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Opinión

Argentina, 1985: la cosa juzgada

Darín y Lanzani, al frente del elenco de Argentina, 1985

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La nueva película de Santiago Mitre reabrió una polémica frecuente: ¿Cuánto se le puede exigir a una ficción? ¿Mucho, poquito, nada?

Es cierto que existe una diferencia entre una producción cultural o una obra de arte abstracta y una película que se inspira en un momento histórico determinado. Ante esta segunda opción se corren dos riesgos: pretender que la obra resuelva paradojas que ni la historia ni la política han resuelto o liberarla de toda crítica bajo la panfletaria consigna de ¡Aguante la ficción!

Porque también es verdad que muchos realizadores escriben como “partido político” y se defienden como guionistas. Es lo que sucedió —para tomar a un ejemplo lejano a nuestra “grieta”— con el Trotsky de Netflix: una versión muy distorsionada del pasado a la medida de los intereses políticos del presente. Sobre todo del presente de Vladimir Putin. Cuando el recorte adopta ribetes grotescos, falsea los hechos o hace propias interpretaciones desmentidas por la historia, merece que le caiga todo el peso de la crítica.

Además, el arte o la literatura tienen una especificidad que es de un orden diferente a la mera literalidad: existieron películas basadas en hechos reales que fracasaron estrepitosamente en la tarea de retratar una época mientras que otras que no partieron de ningún acontecimiento en particular lograron captar el espíritu de su tiempo.

Como sea, Argentina, 1985 es un recorte determinado tanto por la mirada de sus guionistas y realizadores como por sus condiciones de producción (por las formas que la industria impone al contenido). Un recorte ambivalente, como ambivalente es el acontecimiento al que se refiere: el Juicio a las Juntas.

Su mérito en la disputa por la memoria histórica es el necesario rescate de testimonios cruelmente memorables y un acontecimiento que, objetivamente, contrasta con una ofensiva negacionista muy activa en la actualidad.

Podemos pensarlo de esta manera: supongamos que Santiago Mitre y Mariano Llinás hubieran contratado a Los simuladores con el objetivo de que el testimonio de Adriana Calvo de Laborde llegase a un público amplio y que a los conducidos por Mario Santos cranearan la realización de una película semicomercial y hollywoodense, diseñada en la tradición cinematográfica estadounidense de los años ’40 y ’50 con un héroe antihéroe como protagonista porque configuraba una buena estructura para contar. Con ese material lograran convencer a algunos tanques de la industria cultural para que la financien y la película finalmente termina transformada en un éxito de taquilla. El plan muy probablemente nos hubiera parecido genial. Esa difusión despiadadamente didáctica para las nuevas generaciones que desconocen los hechos aberrantes justificaría todo lo demás.

Sobre la calidad de Argentina, 1985 ya se dijo y se escribió demasiado: los muy logrados momentos de tensión narrativa, el humor tan dosificado como necesario, la exitosa reconstrucción de una época o las célebres actuaciones.

Mucho más interesante que discutir la película (para algunos le sobra Strassera y “Strasserita” y le falta Alfonsín, para otros le falta política y le sobra “Juicio a las Juntas para gente común”) es debatir el acontecimiento histórico que repone. Tomarla como punto de partida y no como punto de llegada, intervenir sobre los efectos político-ideológicos que la película genera.

Cuando el poder perdió el juicio

El título ganchero del libro de Luis Moreno Ocampo que acaba de reeditar Capital Intelectual puede tener varias lecturas. La más literal es la que interpreta que el poder recibió un fallo contrario en los tribunales. Sin embargo, otra definición posible es que el poder perdió el criterio, la razón, que derrapó. Y algo de las dos cosas sucedió con el poder militar.

Porque la pregunta obligatoria que surge ante ese título es: ¿Qué poder perdió el juicio? ¿El poder de los comandantes de las tres Juntas?, indiscutiblemente; ¿el poder en general?, no tanto.

