Nuestras casas: refugio, fantasmas y desolación
Un año. 365 días y 365 noches desde aquel jueves 19 de marzo en el que el presidente Alberto Fernández declaró la cuarentena. Hace ya un año quedaron atrás esos primeros tiempos de lavandina, de himno nacional, de incertidumbre, de balcones y de instalación del “zoom”. La medida inicial, rotunda y que partió al mundo y a la Argentina tal como la conocíamos fue el “quédate en casa”. ¿Qué hacer ante ese virus –entonces– desconocido que amenazaba los sistemas –y las fragilidades de los sistemas– sanitarios? Restringir la circulación. Guardarse. Salir sólo para “lo esencial”. ¿Cuántas personas veía en promedio un habitante de un centro urbano antes de ese 19 de marzo? Las que se cruzaba en el transporte público, en el trabajo, en la facultad, en un bar, en un negocio, en un club, en el universo de las citas, en las reuniones con amigos. La enumeración es un poco infinita. Todo ese mundo se hizo trizas. Desde 2020 que, aún con las modificaciones del ASPO al DISPO y las vueltas de ciertas formas de presencialidad, un fantasma recorre las neurosis argentinas: hay que tratar de ver a la menor cantidad de gente posible.
En la infancia, en el psicotécnico laboral y hasta incluso en la conversación amorosa –que suele arrancar por el “¿dónde vivís?”– hay un nudo del que parte todo lo demás. Dibujar la casa. Contarla. Y ahí están, esas representaciones amasadas y codificadas. Detrás de las mil y una casas parece haber una simbología definida: la puerta, las ventanas, el cuadrado, algún techito a dos aguas, ¡la chimenea!, el jardín, el árbol. En el fondo del dibujo nuestro corazón delator: la casa, esa promesa. No hay modernidad sin arquitectura. El pasaje del feudalismo al capitalismo también es una intervención precisa sobre la vivienda. De ese escenario campesino o artesanal donde la producción y reproducción de la vida transcurren empalmadas en tiempo y espacio a la “división sexual del trabajo”. La forma en que los feminismos nombran cómo hay una distinción –diferencial y jerárquica– entre el espacio público –reconocimiento, valor, dinero– y el espacio privado –anonimato, cuidado, labor que sostiene la vida; y es trabajo, claro–. De la imagen feudal –y estereotipada– del carpintero confeccionando una pieza mientras una mujer cocina y los niños crecen alrededor, a la imagen moderna –y estereotipada– de la fracción de la jornada (con la escisión negocio/ocio) y la distribución (por sexo y género) del ámbito de la fábrica u oficina –para los varones–, del ámbito de las viviendas –para las mujeres– y del ámbito de las escuelas –para los niños y niñas–. Pequeñas anécdotas sobre las instituciones.
Todas las vanguardias del siglo XX –y sus precursoras del XIX– coinciden en esto: la calle. Incluso, ésa es la lucha inicial de muchas mujeres que sacuden el delantal de sus madres (que, no olvidemos, en general han logrado el techo propio gracias a las políticas del Estado de semi-bienestar) y desafían el mandato privado: estudiar, trabajar, hacer plata, o militar. Pero los feminismos modifican la arquitectura de la revuelta cuando dicen, en la voz de Kate Millet en 1970, “lo personal es político”. Lo privado no tiene por qué ser privado de derechos y ya no hay “ganar la calle” sin ganar también el cuerpo, el sexo, el placer. El cielo por asalto empieza en el colchón. Historización política de la casa.
Hay un libro de poemas bellísimo de Laura Wittner que se llama Las últimas mudanzas. Ese último jueves de 2020 todos emprendimos alguna (o más de una) mudanza. Los últimos mudados. Dentro de esas paredes: cambios de piel como las serpientes. La casa se fue transformando (a veces, rotativamente) en oficina, en aula, en lavadero, en tienda, en diván, en pequeña pyme, en gimnasio, en telo, en restaurant. En trinchera para los que la pasaron de malabares con chicos en un dos ambientes; en “cat family” para quienes compartieron más tiempo con la mascota que con un ser humano. (Un asterisco: la pandemia cacheteó el “todo lo sólido se desvanece en el aire” de la cultura del monoambiente sostenida en cierta diversidad vincular porque, si el mundo se derrumba, con quién vivimos se vuelve una pregunta última. Cuando las papas crujen, un smartphone no es un hogar.) Y lo que sucede puertas afuera, mediado, comprado, ahora ocurre acá, manso y agotador, repetitivo y efímero, en el repliegue sobre la vida, en su fibra más definitiva. Techo queremos todos.
Exactamente el mismo año, ahí en ese borde filoso de los setenta, los Stones cantan “dame refugio”. La casa no siempre es un lugar seguro –el femicidio de Silvia Saravia es el extremo de esa parábola– pero el techo es el lugar donde todos los demás derechos pueden empezar. La relación entre los salarios y el acceso a la vivienda se ha visto –justamente desde los ciclos de financiarización capitalista que empiezan en los setenta– desarticulada. Hoy, los hijos de propietarios alquilan. Sebastián Rodríguez Mora analiza en carne propia estos fenómenos de inquilinización y las prácticas que hacen del “elige tu propia departamento en alquiler” un “elige tu propio calvario”: las comisiones inmobiliarias, los contratos leoninos, las condiciones irrisorias, las expensas extraordinarias. La ley de alquileres, sancionada en medio de la pandemia, vino a intentar regular eso que pasaba a espaldas del Estado y que forma parte de una realidad generacional. Nuestra relación más larga, nuestro sujeto político último, nuestra preocupación final cuando apoyamos la cabeza en la almohada: fuimos, somos y seremos inquilinos.
Gervasio Muñoz, referente de Inquilinos Agrupados, señala: “La situación que ha puesto de manifiesto la pandemia es que un sistema de acceso a la vivienda completamente privatizado sin intervención del Estado en ninguno de sus niveles genera consecuencias dramáticas”. Y advierte: “Con la finalización del decreto que suspende los desalojos a partir del primero de abril lo que vamos a vivir es una segunda ola de desalojos. La primera ola fue la de los sectores más vulnerables, en la primera etapa de la pandemia, donde se vieron tomas de tierras, y ahora vamos a ver la segunda ola de desalojos, la de los sectores medios empobrecidos que antes podían pagar el alquiler y ahora ya no pueden”. Muñoz redondea: “En una de las crisis económicas más importantes que tuvo el mundo quien domina la lógica del acceso a la vivienda sigue siendo el mercado inmobiliario, con consecuencias que aumentan la desigualdad y elitizan el acceso a la vivienda en Argentina”.
La clase es la transformación del dinero en calidad de vida y la casa es el museo último de la clase. La elección de un papel higiénico dice mas que mil conversaciones en focus group sobre el miedo de “¿moriré como inquilina?”. La nueva ley de alquileres es una conquista enorme, pero necesita de su cumplimiento efectivo. Mientras, esta semana, la historia de M. volvió a poner en primer plano las cadenas de precariedades más vulnerables en la discusión sobre la vivienda. Los que ni siquiera imaginan que pueden tener una (alquilada). ¿Cómo escribir después de la pandemia? ¿Cómo hacerlo sobre el techo? Con algo de la contundencia de la pregunta que hace acá Paula Abal Medina, sin dudas. Porque somos parte de una época que se volvió una máquina de dejar en crudo las desigualdades.
FA
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