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ESCALA HUMANA

Cafés que reviven, cafés que mueren

La Giralda

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La realidad siempre va rápido, pero en estos días marcha a varias revoluciones más: el nuevo presidente, sus nombramientos, sus impuestazos, la subida del dólar, la de los precios, la de las tarifas. Increíblemente la vida sigue y este jueves la ciudad continúa poblando los cafés (y viceversa). El diario allí sigue leyéndose aunque las cosas pasen más velozmente que lo que tarda la tinta en secarse. 

Por más contraintuitivo que suene, acodarse a tomar un café (¿quizás el último?) puede ser una buena idea para llorar este cimbronazo, para dejarse cobijar por un lugar donde las cosas permanecen, donde el mundo por un rato se detiene y donde es posible digerir el panorama a un ritmo más humano, más lento. Mientras el bolsillo aguante.

Pero en los bares, aunque no parezca, también hay cambios, vidas que se terminan y otras que empiezan o se recuperan. Por un lado, hace dos semanas cerraba en Palermo el notable Los Andes, que el año que viene iba a cumplir un siglo, una despedida que cubrí en esta nota. Por otro lado, se anunciaba la inminente reapertura del clásico Café de García en Devoto de la mano de Los Notables, el mismo grupo gastronómico detrás del futuro renacimiento del café Lavalle, en esquina con Rodríguez Peña. 

Después de la nota del cierre de Los Andes, pasó lo de siempre: mensajes y comentarios con lamentos por mail o por redes, de dolor sincero, algunos de culpa por haber dejado de ir o no haberse animado a entrar y conocerlo. Acotaciones que yo también he hecho en otros cierres, porque me apena mucho que estos lugares se pierdan. Pero también me quedo con una pregunta, que retomaré unos párrafos más abajo.

Porque arranco antes con una hipótesis: los bares que sí reviven –en general vía cambio de dueños– muchas veces decepcionan. Hay una gran distancia entre el bar original y el posterior, aunque se sigan llamando igual y la reforma se haya encarado seriamente. Pero hay más distancia aún entre ese bar renovado y aquel de nuestra memoria, que muy probablemente no frecuentábamos desde mucho antes del cierre.

El caso más paradigmático fue La Giralda, el café notable que reabrió en agosto de 2021, tras pasar cerrado dos años. La restauración estuvo a cargo de Gustavo Cerrotti, del estudio Pereiro Cerrotti & Asociados, el mismo que también recuperó el Petit Colón, La Ópera y La Puerto Rico. Esa reapertura trajo alegría pero también desazón. ¿A dónde fueron a parar los azulejos blancos de siempre? ¿Por qué los pisos ahora son de mármol y granito? ¿Por qué la barra de fórmica mutó a una de madera con pasamanos de bronce? 

Ajeno a las reacciones, el arquitecto explicó que sí tuvo en cuenta la tradición de La Giralda. Que intentó ubicarse en los orígenes del local en los treinta pero que, como muchos de los elementos originales se perdieron con el tiempo, hizo a nuevo los artefactos de iluminación y los apliques, y les dio un tono art déco, coherente con la década de su comienzo.

Tomo La Giralda porque quizás sea el caso reciente que haya despertado más críticas, cargadas de desencanto, de frustración o de enojo ante lo que algunos entendieron como una traición a la identidad, la tradición y la esencia del lugar, conceptos necesarios pero, por su amplitud, casi imposibles de definir. ¿Hasta dónde es La Giralda y hasta dónde es otra cosa? 

Más allá de lo justificadas que sean las críticas, y que acuerde con muchas de ellas, me pregunto qué se puede hacer para mantener exactamente como están algunos lugares que, en el estado actual, sufren la escasez de clientela, la decadencia de sus instalaciones, la falta de adaptación a un mercado cambiante. El propio dueño de Los Andes admitía que su bar no invitaba a entrar. Y, efectivamente, pocos entraban. 

Sin dudas, hay casos de recuperación y pase de manos mucho más respetuosos de la memoria colectiva del bar, como Los Galgos, Roma del Abasto, Montecarlo y La Ideal, esta última renovada por el mismo estudio que La Giralda. Pero en todos ellos hubo un cambio fundamental, ya se tratara de ampliar la carta, convertir el café parcialmente en una pizzería o un restorán, o sumar tiendas de regalos. 

Probablemente estos cambios en los usos de los bares tengan más impacto que los del ambiente o la decoración. Pero la gastronomía no es un museo. Ante todo es un negocio. Aunque amemos esos espacios, aunque los hagamos historia propia, aunque formen parte de nuestro álbum familiar, los dueños de esos cafés deben enfrentarse a una realidad que agobia y que puede hacerles perder registro de lo que significa el local para sus clientes. 

Me quedo pensando en qué es mejor, si habilitar la muerte digna, o celebrar su resurrección, que no es lo mismo que continuidad, porque revivir un lugar implica modificarlo. Asegurar la supervivencia de un café conlleva adaptarlo a estos tiempos. Aunque eso no implique gentrificarlo, nunca volverá a ser el que era. No hay manera.

Un caso interesante es el del bar Varela Varelita, ubicado en la misma avenida que Los Andes pero con una suerte bien distinta. Este notable de más de 70 años reforzó su comunicación en redes, sumó promociones, capacitó al personal en un colorido arte latte, y lo hizo sin tapujos y sin pensar en lo que dirían los más puristas. Así mantuvo su clientela fiel y le sumó jóvenes, incluidos los denostados hipsters.

Me pregunto entonces también si esa idealización de la inmutabilidad de los bares no es una suerte de ancla, una intención testaruda de que sean esos cafés los que nos permitan seguir viendo una Buenos Aires que se homogeneiza. Los viejos cafés, ¿forman parte de nuestra vida, o estamos tratándolos como galerías? Nos gusta verlos por redes, nos gusta que existan, pero ¿en qué medida los consumimos? ¿O simplemente les rendimos tributo en una pantalla pero dejamos que sean otros los que vayan y los vivan, desventajas incluidas?

Todos lamentamos el amague de cierre de El Palacio de la Papa Frita y más de uno se prometió a sí mismo volver a comer allí todas las semanas. Pero a las palabras se las lleva el viento –costumbres o economía mediante– y no le hacen justicia a un lugar que mucha gente recuerda sólo cuando está cerca su final, yo incluida.

En esta ciudad cada futuro bar es mirado por la gente con la expectativa con la que se espera a un niño por nacer: asomándose a su interior para ver cómo será, consultando a los vecinos, preguntando a los obreros cuándo arranca. “La comida saca opiniones muy fuertes entre los porteños”, me había dicho el periodista estadounidense Kevin Vaughn. Me atrevo a decir que eso también ocurre con los bares y da lugar a preguntas, lamentos y columnas.

KN

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