En su biografía no autorizada sobre Massera (Almirante Cero, Planeta, 2011), el periodista Claudio Uriarte fijó los límites estructurales del régimen surgido después del genocidio examinando el Juicio a las Juntas: “La paradoja del Juicio consistía en que se juzgaba a los ejecutores del Proceso pero no a los procesistas, a los jefes militares, pero no a los beneficiarios económicos y políticos directos o indirectos. Un Nüremberg en regla habría requerido el triunfo del bando enemigo, pero en la Argentina el único triunfo contra los militares lo había obtenido Gran Bretaña. Por eso el único juicio posible era el que las clases dominantes podían permitir: el que se hacía a una corporación que había permanecido en el poder mucho más tiempo de aquel por el cual había sido bienvenida, y cuyo independentismo y pretensión de protagonismo habían puesto a la Argentina al borde de ‘saltar del mapa’ con respecto a la pertenencia geopolítica a Occidente. No se juzgaba a la dictadura, sino al independentismo militar.”

Hacia principios de la década del ‘80 la tarea represiva estaba esencialmente terminada. Al quedarse sin objetivos —y cuando el gran saqueo nacional se combinaba con el “pequeño saqueo” de los Grupos de Tareas—, los militares se lanzaron a la aventura de Malvinas. La vergonzosa derrota fue su último acto.

Más importante que el trillado “el fin justifica los medios” es el interrogante en torno a qué justifica el fin. Cuando se alcanzaron los objetivos originales del proyecto político-económico de la dictadura, cambiaron los fines y los medios se tornaron obsoletos: del enfrentamiento a una insurgencia obrera-popular y el reformateo regresivo de las relaciones sociales del país a la consolidación de un nuevo orden sobre la base de otra configuración de fuerzas.

Uriarte con un ensayismo elegante, Alejandro Horowicz con mayores referencias teóricas o Rodolfo Fogwill con una imprudencia provocadora indagaron alrededor de un tabú fundacional del orden posdictatorial: la victoria económico-social del “Proceso” en medio la derrota personal de los comandantes. Contrariamente a lo que afirmó Emilio Eduardo Massera en su alegato de defensa, la dictadura había triunfado infligiendo una derrota al cuestionamiento revolucionario de la sociedad y el régimen democrático había condenado al brazo ejecutor sin inculpar a los beneficiarios económicos. Que los ciudadanos hayan reemplazado a las clases en los discursos políticos hegemónicos era el símbolo de esa derrota cultural.

Porque la tan mentada “banalidad del mal” puede ocultar su reverso: la banalidad del bien. Aquella que borra las especificidades y los matices y ubica a todos en lugar de víctimas. Pareciera que en 1983 se hizo borrón y cuenta nueva y todos, con excepción de un núcleo de militares, pasaron instantáneamente al campo de los demócratas de la primera y la última hora. Incluida, por ejemplo, la larga lista de intendentes civiles que la dictadura conservó en sus cargos o convocó después del 24 de marzo de 1976 y que gobernaron 1.697 municipios: 301 (35%) aportados por la Unión Cívica Radical; 169 por el Partido Justicialista (19,3%); 109 por los Demócratas Progresistas (12.4%); 94 por el Movimiento de Integración y Desarrollo (10.7%); 23 por neoperonistas (2.7%) y 78 por fuerzas federalistas provinciales (8.9%). O el aparato judicial que juró prácticamente en su totalidad bajo el estatuto del “Proceso” —algo de esto sugiere la película cuando Darín-Strassera busca colaboradores y se encuentra con que muchos, sino la mayoría, son “fachos”— o la cúpula eclesiástica que bendijo en el infierno. Y por supuesto, los beneficiarios más importantes: las clases dominantes.

El Juicio fue el producto del embate popular —continuidad de una resistencia heroica y una reacción ante el desastre de Malvinas— contra un régimen en descomposición, pero a la vez tuvo un límite temporal y uno físico. El límite temporal fue un “punto final” hacia atrás: el 24 de marzo de 1976, todo lo acontecido anteriormente (y había muchos muertos en ese placard de la historia) no era materia juzgable. El límite físico fueron las puertas de las fábricas y empresas: fuera de la propiedad privada todo, dentro de la propiedad privada nada.

El argumento principal de la defensa de los integrantes de las primeras tres Juntas fue que los militares se habían limitado a cumplir las órdenes de guerra dictadas por el gobierno constitucional que ordenaban aniquilar el accionar subversivo (decretos 2770, 2771 y 2772). Argentina, 1985 muestra esto cuando Ítalo Luder explica ante el tribunal que “aniquilar ”(una palabra con una carga demasiado específica, distinta por ejemplo a “derrotar” o “vencer”) quería decir algo muy distinto a… aniquilar. Los jueces aceptaron la versión.

