras la debacle del 28M, donde los socialistas perdieron casi todo el poder institucional, todo apuntaba a que con la decisión de adelantar las elecciones generales precipitó también el final de su carrera política, pero Sánchez ha vuelto a desafiar todos los pronósticos. El 23J no ha puesto punto final a la leyenda del Manual de Resistencia de un presidente que en no pocas ocasiones ya, en el PSOE y en el Gobierno, resurgió de sus cenizas. 

Feijóo, por el contrario, lo tiene más crudo. Anunció que se iría si no gobernaba y lo más probable es que, aunque lo intente, no lo consiga. Ayuso afila las uñas, a la espera de una nueva disputa por el liderazgo nacional que se pospondrá seguro hasta que se dilucide el tablero institucional en un partido que hace tan sólo año y medio obligó a dimitir a su anterior presidente para aupar a la séptima de Génova a un Feijóo que venía a acabar con Sánchez y recuperar los años de vino y rosas para la derecha.

Sumar, cuyos resultados dejan a Yolanda Díaz muy lejos del estrellato que perseguía, es una incógnita por resolver. Si la izquierda gobierna, como vicepresidenta, mantendrá el liderato del espacio. Si no lo consigue, a pesar de que viene insistiendo en que el suyo es un proyecto que ha llegado para quedarse, tendrá dificultades para la cohabitación interna de un grupo demasiado heterogéneo, ya que sus 31 escaños son cuatro menos de los que obtuvo Unidas Podemos en 2019. Las espadas están desenfundadas y el cisma asegurado en una coalición de 15 partidos, donde al menos uno, el que fundó Pablo Iglesias, se estará frotando las manos con los pírricos resultados. 

Para Abascal, estas elecciones también eran una prueba de fuego, y no ha salido bien parado con un retroceso de 19 diputados respecto a hace cuatro años por la acometida del PP y el voto útil. Su relación con el PP se complica sobremanera después del desplome y de que Feijóo le haya menospreciado durante toda la campaña. 

Este domingo era también un test sobre el estado del independentismo en Catalunya, que ha sufrido un duro varapalo al quedar relegadas sus principales fuerzas al tercer puesto, en el caso de ERC, y la cuarta posición, en el caso de Junts. Ambos serán, sin embargo, decisivos para cualquier acuerdo que permita a Pedro Sánchez mantenerse en La Moncloa. ERC, tras perder casi la mitad de sus diputados, dio señales de querer mantener su apoyo a Sánchez y llamó a sus rivales de Junts a hacer lo mismo por la vía de un gran acuerdo independentista con el PSOE que evite una repetición electoral e incluya objetivos comunes. Junts mantiene la incógnita, pero advierte que sus votos no se entregarán “a cambio de nada”.

Los socialistas son la fuerza más votada en Catalunya y en el País Vasco, a pesar de que todo apuntaba a que iba a producirse una lucha directa entre el PNV y Bildu por la hegemonía política de la comunidad. El mapa vasco deja un escenario bastante igualado entre los tres partidos, con 5 escaños cada uno, si bien el PNV pierde uno de los 6 que tenía.

El mapa que resulta de este domingo es complejo, pero la resistencia del PSOE junto a los votos de Sumar han frustrado que España gire a la derecha y más allá con una mayoría de PP y Vox. Todo está abierto, pero nada indica que Feijóo vaya a lograr apoyos para la investidura que persigue. Desde luego, si piensa en la abstención del PSOE pincha en hueso. 

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