Opinión

Cuba: el mito y los usos

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Cuba vuelve a estar en la discusión pública a raíz de la proyectada acción del 15 de noviembre. La “Marcha Cívica por el Cambio” buscaba retomar las históricas manifestaciones del 11 de julio, que fueron las más importantes en décadas y mostraron un extendido ánimo opositor. Pero esta vez el aparato de seguridad estaba prevenido; pudo desarticular la protesta y evitar las imágenes de la represión en las calles, que se viralizaron por todo el mundo hace tres meses, y los arrestos que siguieron. La rebelión de julio despertó en la opinión (más afuera que adentro de la isla) la idea de un final del régimen, una conjetura que desconoce las condiciones y dispositivos de un poder edificado desde hace muchos años. Por otra parte, es dudoso que el cambio de régimen (o sea, la caída del socialismo a la cubana) sea el objetivo general de las protestas.

Vale la pena, entonces, tratar de cernir algunos rasgos de la actual situación. Y dada mi posición, separada del escenario interno de las crisis, lo que puedo aportar se focaliza en los efectos, las repercusiones que activan y movilizan representaciones de larga data sobre la revolución, que han alimentado el imaginario político, no sólo latinoamericano.

Las libertades

En Cuba se sancionó una nueva Constitución hace dos años. Es muy fácil consultarla (véase, por ejemplo, acá). Define al Estado cubano como un “estado socialista de derecho”. Y consagra una serie de libertades y derechos básicos: una república “fundada en el trabajo, la dignidad, el humanismo y la ética de sus ciudadanos para el disfrute de la libertad, la equidad, la igualdad, la solidaridad, el bienestar y la prosperidad individual y colectiva” (Art. 1). Establece que “todas las personas tienen derecho a la vida, la integridad física y moral, la libertad, la justicia, la seguridad, la paz, la salud, la educación, la cultura, la recreación, el deporte y a su desarrollo integral” (Art.46). Afirma que “el Estado reconoce, respeta y garantiza a las personas la libertad de pensamiento, conciencia y expresión” (Art.54). En el plano de la legalidad formal no habría justificativos para la represión de las protestas y las detenciones, que en principio violan las garantías consagradas en la Constitución.

El problema es que en Cuba existe una legalidad disociada que da cuenta de una organización duplicada de los poderes. Para decirlo en el viejo vocabulario de Marx, la Constitución es sólo la superestructura, separada de la base material, en este caso los dispositivos de dominación social y política que fundan en otros principios y operan con otra lógica. El aparato de seguridad no responde al “Estado de derecho”: fijado en el momento revolucionario sigue funcionando como un estado de excepción, lo que implica la efectiva supresión de esos derechos consagrados por la Constitución. O sea, la figura (o el fantasma) de la guerra civil revolucionaria se prolonga por más de 60 años. Y esa superposición del pasado en la crisis presente, las escenas del pasado que oprimen el cerebro y la conciencia de los actores, se expande en las repercusiones fuera de la isla, que ven en las protestas el alzamiento contra una revolución que en verdad ya no existe desde hace décadas. ¿Cómo abordar esa mixtura de espejismos y malentendidos?

El bloqueo

Las sanciones contra Cuba por parte de EEUU se integran en el cuadro de ese pasado congelado. Bloqueo o embargo, más allá de las consecuencias en la economía y la vida cotidiana, aun admitiendo que su efectividad se ha reducido por la apertura con Europa y América Latina, lo cierto es que proporciona un argumento y una justificación, política, ideológica y simbólica, para mantener esa escena congelada. El mundo es otro, ya no hay una confrontación global. Cuba no es un Estado revolucionario y mucho menos puede ser una amenaza para los EEUU, como en el tiempo de la crisis de los misiles.

Cuba pervive como el Museo de la Guerra Fría, un resto arcaico alimentado desde el régimen, pero también desde los EEUU, y no sólo por la derecha republicana. Más allá de las invocaciones a la causa de los derechos humanos (un tópico que, en las declaraciones de los gobiernos, siempre se inclina a la duplicidad y que, por otra parte, no ha sido un factor determinante en la política exterior estadounidense ), el problema de Cuba se ha convertido en un problema de la política doméstica de los EEUU que concierne a los votos del estado de Florida. Sin esa implantación en las luchas políticas internas seguramente el problema del bloqueo se hubiera resuelto hace mucho.

Cuba pervive como el Museo de la Guerra Fría, un resto arcaico alimentado desde el régimen, pero también desde los EEUU, y no sólo por la derecha republicana

Al mismo tiempo, es un factor que está allí y no puede ser obviado. Es lo que advierten las nuevas organizaciones de la protesta y la disidencia que, por más que traten de eludirlo, se encuentran metidos en un escenario que los retrotrae a ese pasado que no pasa. Lo que es claro es que el modelo de régimen, el partido único (que hoy casi no existe, salvo Corea del Norte y China), el poder de la burocracia política y militar, los dispositivos de la regimentación de la sociedad, no son una respuesta al bloqueo sino que reproducen una matriz que viene del modelo soviético.

