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Adiós a Chick Corea, un guerrero romántico

Chick Corea

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La revista Time, en su número del 5 de noviembre de 1951, acuñó la nomenclatura: “generación silenciosa”. Nadie sabe exactamente por qué bautizó así a los nacidos entre 1928 y 1945 aunque algunos presumen que el silencio de esos jóvenes de los que hablaba tuvo que ver con la adultez de la mayoría de ellos durante el macartismo, una época en la que no convenía hablar. Lo cierto es que si algo caracterizó a la última tanda de los hijos de la Gran Depresión, los inmediatos antecesores de los Baby Boomers, fue el ruido cultural del que fueron capaces.

Chick Corea nació en las puertas del verano de 1941, el 12 de junio, apenas unos meses antes del bombardeo a Pearl Harbor y de la entrada formal de los Estados Unidos en la Segunda Guerra Mundial. Ese mismo año nacieron Bob Dylan, Joan Baez y Paul Simon. Dos años antes había nacido John Lennon y uno después fue el turno de Paul McCartney, Jimi Hendrix y John McLaughlin. Fue, para todos ellos, una infancia de guerra, con las noticias diarias de las muertes, con las temidas visitas de los oficiales de uniforme llamando a las puertas con una carta en sus manos. Y, también, con una música nueva que se adueñaba del mundo. 

Era la era del swing. Se bailaba y se escuchaba música cualquier día. Ya no eran necesarios ni bodas, ni cosechas, ni carnavales. Apenas una entrada (o la tarjeta de cartón de la que lejos, en el sur, hablaba Raúl González Tuñón) para ingresar al mundo de la fiesta. Y de las orquestas de swing. O de las que tocaban músicas en la frontera entre el jazz y lo caribeño. Allí tocaba la trompeta Armando Corea, el padre de Chick. Allí y en los discos de bop que escuchaba en su casa –esas primeras grabaciones de 1945 con Charlie Parker, Dizzy Gillespie, Bud Powell y un jovencísimo Miles Davis–, se cifraban las primeras escuchas del hijo.  En todo caso, la “Rhumba de Armando”, ese tema incluido por primera vez en el álbum My Spanish Heart, grabado en octubre de 1976, inmortalizó el nombre de aquel al que Chick siempre reconoció como su primer maestro. Pero si los mundos del “jazz latino” y del be bop proveyeron el vocabulario, la gramática vino del lado del ruido de la generación silenciosa, de los que fueron jóvenes en los 60. Y, cosa que al mundo del jazz siempre le costó un poco aceptar, del reconocimiento de que, después de Coltrane, las grandes revoluciones musicales se estaban gestando en otras partes.

Chick Corea murió en la tarde del 9 de febrero. “Una clase rara de cáncer, recientemente descubierta”, se dijo. Poco antes, el músico había escrito una carta de despedida: “...Y para mis asombrosos amigos músicos, que han sido como una familia para mí desde que los conozco: ha sido una bendición y un honor aprender de ustedes, tocar con todos ustedes. Mi misión fue siempre provocar el disfrute de la creación allí donde estuviera, y hacerlo con todos los artistas que admiro tan profundamente. Esa ha sido la riqueza de mi vida”, decía allí. Antes mencionaba a la diversión. Y es que el mundo de Chick Corea se construyó siempre con la infrecuente conjunción entre la mayor de las abstracciones, un pianismo de alto vuelo –no ha habido en el jazz otro capaz de su toque perlado, mozartiano, o de su fenomenal staccato–, la alegría, el impulso rítmico y un registro desprejuiciado de las músicas más populares. 

