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Opinión - Los cuadernos de primavera

Un día en la vida

Fabián Casas Cuadernos de primavera

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El día ganado, el día perdido. A veces entre esas dos tensiones se debate el estado de ánimo. Un día es como un sueño, está construido por millones de partículas del presente que le van dando forma. Un día es acción, o la falta de acción. El encuentro con una idea, con algo que no sabemos de nosotros e irrumpe con mucha potencia en nuestra realidad. O la llegada del mensajero, con una carta escrita en un idioma extraño que nos dice que tenemos que juntar nuestras pertenencias y salir a la ruta. A veces nuestra vida diurna discute con nuestra vida onírica. Es sabido y casi un slogan: ¿Quién sueña a quién? Te despertás en la noche y alguien está llorando en una de las piezas de tu casa. Escuchás gritar a algunas personas en la calle, cantan canciones de triunfo y melancolía. Ves el reloj: es demasiado tarde, pensás. Tarde para seguir durmiendo, temprano para levantarse. Si suena el teléfono de línea, puede ser la madre de tus hijos, o la voz robótica de una publicidad, o un candidato electoral. Cada vez menos es la voz humana. 

Estoy con mi amigo Martín en un bodegón al que voy desde hace más de veinte años. Quedaba de pasada cuando iba para mi casa desde el subte y me gustaba lo que veía ahí dentro: gente proletaria comiendo, hombres metiéndose el escarbadientes en la boca. Olor a guiso, estofado. Vinos con los nombres de los dueños sobre el aparador: la certeza de que la gente volvía para terminarlos.

Y lo que veía afuera:  taxis estacionados sobre la vereda esperando que se libere una mesa, algunos cabeceando de sueño, con la puerta delantera abierta y una de sus piernas afuera del auto. “Comer acá te hace el día, te lo cambia”, me dice Martín. Siempre que terminamos de trabajar –escribimos guiones- le propongo que subamos a las bicicletas y vengamos hasta el bodegón de las chicas, como le decimos, ya que si bien tuvo un nombre en un momento –el Renaciente- ahora éste está borrado de los vidrios de la ventana y nadie sabe cómo se llama. Y las chicas son Mabel e Irene, las hermanas que ahora lo trabajan después de que sus padres –José y Carmen- se retiraron. 

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Entré un día tímido al bar y comí hígado saltado con vino –una de las especialidades de la casa- y empecé a ir seguido. Pero empecé, por así decirlo, a formar parte del elenco estable, una vez en que José –el padre de las chicas y fundador del bar- estaba siendo atosigado por unos tipos que le hablaban en inglés. José –que ya me tenía de verme ahí masticando- me buscó con la mirada y me preguntó si entendía lo que decían. Los tipos eran del equipo de U2, la banda que había venido para tocar en el país y le decían a José que le habían recomendado a Bono –el líder- este lugar para comer y que querían cerrar el lugar un sábado, para que comiera todo su equipo. Traduje. José se quedó pensando. Le dije a José –me animé- que como él cerraba por la noches, tal vez le convenía la propuesta, ya que les podía cobrar por el día entero, es decir, hacerse el día. Pero José –un español muy particular, que gustaba comer pescados después que el bar cerrara y leer el diario tranquilo- tenía otra idea: “Deciles que no, que yo no puedo dejar a mis clientes sin el sábado”. Les transmití a los hombres la decisión. José se fue a servir otras mesas. Los hombres –anteojos negros, gorras de béisbol, tatuajes- terminaron su comida y cuando se fueron, me saludaron con el pulgar para arriba. Una tarde leí en el diario que las huestes de Bono habían ido a comer al Obrero, un bar de la Boca y que el lugar se había convertido en un boom por eso. 

