Has elegido la edición de . Verás las noticias de esta portada en el módulo de ediciones locales de la home de elDiario.es.

COLUMNA NÓMADE
El coloso de Brooklyn

Henry Miller

0

Salvo en San Antonio de Areco, donde la tradición parece ser algo que se hereda y uno tiene que andar vestido de gaucho todo el tiempo, en otras partes la tradición es algo que se debe salir a buscar. La tradición de un poeta guatemalteco puede ser la forma en que juega al fútbol un equipo noruego. Y a este trago se le puede mezclar las películas clase B del cine americano y, quizá, alguna mala traducción de El Túnel de Ernesto Sabato. ¿Por qué no? 

¿Quién te recomienda un libro que va a volverte loco? Una amiga, un amigo, un profesor. A mí me lo recomendó un actor en una película atípica de Scorsese, Después de hora. Es una escena –pasaron muchos años y nunca volví a verla– en que un hombre está sentado en un bar y mira a una chica que lee un libro. El tipo –para entablar conversación con la chica– le empieza a recitar el comienzo del libro que ella está leyendo: “No tengo dinero ni recursos ni esperanzas, soy el hombre más feliz del mundo, hace un año, hace seis meses, pensaba que era un artista, ya no lo pienso, lo soy, todo lo que era literatura se ha desprendido de mí, ya no hay más libros que escribir, gracias a Dios”. La chica cierra el libro y mira al tipo. “Henry Miller”, dice el tipo, “Trópico de Cáncer”. 

Salí del cine y empecé a buscar el libro. Elsa, la amiga de mi mamá de lentes inmensos y polera amarilla, con lo dedos manchados por la nicotina, gran lectora, lo tenía y lo sacó de la cartera cuando se lo mencioné. Me dijo que era un libro que había que leer con cuidado porque tenía partes obscenas, pornográficas. Me acuerdo que cuando mi mamá cayó en coma cuatro y estuvo a punto de morirse yo tenía un sobretodo negro y mientras recorría la guardia del hospital donde estaba internada, sacaba el libro de Miller y le daba un trago, como si fuera una petaca de algo vivificador. Para mí, Trópico de Cáncer no era pornográfico, las escenas de sexo que tanto escándalo habían suscitado en la época en que se publicó, no me interesaban. Lo que me interesaba era la forma atípica de narrar una novela, casi sin trama, con diferentes escenas al tuntún y con la potencia lírica de un poeta inspirado. Trópico de Cáncer estaba escrito en presente y en presente es como me gustaba vivir. 

Muchas veces los libros que nos impactan en la juventud dejan de tener efecto cuando crecemos. Nos olvidamos el trato que alguna vez tuvimos con ellos. Pero esta mañana, mi amigo Toto me manda una frase genial por wasap: “Nadie puede sentirse mejor que quien se ve engañado completamente. Ser inteligente puede ser una bendición, pero ser completamente confiado, crédulo hasta la idiotez, abandonarse sin reservas, es uno de los supremos placeres de la vida”. ¿De quién es? le pregunto. Es de Sexus, de Henry Miller, me responde. Y como la magdalena de Proust recuerdo esos días intensos de mi juventud en que soñaba con convertirme en un poeta, la idea de que iba a ser imposible si no me ponía primero a actuar como un poeta. ¿Pero cómo era un poeta? El Indio Solari me contó que Pete Townshed se preguntaba cómo se tenía que vestir un rocker hasta que se dio cuenta que un rocker se vestía como él. En una fiesta de despedida de unos compañeros de la facultad que se iban de viaje hasta Canadá a dedo, me encontré con Gaspar –le decían todos Gaspi– y no logro recordar su cara porque lo vi esa sola vez, esa larga noche que iba a cambiar mi vida de manera definitiva. Gaspar me habló de miles de cosas increíbles esa vez, sentí que podía ser mi amigo para siempre. Y en un momento me dijo algo que me impactó: su papá era poeta. Hasta ese entonces los padres de mis amigas o amigos eran sastres, mozos, trabajaban en fábricas, eran visitadores médicos, pero ninguno poeta. Se llama Francisco Madariaga, me dijo Gaspar. Le empecé a preguntar cómo se vestía el padre, qué tipo de vida llevaba. Me dijo que era un poeta surrealista con una vida realista y tranquila. Muchos años después yo iba a leer los poemas geniales de Madariaga. Incluso un verso suyo que me encantaba “Oh, Mono, adiós”, lo iba a usar como título en un diario deportivo donde trabajaba, cuando se despidió del fútbol Navarro Montoya. 

