El jueves pasado a primerísima hora me dirigí en mi utilitario de trabajador de la construcción al Sodimac de Gonnet en busca de herramientas y máquinas para comenzar el día con la furia productiva que necesita el extraordinario crecimiento económico de la Argentina, que está en su mejor momento según la unanimidad oficialista.
Iba con la idea de aprovechar el boom del rubro que fomenta el gobierno que tanto me gusta por meterle bala a la casta y a la corrupción, y por darme la oportunidad de crecer patrimonialmente en este año y medio soñado.
Tenía in péctore lo mismo que tenía in mente: traerme un taladro percutor inalámbrico de batería de litio de 20 voltios Black and Decker, diez palas de punta y diez anchas (hay que agarrarlas, como mandan los streamers libertarios), una soldadora Inverter de 100 amperes, una amoladora angular inalámbrica Barker, tres carretillas, alicates, pinzas de punta, de maza y pico de loro, buscapolos, mazas, martillos bolita, carpintero y tapicero, un set de destornilladores de 49 piezas Hamilton, un andamio portable de aluminio de dieciséis tablas y -¡cómo no!- una motosierra marca Petri, en homenaje al Ministro de Defensa, del que aprendí la rudeza viril y el valor guerrero, al que quiero felicitar porque tuvo lo que hay que tener para ponerle un techo de $370 mil al sueldo de las maestras del Instituto Dámaso Centeno.
Lo que iba a gastar, comparado con lo que la misma compra me saldría en Tokio, era carísimo, pero ¿quién mira los precios en la prosperidad? Iba empuñando mis dólares, feliz de mi movilidad social más ascendente que pedo de buzo, pero en el camino me detuvieron las fuerzas de seguridad a diez cuadras de mi casa. Había carros de asalto, escuadras de la policía motorizada, camiones hidrantes, vallas metálicas, perros adiestrados (no sé si no había gatos), patrulleros, policías con cascos y escudos, drones y helicópteros.
Me estaban interrumpiendo el fluir recto hacia mi acto preferido, que también es el de mis amigos libertarios digitales con brazotes de goma: agarrar la pala. Protesté, les grité a los responsables de los retenes que para ellos también habría motosierras, les dije que les iba a “romper el culo” y los llamé “casta”, “wokardos”, “eunucos”, “mandriles”, “domados”, “meados”, “cogidos”, “zurdos de mierda” y “ñoquis”, y cerré mi alocución invocando la figura, la investidura y hasta la locura presidencial. Un vigilante me dijo: “es que está por llegar el Presidente”. ¿El Presidente? ¿Al Sodimac de Gonnet? ¿Él también, aun siendo un ser superior, va a agarrar la pala? ¿O es que sólo va a hablar como el genio que es?
La emoción de la especulación no duró nada. El Presidente no estaba por llegar al Sodimac de Gonnet sino al salón de fiestas de lujo Vonharv, un planeta de “mersa decó” con cubos láseres, tormentas de leds, sillas de acrílico transparente, centros de mesas fúnebres, sillones trono para los homenajeados y decenas de bolas espejadas. ¿En esa oscuridad desesperante se va a encerrar? ¿El Jefe de Estado va a dar su cátedra en ese antro de fiestas de bodas y cumpleaños de 15 y roscas corporativas? Dios, si existís, decime que no es cierto. Si existís -¡existí para esto, por Dios!- salvalo.
Mientras mi día de emprendedor se esfumaba, leí que el Presidente (que estaba dando cátedra en mi barrio) había decretado la derogación del artículo 2° de la Ley N° 26.876 para voltear el “Día del Trabajador del Estado” y mandar a trabajar a los empleados de la Administración Pública Nacional el día que tienen franco desde hace 40 años.
El argumento del decreto es que el franco “no es adecuado”, dado que “el resto de la población lleva adelante su jornada laboral con normalidad”. Lo que importa es “el trabajo productivo, inclusivo y digno, centrado en un contexto social adecuado”, que “es la principal herramienta de crecimiento para una comunidad que busca la distribución equitativa de los bienes producidos, dado que sin producción no hay distribución posible”. Además, “es indispensable restituir el valor de la cultura del trabajo a lo largo de todo el país, lo cual se logra tanto con políticas públicas de largo plazo como con pequeñas decisiones concretas”.