Como en el caso de Stravinsky, el estilo de Corea está compuesto por miles de estilos –estilos que para otros han sido hasta antagónicos– pero en todos ellos se reconoce su voz de inmediato. Una firma capaz de trascender estilos, formas y hasta géneros, como en su Septeto, en su Suite lírica para piano, vibráfono y cuarteto de cuerdas o en su temprano y extraordinario Trío para flauta, piano y fagot incluido en el disco Law’s Case, del flautista Hubert Laws. Esta obra, grabada en agosto de1966 –y más tarde incluida en la recopilación Inner Space– precede los dos primeros álbumes a su nombre. Dos joyas de rara belleza e infrecuente perfección: Tones for Joan’s Bones, grabado en noviembre de ese año con un grupo ejemplar (Woody Shaw en trompeta, Joe Farrell en saxo tenor, Steve Swallow en contrabajo y Joe Chambers en batería) y Now He Sings, Now He Sobs, registrado en marzo de 1968 junto con Miroslav Vitous en contrabajo y Roy Haynes en batería.  En esa tríada –una obra de cámara pero pensada para un gran solista de jazz como Hubert Laws, un quinteto à la Davis y un trío en la tradición de Bill Evans o, mejor, de Bud Powell– puede encontrarse el núcleo del estilo Corea. Pero para que la imagen esté completa habría que incluir sus grabaciones del 63 con Mongo Santamaría y con Willy Bobo, sus discos y actuaciones con Sonny Stitt y con Booker Ervin y los álbumes con Stan Getz –entre ellos el ejemplar Sweet Rain–. Todo eso antes de que se convirtiera, a partir de su participación en Filles de Kilimanjaro, grabado en junio de 1968, en el pianista de Miles Davis. Y, lejos del último lugar en importancia, en su primer pianista eléctrico (y en el primero importante dentro del jazz).

La lista de discos con los que Corea marcó al jazz es gigantesca. Y, como en aquella vieja serie de literatura infantil, cada uno puede elegir su propio recorrido.  Allí están sus dúos con Gary Burton, el injustamente olvidado dueto con el flautista Steve Kujala, sus encuentros con el vanguardista Anthony Braxton, en el cuarteto Circle y en las sesiones de Circling In, discos como Friends, Three Quartets o The Griffith Park Collection, el grupo Origin o el más reciente The Vigil, sus bandas “elektric” y “akoustic”, sus tríos con Vitous y Haynes, con Dave Holland y Barry Altschul y con Christian McBride y Brian Blade o sus notables grabaciones a solas. Pero, tal vez, su huella más profunda esté en el campo del jazz-rock. En sus discos conceptuales, como The Mad Hatter, The Leprechaun o My Spanish Heart. En sus experimentos con la canción, una forma muy poco transitada por el jazz posterior al bop, junto con Airto Moreira y Flora Purim y, después, con su pareja, Gayle Moran. Y, sobre todo, con Return To Forever, un grupo que comenzó muy cerca de su lado más latino y que encontró un camino único para el cruce entre el jazz y el rock. 

A diferencia de Miles Davis, que electrificó la vestimenta pero no cambió demasiado la forma, de la Mahavishnu Orchestra, que bien podría entenderse como la continuación de Coltrane por otros medios, o de Weather Report, que utilizó el instrumental del rock para una aventura en el campo de la elaboración del estatismo y lo multiétnico, Chick Corea, en ese cenit de Return To Forever que fue el disco Romantic Warrior, de 1976 –con Stanley Clarke, Al Di Meola y Lenny White– hizo lo que no había hecho nadie: se apropió no sólo de los instrumentos del rock y de su gesto sino de la mayoría de sus rasgos estilísticos. Allí no se trata de instrumentos del rock haciendo jazz sino de músicos de jazz componiendo y tocando prog rock con una técnica inalcanzable para los músicos del rock. Los cambios y cortes repentinos, los unísonos imposibles, las subdivisiones rítmicas más imprevisibles y todo a la velocidad de la luz materializaban, desde otro campo, el sueño de cierto rock ambicioso en sus designios.  Y si en el mundo del jazz –salvo en el jazz inglés, donde mantiene una vigencia llamativa– el modelo Return To Forever no tuvo demasiados herederos, en el territorio de otras músicas de tradición popular, y en particular en la Argentina, donde tuvo un predicamento que atravesó con facilidad las fronteras entre géneros y públicos, grandes discos como La grasa de las capitales, de Serú Girán, de 1979, o A 18’ del sol, editado a comienzos de 1977 por Luis Alberto Spinetta, serían inimaginables sin la chispa generada por aquel grupo de Corea. Hasta Piazzolla, en su octeto de 1976/1977 dejó entrever su marca –preanunciada en el piano eléctrico de “Whisky”, el último movimiento de la Suite Troileana, publicada en 1976–. Con Chick Corea muere no sólo uno de los grandes músicos del jazz –y del siglo XX en general– sino alguien señalado por su generación y, a su vez, capaz de imprimirle a su época un signo. Fue protagonista, qué duda cabe, de un momento en que los guerreros románticos pensaban la música como territorio de la revolución.

DF

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