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Opinión

Tanto que al día le pondría un toldo

Tamara Tenenbaum Ensayo general rojo

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En este diario ya hemos velado al microcentro; la geografía puede seguir existiendo, la 9 de Julio no va a irse a ninguna parte, pero muchos de quienes amamos esas calles y sobre todo las formas de vida que ellas alojaban sabemos que, para bien y para mal, hay algo ahí que se está terminando. Una de las fotos que más se me grabaron al principio de la pandemia —ahora no la encuentro por ningún lado— mostraba a un señor grande sentado en la mesita en la vereda de un café claramente cerrado, pero que por alguna razón le había servido un café, leyendo el diario y fumando con el barbijo en el cuello, completamente solo en la ciudad. Recuerdo haber pensado que eso es el microcentro, un tipo que necesita que el café —aunque sea un café quemado, un café que no tenga nada de especial— se haga fuera de su casa para sobrevivir. No es solo culpa de la pandemia, aunque ella haya dado el golpe final: el epíteto “la calle que nunca duerme” para hablar de la avenida Corrientes ya era un poco viejo cuando yo empecé a andar por ahí, con los sectores medios y altos de la ciudad mudando su actividad lentamente al norte de la ciudad, donde se instalaban las oficinas coquetas que huían de un centro cada vez más pauperizado. Pero yo venía a hablar de otra cosa, a otro funeral: yo venía a hablar de la noche

Igual que la calle Corrientes y que tantas cosas buenas del siglo XX, la noche porteña ya no era lo que había sido cuando yo la conocí. Soy clase ‘89: no llegué ir al Morocco, ni a Prix D’Ami, ni a Nave Jungla. Sí tuve la suerte de empezar lo suficientemente temprano como para agarrar el último coletazo de los tempranos 2000: fui a Kim y Novak, al sótano de Unione e Benevolenza, a alguna fiesta electrónica en Big One. Todo esto fue antes del boom de la coctelería, cuando la sofisticación era una cosa más fácil, las chicas llevaban las cejas finas y ni siquiera las modelos tenían las caras hechas: tomábamos destornilladores en vasos de plástico y nos arruinábamos la ropa a fuerza de detergente en la fiestas de la espuma de América, pero no nos importaba porque no había que salir en Instagram. Lo que pasaba allí, allí quedaba. Recuerdo los olores, el olor de esos gin tonic hechos con ginebra Bols que nos habíamos volcado demasiadas veces en las medias y sobre todo el olor irrefrenable a cigarrillo que me quedaba después de haber pasado cinco o seis horas encerradas con quinientos extraños que fumaban todos al mismo tiempo. Los primeros minutos de intentar dormir con ese olor en el pelo siempre parecían imposibles, pero invariablemente, en algún momento, te dormías.

Después vino Cromagnon, el primer final de los sótanos. Llegaron las clausuras a lugares que sencillamente no tenían dónde construir una salida de emergencia, los matafuegos reglamentarios en todos los boliches, los contadores de ganado en la puerta y el status de parias para los que en esa época todavía éramos menores de edad y habíamos gozado de no parecerlo (o de que a nadie le importara) durante varios años. En algún sentido salimos de esa. En otro no; la noche que a mí me interesaba nunca volvió a pasar por las discotecas. Pero no importó, porque los nombres propios nunca importaron: lo maravilloso de la noche porteña era su imprevisibilidad absoluta. Lo genial de Kim y Novak nunca fue Kim y Novak: era lo que pasaba en el baño, en la vereda, en el después. Las casas en las que podías terminar, las juntas absurdas que podían armarse, las comunidades involuntarias que se congregaban allí: esas personas con las que algunas habías hablado pero cuyos nombres no sabías, a los que en tu cabeza (o con tus amigas) apodabas el Campera, el Patillas, el Cerati, el otro Cerati. Esto tampoco se terminó con la pandemia: fue más culpa, pienso a veces, de las redes sociales. La noche ya no es lo mismo desde que todo se fotografía, o al menos no lo es con esa gente (esa generación) que tiene el hábito de fotografiarlo todo, que no tiene el código de que las cosas que suceden a cierta hora es mejor no documentarlas. Las redes también mataron el anonimato: hoy supongo que podría conseguir el nombre del Campera a través de su instagram en dos minutos. Pero la pandemia quizás mató lo último que quedaba, que era la espontaneidad.

Fui a bares en estos meses de gracia que nos concedió el verano o la inconciencia colectiva. Estuvo bien, pero eso no es la noche. La noche no es hacer reservas, no es tiempo de permanencia, no se termina a las 2 de la mañana; eso es sostener el consumo, que está muy bien, y que es importante, pero no tiene nada que ver con lo que me hizo enamorarme de la oscuridad de Buenos Aires. La noche no son tus amigos: la noche son los desconocidos, la gente que no verías en ninguna oficina y en ningún colectivo, la gente que no entendés qué hace ni de qué vive cuando se prenden las luces. La noche no tiene horarios: por eso nunca me gustaron los casamientos. No encuentro nada interesante en las fiestas organizadas por intervalos y con listas estrictas e inviolables de invitados, por más botellas de champagne gratuitas que haya. No encuentro nada interesante en las fiestas familiares: la noche es no tener familia, es esa libertad y es ese desamparo. Me avergüenza mi propia nostalgia, porque no es algo que me enorgullezca ni me caracterice: pero vivimos en la era del control, en la era del autocontrol. Las party girls centennials se cuidan la piel, usan máscaras de tela impregnadas con sustancias diversas traídas de Corea: no quieren terminar como Kate Moss, que hoy lleva sobre sus pómulos filosos las huellas de una época en la que a nadie le importaba cómo llegar a los 40. Muchas cosas van a volver cuando esto termine o se disuelva. La noche, la noche que me gusta a mí, tal vez no. A veces me consuelo pensando que ya soy grande, que igual ya la viví; que nadie me quita ninguna de esas madrugadas cambiándome en el ascensor para que mi mamá no vea la ropa que realmente elegí para salir, que mi cuerpo carga, como la piel de Kate Moss, con la memoria de todos esos desconocidos con los que compartí sustancias y fluidos en baños desprovistos de papeles o jabones, los que me trataron bien y los que me trataron mal pero algo también me dejaron. Es todo cierto, es cierto que ya lo hice y también que estoy cansada, y que quizás me viene bien que se acabe justo cuando yo también ya debería estar pensando en llevar una vida más lógica. Pero yo no conozco una libertad más profunda que esa, e incluso si yo la dejo de usar, me da cierta paz —la paz de la vida, no la de los cementerios o la vida burguesa— saber que eso está ahí, que es una baldosa floja que siempre puedo pisar, una piedra con la que puedo volver a tropezarme todas las veces, un error que puedo cometer infinitamente hasta que el cuerpo se me gaste en serio.  

TT

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