“Trabajo productivo” y “distribución equitativa” suena medio comunoide, pero si a este programa presocialista lo firman el Presidente y sus ministros, habrá que concederle razón, y ayudar a su concreción ahora mismo.
Veamos. De los 500 mil empleados de planta permanente y transitoria de la Administración Pública Nacional, más de 380 mil ganan un sueldo por debajo de los dos millones, lo que no debería llamar a engaño porque el promedio de ese sector (que no es el jerárquico ni el de los organismos acomodados) está más cerca de un millón que de dos.
En el ranking de los empleados que más ganan (más de 3 millones en promedio) figuran ARCA, ANSES y Enargas. En el puesto 39 está el Hospital Posadas con sueldos promedio de 1.3 millones (29 docenas de empanadas según el Índice Darín), el CONICET está en el puesto 49, el INCUCAI está en el puesto 69, el Instituto Malbrán en el 70, en el puesto 82 está la Agencia de Discapacidad, en el 91 está el Instituto Nacional del Cáncer y en 193 el Hospital Carrillo (16 unidades del Índice Darín).
Ahora que mi Presidente, según los argumentos del decreto contra el franco de los estatales de la Nación, se convirtió al socialismo, voy a tener que dejar en suspenso mi crecimiento económico exponencial iniciado por el retén que me impidió llegar a Sodimac y regresar a la “inacción” de los libros.
Digamos con Karl Marx, como dicen los profesores, que el capital es trabajo acumulado. Lo sabe hasta el ser humano más bobo del mundo; y el que no lo sabe, que lo vaya sabiendo. Es una fija de la estructura económica cuyos argumentos corrieron por la lisura de las interpretaciones sociológicas hasta -como mínimo- Pierre Bourdieu, que dicho sea de paso lo corre por izquierda a Marx, al que le reclama un “faltante”, dado que la vida social no tiene por qué ser contemplada desde un punto de vista exclusivamente economicista (aunque la economía, “el lugar donde caerse muerto”, es lo más importante).
El compañero libertario Marx habla de la racionalización capitalista del tiempo, del tiempo como “cosa” en el sentido de hora-hombre y de, por añadidura, cuántas horas de trabajo vale un hombre. Dice: “un hombre en una hora vale tanto como otro hombre en una hora. El tiempo lo es todo, el hombre no es nada; es, a lo sumo, la cristalización del tiempo”. Por lo que se entiende perfectamente que, entre los logros analíticos de Marx, donde a esta altura figuran de un modo irrefutable ya no en términos de conceptos sino de hechos la plusvalía (del capital) y la alienación (de la fuerza de trabajo), se agregue sin problemas la sugerencia de que la verdadera revolución es la revolución del tiempo, la cual consiste -sencillamente- en trabajar menos. ¿Quién, que no padezca la adicción al trabajo -que es la versión activa de la fobia al vacío- querría trabajar más, regalando su tiempo personal como quien tira margaritas a los chanchos?
Propongo, como neolibertario “wokardo”, conforme las nuevas instrucciones del hermano de El Jefe vertidas en su decreto socialista, y aun cuando me esté agarrando un tremendo pedo ideológico, que, dado que los sueldos estatales cayeron un 25% desde diciembre de 2023, se compense a los agentes de la plantilla pública con tiempo, el verdadero oro. Es decir que se le restituya el franco que se les quiere sustraer, y que hagamos lo posible para decretar feriados nuevos.
Hoy estamos en el 5° puesto mundial de los países con mayor cantidad de feriados. Tenemos 19. Nos ganan Camboya (27), Irán (27), Líbano (22) y Sri Lanka (20), y nos está pisando los talones Colombia (17). Una vergüenza. No podemos perder esta batalla, ni la del Big Mac más caro del mundo, donde “todo marcha de acuerdo al plan” y ya estamos segundos detrás de Suiza con un precio “promo” de U$S 7,37 dólares. El año pasado estábamos cuartos, pero por suerte le “rompimos el culo” a Noruega y a Uruguay, y ahora vamos por Heidi y el abuelito de Heidi. ¡VLLC!
JJB/MF