Sobre el límite físico, el guionista y director de cine Jonathan Perel estrenó en 2021 el documental Responsabilidad empresarial en el Festival de Cine Independiente de Buenos Aires. Se basa en un informe de dos tomos (publicado por el propio Estado argentino), pero que, según la definición del mismo Perel, se difundió de manera muy limitada. Difícil que llegue al Oscar y no sólo por razones estéticas o de financiación. Allí muestra una extensa lista de casos en los que se comprobó la participación empresaria en los secuestros, torturas y desapariciones en lugares tan disímiles como los ingenios La Fronterita y Ledesma en Jujuy; la empresa de transporte La Veloz del Norte (Salta); Acindar en Villa Constitución (Santa Fe); Dálmine Siderca en Campana (Buenos Aires); Astilleros Astarsa en la zona norte del Gran Buenos Aires; las cerámicas Lozadur y Cattáneo; las autopartistas Ford, Mercedes Benz, Fiat y Grandes Motores Diesel (Buenos Aires y Córdoba); Bunge&Born y Grafa en Capital Federal; Astilleros Río Santiago en Ensenada, Petroquímica Sudamericana y Swift en La Plata; Alpargatas (en Capital, Buenos Aires y Tucumán); Molinos Río de la Plata y Loma Negra (en Olavarría y Barker) y hasta en el diario La Nueva Provincia (Bahía Blanca). El documental define la insuficiencia del concepto de “complicidad” y la pertinencia de la definición de responsabilidad directa. Los mecanismos fueron similares: trabajo conjunto, facilitación de información personal de los empleados, detenciones en los lugares de trabajo, uso de los predios para la represión, aporte de materiales, equipamiento, personal, logística y fondos en dinero.

Esto no fue (no podía ser) materia juzgable en el Juicio: el empresariado, la famosa y nunca bien reputada burguesía argentina fijó los límites de lo juzgable. Cualquiera puede afirmar lícitamente que “lo burgués no quita lo valiente” —puede observarse en Argentina, 1985 con las amenazas que recibieron diariamente fiscales y jueces—, y la sentencia es tan cierta como que lo valiente no niega los estrictos límites de clase.

En ese marco, la reconstrucción histórica en términos políticos fue sustituida por la crítica a los métodos, la instauración de un terror aleccionador que buscaba un disciplinamiento social, por la condena a una “respuesta desproporcionada y brutal” de origen.

El 2001 rompió el “techo de cristal” de esa forma de democracia de la derrota y abrió un horizonte a nuevas posibilidades que fueron desde la reapertura de los juicios, la derogación de las leyes de impunidad y algunas condenas emblemáticas que reconocían el plan sistemático y el genocidio. Pero esa es otra película.

El juicio al pasado

Hace algunos años, el historiador italiano Enzo Traverso exploró la operación político-ideológica que transformó a los vencidos en meras víctimas que, en esencia, son pasivas. Se basó en el libro La memoria del Holocausto en la edad global de Daniel Lévy y Natan Sznaider. Allí destacaban la dimensión cosmopolita en la memoria del Holocausto y el rol jugado en el proceso de construcción de una memoria global del siglo XX, caracterizada como una época de víctimas. Una operación similar tuvo lugar en aquellos años en nuestro país y el primer prólogo al Nunca más en la acentuada prosa del Ernesto Sábato, así como el alegato de Strassera formaron parte de esa narrativa. No se trata de negar la condición de víctimas, sino de reducirlas sólo a esa condición mediante un ejercicio de “angelización”. La veneración de la memoria —dice Traverso— terminó superpuesta a la historia o, incluso, absorbiéndola. La “memoria de las víctimas” reemplazó a la “memoria de las luchas” y el testimonio a las conclusiones políticas. Muchos sujetos quedaron escindidos de sus compromisos, de sus apuestas y de sus objetivos. Es decir, despojados de una politicidad que era parte esencial de su vida misma. El ensayista Eduardo Grüner escribió —desde esta perspectiva— que los adverbios “nunca más” (carentes de objeto y sujeto) podían significar tanto una plegaria como una amenaza.

La memoria en el sentido profundo del término es el derecho a la verdad histórica y tiene que batallar no sólo contra las mentiras, sino también contras esas “memorias” que son una forma de olvido. Porque en definitiva, toda memoria es política.

CC

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