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Ensayo general Opinión
Cuando nuestra danza ridícula de egos vale la pena

Tamara Tenenbaum Ensayo general rojo

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Esta semana fui con una amiga que es amiga de Fito Páez a ver el último ensayo general de la gira de El amor después del amor; hace casi un mes, fui a ver el penúltimo ensayo general de Inferno, la nueva obra de Rafael Spregelburd, invitada por una amiga que actúa en la obra. Hace ya un par de años, desde que empecé con el asunto del teatro, que voy a ver ensayos de obras de amigos o colegas que me invitan por diversas razones; hace más años todavía, desde que empecé con el asunto de la literatura, que me acostumbré también a compartir las cosas que escribo con colegas o amigos que escriben antes de enviarlas a las editoriales, y también a leer los manuscritos que ellos me envían. Pienso bastante seguido en por qué hago esto, por qué hacemos esto: qué esperamos.

Alguna vez me enojé con un amigo (no se lo dije) porque me hizo leer un libro y después no se tomó en serio nada de lo que le dije; dedicó el rato que pasamos juntos a rebatir cada una de las sugerencias que yo le hacía, a justificarse, como si estuviéramos escribiendo algo juntos y valiera la pena convencerme a mí de que mi punto de vista era errado. Yo no sabía cómo decirle, de forma amorosa, que solo estaba tratando de ayudarlo, y que honestamente si pensaba que todo lo que yo decía era una tontería no hacía ni falta que tuviéramos esta conversación, ni que me hubiera mandado el manuscrito. Sentí que me había hecho perder el tiempo, pero no me enojé por eso, sino por una cuestión de ego; sentí que en realidad no le importaba mi opinión, en el sentido de que no pensaba que mis sugerencias pudieran enriquecerlo. Solo quería mi aplauso, mi validación, que yo le dijera que estaba haciendo todo bien, y cuando cumplí con esa expectativa se enojó un poco él. Otros amigos me había contado situaciones muy parecidas: ir a ver un ensayo “para que me cuentes qué te parece” y que la otra persona se moleste cuando le contás qué te parece. 

El ensayo de Fito, por supuesto, era otra cosa; la mayoría de las personas que estábamos ahí no éramos amigos personales de él, ni de los músicos. Supongo que había allí (o en el anterior ensayo abierto que hizo) un puñadito de personas cuya opinión a él le importaba en serio, a quienes después les preguntó si de verdad sonaba bien o qué les parecían las versiones, pero el punto no era ese, no era ese tipo de ensayo abierto. Fito lo dijo, de hecho, al final: necesitaba ver, probar y sentir eso que sucede con la música cuando aparece la gente. Creo que con el teatro a veces pasa eso, también: nos invitan a ver las obras sin terminar no solo ni principalmente para que opinemos. Es una deformación de escritora, finalmente, pensar que lo más útil y lo más dulce que tengo para dar es mi opinión: lo que se necesita, a veces, es la escucha, como cuando necesitamos contar nuestros problemas sin que nos den un consejo. Pienso en la bronca de esos momentos, entonces, en los que no “te dan bola”; quizás sería más fácil si todos fuéramos más transparentes, si dijéramos “te paso este manuscrito porque necesito que alguien lo lea y me dé coraje”, “quiero que vengan al ensayo para ver qué pasa cuando hay gente pero no para que me propongan nada”, cosas así. Es difícil cuando los que somos invitados también somos, por supuesto, personas con egos hipertrofiados y frágiles: egos de artista. Pienso también que hay que agradecer cuando alguien nos abre algo tan íntimo como su proceso; es mucho más fácil, por supuesto, cuando se trata de genios como Fito o Spregelburd, cuyo trabajo se siente un privilegio presentar. Es emocionante ver a Fito llevar adelante a su banda, verlo en ese lugar de director más que de cantante o pianista, escuchar las correcciones que hace, leerle los gestos; es estremecedor, igualmente, ver a Rafael dar marcas, repensar sus decisiones. Es más difícil sentirse igual de privilegiada con cualquiera, pero de todos esos procesos se aprende; cuando no estoy superada por la vorágine del trabajo y los trámites y el día a día me siento también privilegiada de presenciar los procesos de escritura de mis alumnos de la Universidad Nacional de las Artes, privilegiada de poder ayudarlos a tomar decisiones y aprender cosas sobre mis propias decisiones como escritora en el trayecto. Pero bueno, por si hiciera falta: en general sí estoy superada por el trajín de la vida cotidiana, y la línea entre abrirte la intimidad de mi arte y pedirte que la presencies para validarme puede volverse tenue.

Repensé, a partir de estas palabra de Fito, mi necesidad de que escuchen mis lecturas, que probablemente es tan egocéntrica y absurda como la necesidad de la otra persona de tomar prestados mis ojos y recibir piropos; y sin embargo, cuando sucede el caso virtuoso, cuando le paso el texto de mi próxima obra de teatro a un amigo que respeto y me devuelve un comentario que me sirve, lo que siento es que toda nuestra danza ridícula de egos vale la pena, que tenemos que seguirla haciendo mal una y otra vez para que cada tanto se alineen los planetas, la belleza y la salud mental y nos salga bien. En el ensayo que vi de Spregelburd estaba presente otro dramaturgo y director que admiro mucho, Javier Daulte; no voy a revelar lo que dijo porque esas intimidades hay que cuidarlas, y para no spoilear la obra, tampoco, que es espectacular, pero volví a casa emocionada después de oír la devolución que él dio, amorosa pero precisa, haciendo una propuesta, un cambio chiquito que podía generar una diferencia real; esa chispa, la de las amistades entre artistas que funcionan. Fui al estreno, una semana después: Spregelburd había tomado el consejo. Somos gente horrible, en algún sentido, las personas que tenemos el ego suficientemente inflado como para pensar que otras personas van a querer escuchar las cosas que nos imaginamos: pero a veces el mundo es un lugar un poco mejor porque los artistas son amigos entre ellos.

TT

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