Has elegido la edición de . Verás las noticias de esta portada en el módulo de ediciones locales de la home de elDiario.es.
OÍD EL RUIDO Opinión

Bussi, la Bersuit, Alberto, Fantino y Lacan: un banquete del disparate de los sentidos

0

“El lenguaje es un virus”, cantaba Laurie Anderson en los ochenta como parte de su complicidad con William Burroughs. A través de esa canción de 1986 (“LanguageIs A Virus FromOuterSpace”, con el extraordinario AdrianBellew en la guitarra, como bien puede apreciarse en el filme Home Of The Brave) nos acercábamos al autor de La máquina blanda y El almuerzo desnudo. ¿Qué era eso de que el virus había llegado del espacio exterior y había parasitado en unos monos, afectando sus órganos vocales? Los sobrevivientes devinieron máquinas parlantes y reprodujeron cadenas informativas dentro de sus organismos que infectaron a otros. Hubo un tiempo en que la literatura se pensaba, vía Burroughs, como la misma vacuna contra el virus a partir del propio lenguaje, una lengua capaz de evitar el naufragio, aun en la dispersión, el corte y el montaje. Había entonces canciones que nos incitaban a leer y volver a escuchar y en esa dialéctica el mundo se mostraba diferente entre los ojos y los oídos. Me vino a la memoria la voz de Anderson como reacción a una biopic sobre esa misma década de alta demanda en Netflix, cuyo título prefiero olvidar. Esa serie se superpuso a otra situación que algunos encontraron escandalosa: la conversión de “Se viene”, de la Bersuit, en grito de campaña de Ricardo Bussi en Tucumán.

Los nodos invisibles por los que circula el capital arrastran otro virus, corroen sentidos y, además, hacen hablar a las personas a través de consignas. Desde esa perspectiva puede resultar hasta natural que el bussismo intentara “capturar (un verbo de prosapia familiar)” un canto en principio irreductible. “Si esto no es una dictadura, ¿qué es?”, se preguntaba en 1998 Gustavo Cordera, y ese interrogante dio una pirueta un cuarto de siglo más tarde al quedar en bocas inapropiadas. La propiedad se impuso, y La Libertad Avanza, el partido de Javier Milei, que tiene en Tucumán como candidato a Bussi, fue intimada a retirar la canción de su campaña. El spot del aspirante a la gobernación de sonrisa de tiburón había profetizado que “se viene el estallido, de mi guitarra, de tu gobierno, también”. Augurio y sed de revancha de un año tan parecido a 1975.

Este préstamo musical en tiempos de extraordinaria concentración, tan parecido a los usos que ha hecho Milei de “Panic show”, de La Renga, y también de “Se viene” parece ser el resultado del ablandamiento o la corrosión de las condiciones materiales y discursivas que hicieron posibles esas canciones. Estas utilizaciones están a la orden del día por la fantasía de libre disponibilidad que ofrece la red. Todo puede ser bajado y reciclado en cualquier momento y lugar. La música tiende a perder sus sitios y razones específicas y en su ubicuidad se lleva puestas significaciones que habían sido construidas socialmente.

La propia reproducción técnica había abonado el siglo pasado el camino que nos lleva a los recientes usufructosfuera de lugar de “Se viene”. En 1969, una parte de Estados Unidos se escandaliza cuando Jimmy Hendrix realiza su versión distorsionada de “Star Spangled Banner”, el himno de ese país (lo mismo sucedió en Argentina con la canción patria y Charly García). Pocos se irritaron sin embargo al escuchar “Revolution”, de Los Beatles, como una de las músicas de campaña de Donald Trump en 2015 (Nike ya había contribuido a despojarla de cualquier connotación con el año 68). Entre uno y otro hecho se habían transformado las instancias y soportes de la recepción.

Acaba de fallecer el cantante y actor Harry Belafonte, a los 96 años. The Times of Israel no solo destacó su condición de artista comprometido con los derechos civiles sino, especialmente, cómo contribuyó a globalizar, en 1957, a partir del disco An Evening With Belafonte, la canción “Hava Naguila”.Recordemos: su origen nos lleva a la Rusia zarista de los pogromos antisemitas de comienzos del siglo XIX. Un rabino nacido en 1797, Yisroel Friedman, intentó promover ciertas formas de resistencia. La música, una de ellas. Cuando ya ni siquiera valían las subrepticias entonaciones, muchos judíos huyeron a Europa central y se llevaron sus melodías. Así llegó al compositor y cantor llamado Abraham ZviIdelsohn lo que sería “Havanagila” desde el momento en que, inspirado una cita bíblica, devino canción: “Alegrémonos, alegrémonos/ Cantemos, cantemos/ Cantemos y alegrémonos/ Despierten, hermanos despiertos”. La canción echó su raíz en Israel a principios del siglo XX.

Belafonte la hizo suya de una manera antagónica a este presente: el apego al valor germinal de aquel canto. El gran difusor del calypso en Estados Unidos, la primera persona afronorteamericana a la que, gracias a su éxito comercial, se le permitió actuar en muchos lugares exclusivos vetados para artistas como Louis Armstrong y Ella Fitzgerald, tenía una abuelo judío-holandés. En sus memorias, Mysong, Belafonte rescata una experiencia fuera de lo común en la Alemania de posguerra con ese tema extraño a su repertorio. “Cuando llegué a la canción folclórica hebrea HavaNagila, la multitud rugió y comenzó a cantar —a gritar, en realidad— conmigo, aplaudiendo y pateando. Me di cuenta de que era la canción más cercana de mi repertorio a una canción de cervecería alemana, con su síncopa similar a un canto. Pero, ¿qué tan extraño fue eso, una audiencia alemana cantando vertiginosamente un himno judío solo trece años después de la guerra? Esa respuesta vertiginosa, lo sabía, era más que música. Mi presencia simbolizó mi solidaridad, como estadounidense, con los berlineses occidentales, pero también con los berlineses orientales, con todos los oprimidos por la Guerra Fría”.

