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QUÉ ESCUCHAR

Canciones sin palabras

Bertrand Chamayou y Sol Gabetta

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La idea del título había sido de su hermana Fanny, que escribió unas tempranas “Canciones para piano”. En cierta forma, toda la música para ese instrumento compuesta en el siglo XIX podría pensarse como canciones instrumentales. Y es que el modelo ritmado de la poesía, que comenzó a ser leída habitualmente por las nuevas burguesías –y por los compositores– atravesó todo el espíritu romántico.

Felix Mendelssohn escribió varias colecciones de “Canciones sin palabras”. Y una de ellas, aislada, para cello y piano. La noción no es ajena a lo que el musicólogo Simon Frith afirma acerca de la relación entre letra y música en las canciones populares. Que lo que otorga sentido no son las palabras, muchas veces reemplazables por otras o apenas recordables, sino la música. En efecto, nada sucedería con una frase como “Ayer todos mis problemas parecían muy lejanos” si no fuera por la música de “Yesterday”. Y, desde ya, por esa parte esencial de la música que el mito de la academia llevó a minimizar: la interpretación. Comenzando, en este caso, por la propia voz de Paul McCartney.

Quienes durante años escuchamos a The Beatles, Bob Dylan, Simon & Garfunkel, Genesis, Carole King o Joni Mitchell sin saber una gota de inglés, e incluso los cantamos en una jerigonza fonética digna de Diego Capusotto, no hicimos otra cosa, finalmente, que disfrutar canciones sin palabras. Y el caso de la ópera, tan cantada desde el comienzo hasta el final, no es muy distinto. Quienes gustan del género saben que nada sería de las palabras finales de Liù, en Turandot, de Giacomo Puccini –“antes de este amancer/ cerraré cansada mis ojos/ para no verlo nunca más”– si no fuera por su música y por lo que la soprano sea capaz de lograr cantando al borde (exactamente en el borde) de lo audible.   

“La gente a menudo se queja de que la música tiene un significado demasiado incierto, de que lo que deberían pensar al escucharla no está claro, mientras que todo el mundo entiende las palabras”, escribía Felix Mendelssohn en 1942, en una carta. “En mi caso ocurre exactamente lo contrario, y no sólo en el contexto de un discurso completo, sino también en el caso de palabras individuales. También estas me parecen tan inciertas, tan vagas, tan fácilmente incomprensibles en comparación con la música genuina que llena el alma con mil cosas mejores que las palabras. Los pensamientos que me expresa la música que amo no son demasiado indefinidos para expresarlos con palabras, sino al contrario, demasiado definidos.” Eventualmente, la tensión entre letra y música y la supuesta primacía de una sobre la otra venía ocupando a los teóricos desde la Edad Media. Y mientras que en la antigüedad la Iglesia no había dudado en otorgar el cetro al texto (que era lo que diferenciaba la devoción del mero placer sensual), los siglos XVIII y XIX habían invertido los valores de manera radical.

El filósofo Wilhelm Wackenroder, uno de los fundadores del romanticismo alemán, escribió en La profunda esencia de la música, a los 20 años, y poco antes de morir, lo siguiente: “Ningún arte humano puede representar con palabras ante nuestros ojos el fluir de una masa de agua agitada de manera variada por sus miles de olas (…). La música, por el contrario, nos hace fluir ante los ojos la propia corriente. Audazmente, la música toca su misteriosa arpa y traza en este oscuro mundo, pero con orden preciso, signos mágicos, certeros y oscuros, y las cuerdas de nuestro corazón resuenan y comprendemos su resonancia”. En el mismo texto hablaba de “los envoltorios de las palabras, como si éstas fuesen la tumba de la profunda pasión del corazón”. Mendelssohn, en relación con una de sus Canciones sin palabras, escribía a un amigo: “Si me preguntas qué tenía en mente cuando la escribí, diría: simplemente la canción tal como es. Y si tengo ciertas palabras en mente para una u otra de estas canciones, nunca querría decírselas a nadie, porque las mismas palabras nunca significan lo mismo para los demás. Sólo la canción puede decir lo mismo, puede suscitar en distintas personas los mismos sentimientos, que, sin embargo, no se expresan con las mismas palabras.”

