Soy parte del mar implica un registro en primera persona de esas voces del periodismo del rock que estuvieron en el lugar indicado en el momento indicado. Charla relajada alrededor de las historias y las fantasías detrás de más de cinco décadas de discos y canciones, de shows y festivales, de vidas y milagros. Qué sea rock en clave periodística.
Pablo Schanton, el que separó las aguas del rock argentino

Pocos nombres y apellidos del periodismo musical argentino cobijan en su pronunciación un universo tan disruptivo como floreciente. Desde fines de los años 80, Pablo Schanton (Buenos Aires, 1965) viene corriendo los límites del mapa rockero. Primero con los talleres con Norberto Cambiasso y luego solo al frente del Club Sónico. La revista Aparato Ruido y su ingreso en el Suplemento Sí!. Los ciclos Estetoscopio y Post Post –en el Goethe Institut de Buenos Aires– y el vínculo con Daniel Melero (como corolario, el CD-libro Recolección vacía). La relación con el Soda Stereo más alternativo y la colaboración con Leo García (con el hit “Morrissey” como frutilla del postre). Solo algunas de sus pequeñas grandes gestas.
Pero el introductor en Argentina de las ideas y libros del crítico musical británico Simon Reynolds no vive del pasado. Junto con Marina Aizen y Daniel Borreli llevan a cabo el Proyecto Eco Eco, militancia ambientalista en pos de tender puentes entre la crisis planetaria y el artivismo; él lo denomina una forma no panfletaria de “ecoartivismo”. A su vez, con su viejo compañero de tropelías, el diseñador Alejandro Ros, componen el dúo de arte audio-olfativo –un desprendimiento del colectivo Agencia de Viajes, en el camino desde 1998– con el que han realizado Perfumancia en 2017 y Cerca en 2019 tanto en Buenos Aires como en Madrid (España).
No obstante lo cual, el Schanton crítico musical sigue auscultando el presente como el abordaje que no hace mucho hizo del trap en la revista Nueva Sociedad. “Lo mío no es una militancia por la música, sino por la intensidad vital: que vivir la música de otra forma lleve a vivir la vida de otra manera. El rock nace de la experiencia de la electricidad a través de la música (y, sobre todo, de la no música, del ruido). Hendrix, que se tomó en serio eso de ‘cantarle al cuerpo eléctrico’ del que hablaba Walt Whitman, preguntaba: ‘Are you experienced?’ y cantaba: ‘Quiero verlo y oírlo todo’ en plena psicodelia. El rock me enseñó eso, que es una voluntad de vivir distinta respecto de ‘la media’; de los valores de la clase media, de los medios y de la vida media, que implican una intensidad media, moderada, aburguesada, sin electricidad”, dirá en algún momento de nuestra extensa y nutritiva conversación por Zoom. Aquí algunos fragmentos de tan apasionada como relajada charla.
- Si tengo que decir algo que marcó mi vida es la revista. O sea, creo en la revista como formato cultural. Ahora queremos hacer con Liliana Viola una que se llame Última, como una celebración terminal de la relación analógica más portable y popular de texto e imagen. Me marcó mucho la conexión con el kiosco, ese entrenamiento en el deseo, imaginando cosas a partir de los títulos en las tapas, y la espera, otra forma de deseo: esperar al kiosquero que te diga si llegó o no llegó la revista. Mi alfabetización pop está hecha de ese tipo de cosas. Don Rosario, que era el kiosquero del barrio, tiraba la Billiken hecha un rollito sobre el portón de casa los sábados por la mañana. Ese día me despertaba el sonido de la caída de una revista enrollada y atada sobre las lajas del piso. Por eso el sábado por la mañana sigue siendo hoy uno de los mejores momentos de la vida para mí, mucho más que el sábado a la noche. Me recuerdo en la cama, hojeando Billiken. Ése era mi Google.
- ¿Se consumía música en tu casa?
