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Opinión

Elogio del síntoma

Freud por El Chara

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La noción de síntoma que produce el psicoanálisis es una de esas zonas por las que puede notarse la subversión freudiana, la potencia de su descubrimiento. Es una de esas zonas de las que uno no sale indemne, una especie de zona de riesgo. El psicoanálisis, eso hace algo, dice Lacan. Casi que podríamos decir, hace cosas con palabras. Le hace cosas al cuerpo: lo saca del entumecimiento y el encorsetamiento en los que lo sumergieron, por ejemplo, esos discursos que configuran lo que Lauren Berlant llamó “optimismo cruel”. 

Para empezar, algo que no es nada obvio, al menos prefiero que no lo sea para mí: la noción de síntoma, en Freud primero y luego en Lacan, no responde al síntoma médico. No es signo de una enfermedad, no es el índice de una patología. No se va a tratar, entonces, de curarlo -quizás por eso es que Lacan nos mandó a buscar el origen de esa noción en Marx y no en Hipócrates-. Jorge Jinkis se detiene en la frase de Freud “el psicoanálisis nace de la indigencia médica” para agregar: “no significa que haya llegado para repararla”. Se trata de otra cosa. Nada que reparar. Nada que hacer andar. Más bien lo contrario: desandar, descomponer ese cuerpo maquinal, hacer que pare un poco.

¿Qué sucede cuando se pretende rechazar el síntoma? Una vida intentando rechazar los síntomas -y la angustia- será una vida absolutamente adaptada a los modos de producción del capitalismo más feroz, por un lado, y al imperio de los dogmas religiosos, por otro; imperativos que pretenden arrasar con la singularidad de los cuerpos, con la fantasía tal y como la concebía Freud: un terreno en donde crece lo inútil y lo dañino por fuera de las exigencias del mercado.

Por eso el síntoma es una resistencia política ya que, finalmente, es lo que nos mantiene incómodos, lo que nos despierta de los mantras adormecedores en los que pretende subsumirnos el poder. “La cuestión del deseo”, señala Lacan, “queda en primer plano de las preocupaciones de los poderes: la cuestión siempre es atemperar cierto malestar, el malestar en la cultura, como lo llamó Freud; y no hay otro malestar que el malestar del deseo”. Pero no hay estructura psíquica sin síntoma; no hay sujeto sin malestar.

No hay estructura psíquica sin síntoma; no hay sujeto sin malestar.

Juan Ritvo sugiere que “sólo a través del síntoma se puede tramar algo que llamamos verdad en psicoanálisis”. Y apela a la figura del bricoleur para decir que “el síntoma está mal armado, está armado con lo que se encuentra a mano. ¿Con qué? Con retazos y retoños de distintos discursos”. Una especie de MacGyver de lo visto y de lo oído. Eso mal hecho es justamente lo que lo hace un tanto extraño, un tanto inquietante, un lugar en el que alguien puede desconocerse. Pero, a la vez, la inquietud nos permite estar atentos a cómo los discursos del poder pretenden regular nuestros cuerpos, disciplinarnos, normalizarnos. No hacerle lugar al síntoma, tratar de sofocarlo como primera y única opción, es pretender que la cosa funcione siempre, estúpidamente; es estar un poco dormidos, anestesiados.

No hacerle lugar al síntoma, tratar de sofocarlo como primera y única opción, es pretender que la cosa funcione siempre, estúpidamente; es estar un poco dormidos, anestesiados

Darío Charaf, en Ética de lo imposible (Modesto Rimba), señala que el psicoanálisis es una praxis que suspende el deseo de hacer el bien, la normalidad y el deseo de curar; cita a Lacan: “es inaudita la locura de curar, ¿de curar qué? ¿En nombre de qué uno se considera enfermo? ¿En qué un neurótico es más enfermo que un ser normal, por decir normal?”. Charaf es taxativo: “así es reformulada la ética del psicoanálisis (...): en oposición al discurso del amo y del capitalista (que «marchan jodidamente bien» y taponan tanto la falta como la división subjetiva), así como también en oposición a la neurosis como un sufrir de más (por lo que no marcha), se trata de llevar al sujeto al encuentro (...) con un modo de imposible que implique un «sufrir de menos» en el cual el sujeto pueda subsistir”. Lo dice en el capítulo 3, el que se inicia con un epígrafe de Marechal: “¿Cuál es la ética de la máquina? ¡La de funcionar bien!”.