La frase de Toto me hizo acordar al cuarto de soltera de Lali, una chica que conocí y que tenía en la pared de su pieza pegada una foto de Henry Miller. Y llevaba siempre Sexus en la cartera, y lo sacaba para leerlo cuando nos sentábamos en el subte y yo miraba asombrado que lo tenía todo subrayado. A mí me gustaban los Trópicos (el de Cáncer y el de Capricornio o Primavera Negra, o El coloso de Marusi). ¡No sé de dónde se le ocurrían títulos tan geniales! Pero cada vez que intentaba leer Sexus me aburría. Me parecía un torrente de frases sin sentido y Plexus o Nexus, con los que seguía la trilogía, tampoco lograban despertarme interés. 

Acá está la correspondencia entre Lawrence Durrell y Henry Miller. Al principio Durrell es el discípulo –de hecho El cuaderno negro, uno de sus primeros libros, es una versión de Trópico de Cáncer– pero después se aleja del maestro y compone El cuarteto de Alejandría. En esas novelas hay una trama sofisticada, personajes inestables y complejos, cambios de punto de vista. A Durrell no le gusta Sexus, le parece un libro amorfo: “Querido Henry. Recibí Sexus de París y voy por la mitad del volumen uno. Debo confesar que estoy amargamente desilusionado. La vulgaridad moral del libro es artísticamente dolorosa. Esas escenas tontas y sin sentido que no tienen razón de ser ni humor, nada más que infantiles explosiones de obscenidad... Qué lástima que un gran artista no tenga el sentido crítico como para controlar sus fuerzas y mantener su destino dirigido hacia la meta”. 

Charles Bukowski –un escritor de prosa seca, a la manera de Hemingway, pero vitalista como Miller– no piensa igual que Durrell y le escribe a Miller. “Hoy cumplo 45 años y con esa pobre excusa me permito el lujo de escribirte, aunque me imagino que recibirás tantas cartas que acabarás loco. No hay nadie como Celine o Dostoievski. A menos que se llame Henry Miller”. 

Estoy leyendo de nuevo Sexus. Es un torrente de descargas de semen. Los personajes apenas están delineados. El gran personaje es Henry Miller. En medio de ese torrente de palabras, aparecen frases geniales como la que me mandó Toto. U otras como ésta: “El lenguaje empieza donde la comunicación está en peligro”. Es un libro sobre la desgracia y la felicidad de estar enamorado. Y de saber que la persona que amas es misteriosa, pero no va a serlo siempre. Y que hay aceptar esa frustración. Algunos personajes toman la palabra y hablan largo y tendido, durante páginas. El libro se detiene, no hay acciones. Pero de golpe aparece una pequeña descripción, una pequeña frase con la que podemos aguantar el día. Siento que estoy con una palangana moviendo el agua al lado de un río buscando esa pepita de oro. 

En algún momento después de la muerte de mi madre, Elsa dejó de venir a casa. No la vi nunca más. A Gaspar Madariaga lo vi esa sola vez. Y aunque fui varias veces a escuchar recitar a su padre –una experiencia casi sobrenatural– nunca me lo encontré. Después de esa larga noche charlando con él no me casé –tenía fecha para dos semanas más tarde– y me fui de viaje por América durante dos años, siguiendo a mis compañeros de facultad. Hasta el día de hoy no logré ser completamente crédulo, no pude abandonarme sin reservas, abandonarme hasta la idiotez, ese nirvana que se propone en Sexus. Henry Miller murió hace muchos años y sus libros renacen cada tanto, cuando alguien los abre al azar en el subte o en una librería de usados. 

Lali vive en Francia, donde pasa hambre y frío.

FC

Etiquetas
stats