A veces mirando las cosas que tenés pegadas en la puerta de la heladera podés intentar un perfil de las personas que viven en la casa. Hay heladeras que parecen el Ulises de Joyce de todo lo que tienen pegado para leer. O son como esas personas fornidas, todas tatuadas, hay algo que no pueden expresar y necesitan que los demás las leamos o veamos. Conozco a alguien tan imbécil y megalómano que se tatuó su propio apellido en la espalda. En mi heladera está el teléfono de emergencias –eso es porque tengo hijos- , el número de mi wifi, el sticker de un camión de mudanzas y una estampita de San Cayetano –eso es porque tengo hijos- y una foto de Juan José Saer escribiendo a máquina, en un patio de algún pueblo de Santa Fe, con una camisa arremangada y unas alpargatas. Siempre pienso que está captado en el momento en que escribe ese comienzo genial del cuento Por la vuelta: “Resulta en realidad difícil soportar el crepúsculo. El día empieza a descender con lentitud, con una minuciosa aplicación que exaspera. Yo no puedo resistir el encierro a una hora determinada, en especial cuando está próximo el verano”. 

Los días también se pueden armar como se arma esa constelación de citas, fotos y anuncios en la heladera. Un día en la vida es una de las canciones más extraordinarias que escuché en mi vida. Es la que cierra Sargent Pepper's, de los Beatles. Era el año 67 y los muchachos de Liverpool veían cómo los Who, Cream y Hendrix prendían fuego el escenario y que tal vez ellos no estaban a la altura de esas performances. Hasta ese momento habían estado sometidos a la testosterona adolescente. Pero ellos querían elevarse. Se replegaron en el estudio y empezaron a grabar unas canciones que al principio eran inconexas y que después tomaron la forma de álbum conceptual, un poco a regañadientes. Lo cierto es que los Beatles aspiraban a que te sentaras a escuchar el álbum completo. Algo que ahora ya no pasa más. Nadie escucha algo completo a menos que esté loco. 

Lo cierto es que los Beatles aspiraban a que te sentaras a escuchar el álbum completo. Algo que ahora ya no pasa más. Nadie escucha algo completo a menos que esté loco.

Un día en la vida es una canción que está armada con retazos –como The Waste Land, el poema de Eliot- que aportó primero John y que después –en la sección media- engarzó Paul. El estribillo o el motivo que se repite y le da unidad a la canción es la frase de Lennon: “I read the news today, oh boy”. Y el tema habla de situaciones comunes, banales, trágicas, simples. Un hombre en un auto es detenido por el semáforo, la cabeza le estalla en mil pedazos, alguien sube a un bus, se fuma un cigarrillo y entra en una ensoñación. Muchos de los disparadores de las imágenes fueron noticias que leyeron los Beatles en los diarios. Y es precisamente eso lo que hace grandioso al tema: por un lado, hechos sencillos, comunes, una vindicación de la vida corriente, y todo esto concentrado en una música que parece sostener el día vivido en una intensidad emocional atávica. Un tema musicalmente inestable, que cambia de ritmo y de voces, que suma coros y que confluye en una orquestación que va in crescendo hasta su consumación. Pero la canción no termina con los compases de silencio, queda reverberando en nuestra casa como esos invitados que hacen que la velada sea genial y no queremos que se vayan nunca. 

Los Beatles nos mostraron que la vida común, la vida privada, puede ser potente. Cuando nos dice que quieren “elevarnos” no es solamente una invitación a tomar drogas, es una puerta abierta a ser nómades y extranjeros en nuestra vida cotidiana. Cuando cayó el muro de Berlín, los perros orientales que vigilaban la frontera se quedaron sin trabajo. Se pensó que se iban a formar peligrosas jaurías rojas, pero poco a poco fueron adoptados por los dueños de la parte occidental y los perros se acostumbraron a esa nueva vida. Sin embargo, cuando por casualidad pasaban por donde había estado el muro –ahora una presencia invisible- retomaban su costumbre de marchar como zombies, vigilantes, desoyendo a sus dueños que tenían que tirar de la correa para sacarlos del trance. Que tengas un buen día.

FC

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