La compañía de la soledad
En un cumpleaños de abuela, tres niñas de entre 3 y 4 años, juegan cada cual con su teléfono en una hilera de tres sillas contiguas. Están en un SUM en el que hay juguetes y juegos hechos de materia a la que le falta la energía. En realidad, están adentro de sus teléfonos, los teléfonos son el otro lado de sus relaciones excluyentes (con un teléfono).
Éste es un dato de campo que se repite con una voracidad incalculable en todos los niveles y en medidas catastróficas, si es que hay unidad de medida para saber qué tan grande es un hábito de perfiles adictivos sostenido por la época.
¿Contemplar el teléfono ya es la primera actividad humana de la vigilia, entendiendo por primera la más importante aplicada al uso del tiempo? Si vale la observación, sólo el oxígeno está tan presente en la vida del humano inteligente.
Según el portal de estadísticas Statista, hay 8000 millones de teléfonos personales en un mundo de 7700 millones de habitantes. Casi un 1000% más que hace quince años. Pero del uso yonqui del teléfono, que es universal, los datos son íntimos. Cada cual sabe por qué se levanta al baño a las seis de la mañana y no puede resistirse a darse un chute de reels. O de ver héroes transversales en TikTok durante la cena o el almuerzo, o en medio (justo en el medio, como un centro de gravedad) de una charla, en el semáforo, pescando truchas con mosca en la Patagonia, etcétera.
Allí donde estén los cuerpos, los cuellos se estirarán hacia las pantallas, en las que destella la realidad única de cada uno. Son cuellos mutantes, telescópicos, como los del querido E.T.
No pensarán que este es un artículo sobre los teléfonos. No. Porque no hay ninguna posibilidad de agregar una gota de sentido, ni de anécdota, a todo lo que escribió Martín Kohan en “¿Hola?” (Godot, 2022), que fue todo. Allí quedó claro que es un artefacto sin pros ni contras, si no fuera por los contras y los pros que se derraman como leche hervida desde las cimas de su “utilidad”.
¿Para qué sirve no tanto el teléfono sino su cercanía de prótesis, cuando no de implante? ¿Eh? ¿De qué sirve tenerlo de capilla ardiente portátil con todos los dioses adentro, los del stand up y los de los animales salvajes, los de la deep fake y las carnicerías de guerra, los de la misa villera y la pornografía, los de los viajes y los encierros?
Sirve, puede suponerse, para que la dama y el caballero fantaseen con la posesión de un yo que se despliega mediante veredictos acerca de lo que le gusta. En el proceso, la ilusión de estar en un mundo que sólo vale para uno, que uno sólo habita y que, ademas, puede ser sustituido por cualquier otro según los empujones de la época, lo que verdaderamente ocurre es una transformación de naturaleza por la que el sujeto, sueño irrealizable de la cultura moderna, es absorbido por los agujeros negros del algoritmo, ese polvo de hoy del que viene el telefonópata, y hacia el que va.
¿Dónde está la gota que cae al mar? ¿Quién la vio? Está perdida y, sin embargo, es el mar. En esa contemplación seudoindividual o posindividual, que es pública porque se ejerce en cualquier lugar, pero que es privadísima porque el ejercicio consiste en “entrar” al teléfono como entraría a su cueva el misántropo, se pone en juego ya no la fantasía de un yo sino ¡de un yo soberano! Como si los telefonópatas no fuésemos adictos al sentido falsamente balanceado del lugar común sino todo lo contrario: el autor de un mundo propio donde manda el payaso asesino conocido como “yo”.
Estas consideraciones nos llevan al asunto del egoísmo. ¿Cómo no va a haber 8000 millones de teléfonos si es un vehículo más del consumo por compensación? Es “el” consumo. Es, al mismo tiempo, la oferta y la demanda. La cultura del capital y el trabajo se rebanó los sesos desde que existe para que las gotas del mar no sintieran su insignificancia ni su destino de prescindencia, mientras siguen creciendo las olas.
Y las compensaciones son píldoras de consumo personal, egomercancías que unen el tedio del trabajo y la desocupación con la “felicidad” de las posesiones. De esos consumos, que son combustibles porque es cuestión de tener para ya no querer, el del telefonito-pasta base es el que aventaja al resto, incluyendo vistas de la aurora boreal o la Bugatti Chirom, porque satisface todas las demandas a toda hora y en cualquier lugar. Es la llama que no se apaga.
Lo que empieza a morir es la importancia alguna vez insustituible de las relaciones personales. Las relaciones personales tienden a ser secundarias. Entre dos personas, dos teléfonos. La adicción al teléfono, en el que se reúnen los asuntos públicos, los privados, los secretos, el trabajo, la vida social, el conocimiento, el consumo, el dinero y el entretenimiento, es la sandía del postre. Es el recién llegado a un escenario de egoísmo y solipsismo regado por el sentido de la propiedad, los discursos de autoayuda, tal vez un poco de psicoanálisis malo, la joda de la acumulación como sueño del que no puede acumular y tantas otras fuerzas auxiliares.
No ha de haber escena más narcisista, contando la de Narciso mirándose en el lago, que la del pretendido sujeto humano mirando su teléfono. ¿Qué se puede ver allí dentro sino lo que uno cree ser?
Pero tal vez no hay que poner el grito en el cielo. Porque, ¿cuál sería el problema de descubrir que todo lo que ha hecho el hombre desde que se enderezó fue llegar a una situación en la que le entrega gran parte de su vida a un teléfono? Y si así fuese, se estaría planteando una necesidad de distancia. ¿Será eso lo natural del hombre?
Datareportal, que no sé qué es, dice que este año ya hay 4760 millones de usuarios de redes en todo el mundo. El tiempo promedio de los usuarios en el mundo es de casi dos horas y media por día, pero no puede ser cierto en cantidad, ni en calidad, porque no se cuenta lo que la contemplación yonqui de pantallas tiene de “gesto”.
¿Cuántas veces ese usuario promedio entra y sale de las aplicaciones y cómo esa actividad de reincidencia galopante se despliega en el tiempo? No se sabe. Porque lo que tiene de monstruosa la enfermedad a la que hemos caído es su sentido de la interrupción, con la paradoja de que parece que el mundo y la vida fueran ellos los intrusos cuando piden atención.
El repliegue hacia el fetichismo de “la conexión” está en un sostenido auge. Se desatan las parafilias y se abre hacia el éxtasis de la soledad la simpatía por lo inanimado. Ya hay hombres prácticamente casados con sus sexdolls, y mujeres al borde del divorcio noviando con succionadores de clítoris. Lo importante es que no haya “otro” (otro humano) cerca, ni por asomo. Una vida humana sin contacto humano, un poco al modo de las premoniciones de “La posibilidad de una isla”, de Michelle Houellebeq, en la que la palabra más escrita, además de estar en un registro insoportable de melancolía, es la palabra amor. Como si dijera: “Así que ustedes quieren progresar hacia el clímax del artificio, manga de pedantes. Ven a pedir por favor el viaje de emergencia al pasado”.
Hablando de parafilia... La que puso las cosas en un nivel Messi fue Sara Rodo, la señorita alemana que se enamoró de un avión. Dicho así no se alcanza a ver que no se trata de “un” avión en el sentido de “un” chino o “un” negro. No se enamoró de un Airbus A380 ni de un Mig-25 sino de un Jumbo 737, al que llama “Dicki”, y del que tiene 50 replicas a escala reducida con las que “se pone física”. Ojalá tengan muchos jumbitos y puedan decolar sin pasar por los pesados trámites de las relaciones humanas.
JJB
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