Alrededor de las “canciones sin palabras” –“para cantar con los dedos”, escribió su autor–, y de la música de Mendelssohn para cello y piano, una de las mejores cellistas del momento, la argentina Sol Gabetta, junto con el extraordinario pianista Bertrand Chamayou –su lectura de la obra completa de Ravel para ese instrumento, es una de las dos o tres más importantes de la historia discográfica– acaban de publicar un disco ejemplar por muchas razones.

Gabetta y Chamayou ya habían grabado en 2015 un álbum extraordinario dedicado a Chopin.

Como en aquella ocasión, la perfección y, al mismo tiempo, la sensibilidad de las interpretaciones es un presupuesto. La calidad de la grabación y la elección de los instrumentos utilizados y de la locación del registro –o sea del sonido de lo que se escucha–, es también un elemento de peso. Está presente, desde ya, la permanente sensación de diálogo que se desprende de la manera en que tocan juntos los dos intérpretes –que vienen haciéndolo desde hace casi veinte años–, adivinándose más que siguiéndose. Pero, lejos del último lugar en importancia, esta vez hay un concepto novedoso: la obra completa de Mendelssohn para esa conformación instrumental pero no sólo eso. El disco incluye además un conjunto de piezas –la mayoría escritas especialmente para el dúo– de compositores actuales que revisitan las “canciones sin palabras”, esa vieja idea romántica: Jörg Widmann, Heinz Holliger, Francisco Coll y Wolfgang Rihm.

Gabetta nació en Córdoba en 1981 y es una estrella desde muy pequeña, en que gracias a una beca del Mozarteum Argentino viajó a Europa para perfeccionarse. Ganó innumerables premios y ha grabado versiones seminales de las principales obras del repertorio para su instrumento, entre ellas el Concierto de Sir Edward Elgar que la genial Jacqueine Du Pré convirtió en emblema. “Ella fue una referencia inevitable. Obviamente, cuando era chica no podía ser mujer y cellista y no tenerla en cuenta”, me decía hace años, cuando acababa de grabar esa obra. “Pero, justamente en el Concierto de Elgar, siempre quise hacer mi versión, en tanto hay algo en la interpretación de ella que es, por supuesto, convincente en sus manos pero no coincide con mi visión de la obra. Ella la hacía de una manera muy extrovertida. Y para mí es una obra inmensamente introspectiva.”

Esta cellista pertenece a una infrecuente clase de músicas y músicos que conjuga sensibilidad, perfección técnica e inteligencia y que controla su carrera hasta el detalle más pequeño. “He buscado tocar y grabar todo el repertorio para cello del Romanticismo y Clasicismo”, contaba cuando aún no había cumplido 30 años. “Y a esto puede agregársele Prokofiev y Shostakovich. Pero mucho más que eso no hay. Así que eso me obliga a ser curiosa y a buscar. Desde el principio de mi carrera traté de decidir muy bien cómo quería que fueran las cosas. Y siempre trato de no quedarme con lo más obvio. Incluso hay cosas que están delante de nuestros ojos y sin embargo nos cuesta darnos cuenta de que están allí”, concluía.

El programa de este disco, titulado de manera escueta apenas con los nombres de los compositores y los intérpretes, incluye una de las obras más bellas no sólo de Mendelssohn sino de toda la historia, su segunda Sonata para cello y piano. “La primera vez que tocamos juntos tocamos este obra. Debemos haberla tocado no menos de doscientas veces”, afirma la cellista en las notas del folleto del disco. “Y a pesar de eso, o tal vez por eso, este disco dedicado a Mendelssohn es lo que ambos siempre quisimos hacer”. Elegido por la revista inglesa Gramophone como uno de los discos del mes, en su edición de febrero (ya disponible en formato virtual), para su registro, realizado en la sala de la Philharmonie de París, los intérpretes utilizaron dos pares de instrumentos distintos para las composiciones de Mendelssohn y de los autores actuales. Para el primero, Chamayou tocó en un Blüthner de 1859 y Gabetta  en el Stradivari “Bonamy Dobrée-Suggia”, de 1717 –cedido por la Fundación Stradivari Habisreutinger– con cuerdas de tripa entorchadas con acero. Y en las obras contemporáneas los elegidos fueron un violoncello Matteo Goffriller de 1730 –con cuerdas modernas–, y un Steinway & Sons de última generación.

Diego Fischerman es autor del blog El sonido de los sueños: https://xn--sonidodesueos-skb.com/

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