El síntoma, tal y como lo concibe el psicoanálisis, resulta entonces una resistencia a los embates normalizadores, disciplinadores, higienistas; una resistencia a esa euforia productivista, voluntarista y new age

El síntoma, tal y como lo concibe el psicoanálisis, resulta entonces una resistencia a los embates normalizadores, disciplinadores, higienistas; una resistencia a esa euforia productivista, voluntarista y new age -se asuma o no se asuma como tal- que pretende que todo es posible. Una resistencia a esa manía pueril que pretende empujarnos al moralismo narcotizante del modo imperativo -viví, soñá, viajá, disfrutá, soltá- que suele acompañarse, además, de un vocativo sutil -efectivamente pronunciado o aludido-: boludo/a. Estoy exagerando, ya sé. A veces esos imperativos no son tan burdos y se cuelan en mensajes mucho menos parodiables. Por ejemplo, en la idea de que uno debería saber qué quiere en la vida, en la idea de que hay que tener proyectos, objetivos y encaminarse hacia allí con paso firme. Sin temor ni temblor. Si hay una tierra fértil donde ha crecido esa subjetividad superpoderosa que-todo-lo-puede, el self made man, el just do it, el impossible is nothing, el Enjoy/smile/ don´t worry be happy, es Estados Unidos. No es casual, entonces, que haya sido en ese suelo donde Lacan pronunció frases algo hiperbólicas para hablar del síntoma y para seguir llevando la peste introducida antes por Freud. Para resistirse a las promesas de curación de todas las disciplinas terapéuticas que no son el psicoanálisis dijo: “ser desembarazado de un síntoma, no les prometo nada”. Para resistirse a la patologización de todas las disciplinas terapéuticas que no son el psicoanálisis dijo: “lo que se llama un síntoma neurótico es simplemente algo que les permite vivir”. Para resistirse al dogmatismo de una sexualidad “normal” de todas las disciplinas terapéuticas que no son el psicoanálisis dijo: “la presunta fundamental sexualidad de Freud consiste en señalar que todo lo que tiene que ver con el sexo está siempre pifiado”. Y para rematar en la tierra del macarthismo: “el primero que tuvo la idea del síntoma fue Marx. El capitalismo se señala por cierto número de efectos que son síntomas”.

El síntoma es la cifra de lo que no anda, del pifie, del tropiezo, de lo que no cuaja; de lo que se resiste a la normalización, una y otra vez. Podemos quitar la piedra del camino y dejar de estar inhibidos, pero el síntoma va a ser, necesariamente, una piedrita en el zapato. No hay forma de caminar cómodamente, erguidos, sin molestias. Se trata de eso que nos impide anestesiarnos del todo mientras somos trasladados por la cadena de montaje. El síntoma, tal y como el psicoanálisis lo concibe, es ese error del sistema que, como señala José Luis Juresa en este texto, nos rescata de la lógica del descarte, esa que “impera en la vida social. Cada uno es usado y descartado del mismo modo que un producto es consumido y descartado su envase, reduciendo esa vida social, y el lazo que la caracteriza, a una operación de reproducción capitalista, en el que las personas se comportan como envases que serán descartados apenas se consuma lo que contienen”.

Se trata entonces, según sugiere Juresa, de que con el síntoma aparezca el cuerpo. Ese cuerpo efecto de la escisión, el que se resiste a la ideología de la transparencia. Es acaso la opacidad del cuerpo la que irrumpe.

Se trata entonces, según sugiere Juresa, de que con el síntoma aparezca el cuerpo. Ese cuerpo efecto de la escisión, el que se resiste a la ideología de la transparencia. Es acaso la opacidad del cuerpo la que irrumpe. Roland Barthes lo dice así: “tener dolor de cabeza (nunca demasiado fuerte) es para mí una manera de hacer que mi cuerpo se vuelva opaco (...). La ausencia de migraña, la vigilia insignificante del cuerpo, el grado cero de la sinestesia, yo los leería, en suma, como el teatro de la salud”. El teatro de la salud podría ser una de las cuestiones que Jorge Jinkis aborda en “El inconsciente, enfermedad mental”, incluido en El anacronismo interminable

(17grises). Allí subraya el modo en que se ha vuelto imperativo “vivir bien” y cómo la normalidad “se reduce a cumplir con las expectativas de la época. Hay un fascismo de la salud que se cuela en los intersticios de la vida cotidiana”.

El hecho de estar vivos incluye la angustia y el síntoma; la inquietud, el malestar y el tránsito por eso que no cuaja y que no va a cuajar. Eso no implica que haya que resignarse, sino todo lo contrario: tomar en cuenta que la cosa puede no encajar del todo es, para mí, una manera de alivianar la tortuosidad que implica la exigencia de estar a la altura de un ideal, ese que siempre nos va a dejar en déficit. En definitiva: es una manera de no insistir en tapar los agujeros -propios y ajenos- y, en cambio, usarlos para respirar, para que el deseo, como pathos, encuentre espacio. El psicoanálisis es subversivo, entre otras cosas, porque entiende que el síntoma no es un problema, sino una solución singular. Acaso el síntoma sea también un lugar, ese lugar en el que alguien se entera de que puede decir «no», un «no» que cifra una potencia emancipadora enorme.

Leila Guerriero escribe en Cuidado, una de las piezas magistralmente filosas -aunque no menos amorosas- que componen su Teoría de la gravedad: “¿Dónde está aquel sueño imposible, tan enloquecido: a qué pila de escombros hay que ir a buscarlo? Cada vez que veo en las caras la prudencia, la resignación, el miedo, me digo: cuidado. Me miro la sangre y los tendones. Me entreno para estar despierta. Dicen «les sucede a todos: el tiempo pasa». Me dirán loca. Yo siempre estaré buscando, bajo los adoquines, la arena de la playa”.

AK

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