Pero la deriva de las canciones podía suscitar “capturas” como la que nos sonroja en la actualidad con “Se viene” en la misma era analógica. Mi memoria me arrastra a un Atlanta-Chacarita a fines de los sesenta, en la cancha del primero de los equipos, del cual mi papá era hincha. Su rival lo supera en goles y juego, y entonces su hinchada se vale de “Havanagila” para cantar “bailan, los rusos bailan”. Acto seguido viene “ahí llega Hitler por el callejón/matando judíos para hacer jabón”. Nadie parecía escandalizarse en las tribunas. Cada vez que una música es violentada regresa de alguna manera a un punto que se ha creído de no retorno: los campos de concentración. En Auschwitz, la banda de los cautivos tocó fragmentos de la Quinta sinfonía de Beethoven junto con la “Marcha del campo de trabajo”. En la ESMA se torturaba con Joan Manuel Serrat como cortina de fondo para atenuar los gritos de las víctimas. La excepción ha fijado desde entonces su regla: unobjeto de cultura podíasacar lustre de su propia condición bárbara. Esa certeza, construida con enormes dificultades en Argentina después de 1983, no ha impedido que “Todavía cantamos”, una canción sobre los desaparecidos, escrita por Víctor Heredia, cuya hermana fue secuestrada por la dictadura y nunca más vista, se convirtiera, vía TVR y su ironía progre, en la melodía sobre los “parecidos” en el segmento televisivo que festejaba las semejanzas fisonómicas.

Este breve recorrido nos devuelve a “Se viene”, pero para ahorrarnos indignaciones puntuales y observar la cuestión de la “captura” con una mira y una escucha más amplia. Horacio González ha instado en uno de sus últimos libros, Humanismo, impugnación y resistencia, a “interpretar” la inversión “del álgebra entre préstamos y recibimientos” que le ha permitido a la derecha “tomar” bienes de la izquierda, expropiando palabras. “Asistimos a la construcción de un arte movilizatorio callejero de derechas”. Pablo Stefanoni también lo había constatado en su libro ¿La rebeldía se volvió de derecha? Mientras Revolución Federal realizaba performances con bolsas mortuorias y música de fondo como si fuera un happening sesentista.

Pero atención, la descontextualización, así como las incautaciones banales también tienen su casuística en el presidente Alberto Fernández, con su recurrente necesidad de citar letras de rock hasta convertirlas, out of place, en parte de la lengua estatal. Fernández completó una política de estatización de ese género que comenzó tímidamente con los festivales que organizaba la UCR en los ochenta, no sin algunas asperezas, como cuando Los Fabulosos Cadillacs se negaron a “sentarse en la mesa” del candidato a diputado Jesús Rodríguez durante su campaña electoral de ribetes musicales. La negatividad que por entonces podía expresar el rock quedó representada entonces en la serie Los Alfonsín que dibujaba en Humor Miguel Rep. El presidente tenía en esa historieta nueve nietitos. Uno de ellos se vuelve punk y se rapa la cabeza (solo preserva su bigotito alfonsinista). Como Cosimo Piovasco, aquel entrañable personaje de El barón rampante, la novela de Italo Calvino, la descendencia imaginaria del presidente argentino se subía a un árbol en un gesto de rebelión, en su caso, para rechazar la ley de obediencia debida y los valores conservadores de la familia. La otra encarnación roquera era más despreocupada, como podía esperarse de un programa televisivo. Paolo era un “volado” al que la contingencia le resbalaba (igual a lo que sucede en la biopic, salvo en la introducción, acompañada de imágenes políticas que luego se esfuman). La propensión de Fernández a mirarse en el espejo del primer presidente de la transición democrática está encontrando inquietantes analogías. La superficie vidriada no solo le devuelve un peligroso fondo inflacionario: lo acerca a Paolo en cada intervención política acompañada de sus preferencias musicales.

Lo de Bussi y “Se viene” es, entonces, apenas un “síntoma” de este 2023 en el que la cita y el préstamo pueden alcanzar cumbres del disparate. Vean, escuchen, sino el programa televisivo en YouTube de Alejandro Fantino. Sus tres conversaciones especialmente con el psicoanalista Jorge Aleman, se poblaron de invocaciones a Gilles Deleuze, el deleuziano Jun Fujita, Bifo Berardi, Amador Savater y, claro Jacques Lacan. El relator deportivo y tertuliano que se acompañaba de modelos despampanantes, abducido ahora por la vulgata filosófica, habla ahí del “punto de capitón” y su interlocutor asiente. Qué banquete del pensamiento. Lacan se había valido de esa imagen, traída de la tapicería, para comparar los botones que fijan almohadones y tapizados de tal manera que no pueden deslizarse y, de este modo, mantienen su forma original. El punto de capitón es en el lenguaje aquello que estabiliza un significado de modo que no pueda remitir a cualquier cosa. Fantino y Alemán se inclinan frente a las cámaras, como el caso de lo ocurrido con la canción de la Bersuit a refutar la teoría y sumarse al torrente viral de los intercambios y desestabilizaciones de los sentidos. El estallido ya fue.

AG

Etiquetas
stats