El mito

Hay un mito Cuba. La escena congelada de la Revolución, condensada en la figura del Che Guevara, se ha extendido globalmente y perdura en las representaciones que desmienten la evidencia de que Cuba hoy no tiene nada que ofrecer a ningún programa de cambios profundos en la sociedad o la política. Las condiciones de la implantación del mito, hace 60 años, son conocidas. Es más que el guevarismo que se extendió por América Latina en los 70. El mito se terminó de amasar en Europa e incluía varios componentes. Por un lado, la erosión del otro mito poderoso que asociaba la revolución a la clase obrera. Después de 1968 o de la luchas de Solidaridad en Polonia (una clase obrera más amiga del Papa que de las enseñanzas de Lenin) era claro que el motor y los agentes de la revolución estaban en otra parte, en las luchas del Tercer Mundo, los campesinos, los desheredados o los jóvenes estudiantes.

A lo que se agregaba el componente nacionalista: la escena poderosa del débil que se enfrentaba al fuerte, el David que se plantaba frente a Goliath, frente al imperialismo y la prepotencia norteamericana, con una larga historia en América Latina. Finalmente, y no menos importante, la estrella del castrismo global se montaba sobre el desprestigio del curso de la política en la URSS en la era Brézhnev. Parte del mito residía en la idea de una excepcionalidad cubana respecto del modelo soviético. Finalmente se mostró que era una ilusión. Cuba no sólo ha sido un satélite de la URSS en la política internacional (en el apoyo a la dictadura argentina en los foros internacionales, por ejemplo), sino que se ha mostrado como el Estado que mejor aprendió y transmitió los métodos de la KGB. 

Algunos, en la izquierda, como Cornelius Castoriadis, lo vieron hace mucho. En 1985 estuvo en Buenos Aires, en la Facultad de Psicología, y le preguntaron por Cuba (yo estaba ahí). Respondió brevemente que ya se había ocupado del modelo soviético y no tenía nada que agregar. Se refería a los trabajos de Socialisme ou barbarie, que había fundado con Claude Lefort en 1948 para  denunciar las formas del poder burocrático y la dominación totalitaria en la URSS. Las palmeras o el ritmo tropical no cambiaban el concepto de fondo sobre el tipo de régimen.

La identidad y los usos

Los mitos perduran en las narrativas sobre Cuba, así como perduran los dispositivos de seguridad y represión forjados en las décadas del totalitarismo en la URSS. Y alimentan una identidad de izquierda edificada en la nostalgia y el museo, más que en las ideas y los programas capaces de transformar la realidad. No se si la rebeldía se volvió de derecha, pero lo que parece más claro es que hoy, para muchos, la identidad de izquierda es la de una tribu más apegada a los emblemas y las leyendas que a los valores y las promesas. La fe de los creyentes y la pertenencia sin fisuras están en las bases de las guerras políticas e ideológicas que denuncian en el enemigo las mismas faltas, o crímenes, que niegan o encubren en los miembros de la tribu.

La propaganda del régimen se replica en los slogans, impenetrables a la discusión de las ideas y de las experiencias. O en el uso cínico por parte de algunos líderes latinoamericanos. Por ejemplo, Lula dijo, sin ponerse colorado, que Cuba sin el bloqueo sería como Holanda. Él sabe que no es así. Conoce la diferencia entre un régimen arcaico forjado según el modelo bolchevique y una democracia moderna. Él mismo es parte de una izquierda forjada en las luchas democráticas y sabe que no tiene nada que aprender de Cuba. Pero, como otros dirigentes de la izquierda latinoamericana, decide que una visita el Museo de la Revolución le agrega alguna pátina de legitimidad, como una marca de pertenencia a ese colectivo imaginario.

Parece que no es fácil resistirse a esos guiños cómplices que tienen una aceptación asegurada en la comunidad de creyentes. Lula, otra vez, recaía en el cinismo (ojalá sea un virus pasajero) cuando, hace poco se preguntaba: “¿Por qué Angela Merkel puede estar 16 años en el poder y Ortega no?”. Sería perder el tiempo explicarle algo que ya sabe: que Merkel no encarceló a ningún opositor ni forzó las leyes o la Constitución. Si se trata de comparar a Daniel Ortega con otros que gobernaron por muchos años, ¿por qué no evocar a alguien más cercano, Stroessner, que se mantuvo por más de 30 años?

Quizá, un rasgo de nuestro tiempo sea ese uso cínico de la revolución, en las declaraciones públicas de dirigentes o gobernantes que en verdad ya no creen en ella.

Por supuesto, para quien conoce la historia de las izquierdas a lo largo del siglo XX, hay rasgos que se repiten: el espíritu faccioso, la religión política, la entronización del líder, la voluntad totalitaria. Pero esas creencias, desde los 30 y los 40 , se teñían del espíritu de la tragedia; la guerra estaba ahí como un límite real y el compromiso revolucionario implicaba sacrificios y riesgos. Quizá, un rasgo de nuestro tiempo sea ese uso cínico de la revolución, en las declaraciones públicas de dirigentes o gobernantes que en verdad ya no creen en ella.

Finalmente, más allá del mito y los usos, se trata de recuperar, para la izquierda, una discusión sobre Cuba que sea la vez política y ética. Hay una consigna que se repite en la izquierda, casi como un mantra que cubre todo: “No hay que hacerle el juego a la derecha”. Me gustaría proponer otra: “No hay que hacerle el juego a los despotismos”, a las dictaduras, a los regímenes que aplastan las libertades. Es un compromiso real con el ideal de la democracia, que recupera un valor fundamental de la izquierda, que es la defensa de las víctimas, de los oprimidos, de los que ven cancelados sus derechos y su dignidad.

HV