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Assange y el Occidente sin épica

Assange y el Occidente sin épica

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Si la civilización capitalista occidental consiguió triunfar sobre sus adversarios, fue en buena medida porque logró generar un relato épico convincente y perdurable. La libertad y la dignidad del individuo fueron sus estandartes. Era el “mundo libre” defendiendo su derecho a proponer una vida feliz sin Estados opresores. El relato se sustentó en símbolos e hitos significativos. Inglaterra y su Bill of rights. La Marianne de la Revolución francesa portando su bandera. La estatua de la libertad, regalada a Estados Unidos, como su retoño firmemente enclavado en Nueva York.

Entre esos hitos, me interesa recordar dos que ejemplificaron como pocos los riesgos de un avance opresivo del Estado y las posibilidades del individuo de superarlos y salvaguardar así su derecho a la libertad. Dos historias con final feliz.

Hace poco más de 120 años el caso Dreyfus movilizó al mundo. En medio de paranoias nacionalistas y antisemitas, el Estado francés había condenado injustamente al capitán Alfred Dreyfus, de origen judío, en una causa por espionaje y traición. Inocente, Dreyfus terminó sin embargo sentenciado a cadena perpetua en una cárcel infernal de una isla de Guayana. El juicio fue el decálogo del abuso y la mentira. Las garantías individuales habían fallado. A partir de allí, la lucha solitaria de la familia del condenado se fue abriendo camino. Algunas voces retomaron el caso. Intervino Émile Zola, escritor de renombre mundial, y la sociedad francesa se dividió amargamente entre dreyfusards y antidreyfusards. Su célebre Yo acuso dio la vuelta al mundo. La presión política y moral en favor del capitán injustamente encarcelado fue surtiendo efectos: Dreyfus fue liberado y, tras doce años, rehabilitado. Victoria de la libertad. Victoria de la dignidad individual. Victoria de la verdad.

El otro hito es más cercano: el escándalo del Watergate a comienzos de la década de 1970. En este caso, un presidente de los Estados Unidos había utilizado el aparato de Estado para espiar a sus opositores e influir en las elecciones. Las maniobras ilegales fueron expuestas, en buena medida, gracias a la investigación de dos periodistas del Washington Post y la colaboración de un funcionario que filtró en secreto la información a la prensa. A pesar de todas las maniobras del gobierno, el presidente Nixon terminó acusado y removido de su cargo. Como con el Yo acuso de Zola, fue un libro, Todos los hombres del presidente, llevado a la pantalla en el film del mismo nombre estrenado en 1976, lo que llevó por todo el mundo la lección moral del caso: la libertad puede estar en riesgo incluso en los países que son sus baluartes; pero el coraje de algunos ciudadanos dispuestos a enfrentar a un gobierno puede salvarnos. Final feliz.

Esas dos historias que nos contaron y nos contamos fueron, entre otras, las que sostuvieron la épica occidental, la idea de un “mundo libre” en el que, no sin riesgos, la dignidad del individuo prevalece por sobre el poder de los Estados. La confirmación de que el liberalismo político funciona, de que las garantías civiles elementales pueden estar amenazadas pero son firmes.

Esa certeza es la que hoy ha dejado de funcionar. El presidente que espía ya no cae. Dreyfus permanece en prisión.

En estos días asistimos a un capítulo más de la larga persecución a Julian Assange, quien viene soportando más de 10 años de violencias estatales y encierro. El creador del sitio Wikileaks, que expuso entre otras cosas los crímenes de guerra en las invasiones de Irak y Afganistán, no será por ahora extraditado a Estados Unidos. Pero la justicia británica no lo hará apenas por causales médicas. No porque Su Señoría haya dictaminado que el Estado norteamericano no tiene derecho a perseguir a un hombre por revelar sus secretos sucios. Ni siquiera por la consideración más elemental de jurisdicción: Assange no es estadounidense y los delitos de los que se lo acusa ni siquiera ocurrieron en suelo norteamericano. Ninguna consideración moral o legal justifica que Estados Unidos lo persiga. Y sin embargo, continúa sucediendo. El país del norte apelará y el calvario de Assange continuará. Incluso si su caso termina con la libertad plena no habrá final feliz: Assange es hoy un hombre quebrado y con su salud mental destruida.

Y no es el único. Chelsea Manning, a quien se acusa de haber filtrado los documentos que Assange publicó, también debió soportar confinamientos solitarios prolongados y una libertad siempre precaria. Lleva dos intentos de suicidio. Y Edward Snowden, quien advirtió al mundo sobre el espionaje ilegal masivo que los EEUU realizan sobre la población, pasa sus días exiliado en Rusia.

Hace tiempo que el “mundo libre” perdió su épica. Personas que deberían ser tenidas por héroes y heroínas de la libertad, ven pasar sus días tras las rejas o en el destierro. La opinión pública internacional mira con aburrimiento o resignación. La prensa se interesa poco y nada. El liberalismo se declara prescindente y calla. El mundo de Zola y del Watergate ya no existen. La preservación de nuestras libertades requerirá que inventemos otro.

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