- No, solo revistas. Revistas, revistas. Mi papá estaba suscrito a todo. Durante la década de 1970, el recuerdo que tengo es que mi papá llegaba con la Gente pero venía con un olor raro; es que adentro estaba El Descamisado, la revista de los montoneros, que como se hacía en imprentas clandestinas tenía una tinta muy especial. Yo vengo de una familia peronista sotto voce, con la foto de Evita en el placard, pero mis viejos también compraban medios caretas: Padres, Todo es historia, Weekend, Humor y los fascículos de Salvat. Mi mamá: Vosotras, Antena, Mucho Gusto. Mi casa era un kiosco. (Risas) Y yo hacía mis propias revistas caseras recortando y pegando las de ellos.
En 1981, en la Expreso Imaginario avisaban que podías comprarte juntos todos los ejemplares atrasados de la revista. Y fui por todos. El tener esa colección es mi entrada al rock como subcultura. Ya venía comprándola en el kiosco desde más o menos 1978/79: terminé con la Billiken y empecé con la Expreso Imaginario. Y ese año 81, me acuerdo que mi tío me dio un dinero y me fui hasta la avenida Corrientes a comprarme el disco póstumo de Tanguito, el único de él, y un libro que acababa de reeditar editorial Abril sobre poetas y que era de Henri Michaux. Consumí a ambos juntos, como otros bienes culturales que me proponía mi nuevo Aleph, la Expreso (también compraba Periscopio, Hurra y mucha prensa “subte” de entonces, donde también colaboraba con dibujos). Eso era una apertura y un desvío, eso creaba una resistencia. Era plena dictadura, no olvidar.
- ¿Ibas a shows o eras muy chico todavía?
- En verdad, yo vivía en Ituzaingó, iba a un colegio secundario polivalente de Paso del Rey (llegué a tener pre-prehora y post-posthora porque era industrial, nacional y comercial a la vez); así que viviendo en el suburbio no era fácil: dependía mucho del tren. La vida del conurbano es muy ferroviaria. Empecé a ir a recitales más seguido cuando me mudé a Caballito, a fines de los años 80. Yo vengo de la época en la que ser rockero te convertía en el raro, el freak, el marginado. Mi papá era una especie de peronista ateo y estalinista que seguía al padre de Laura Ramos, Abelardo Ramos, y tenía sus momentos de conservadurismo, a veces muy violentos, siempre complicados. Una vez vuelvo de la escuela secundaria y están las pilas de las Expreso Imaginario en la puerta de casa, porque mi papá me las quiere tirar a todas. Así que tuve un enfrentamiento y las salvé del basurero. La iniciación era aprender a resistirse desde ese lugar: no querías vivir como tus viejos. Hubo después unas décadas donde los padres rockeros (como yo) tuvieron hijos rockeros. Eso se terminó con la llegada de internet: ahora volvió la grieta generacional. Pero en los años de la dictadura, si eras rockero, automáticamente eras contracultural, el “raro” de la familia y del barrio. Ese freak siempre insatisfecho, que La Renga quiso retratar en “El Revelde”, justo cuando estaba dejando de existir.
El otro gran corte es la llegada de la democracia y esa especie de masificación del rock nacional después de Malvinas. Para mis primitos, yo era el rockero raro pero un día a mediados de los 80, uno que tenía nueve años aparece con Llegando los monos (1986) de Sumo. Yo no sé si quería ser parte de esa nueva cultura infantil. (Risas) Una cosa que me redime es ingresar a la Facultad de Filosofía y Letras en 1984, cuando los profesores vuelven del exilio y del silencio. De pronto tengo a todos: Josefina Ludmer, David Viñas, Nicolás Rosa, Beatriz Sarlo, Enrique Pezzoni, Jorge Panesi, Noé Jitrik. Eso a mí me voló la cabeza. Ahí entiendo lo que es la crítica gracias a dos libros de Roland Barthes, a los que todavía vuelvo: Crítica y verdad y S/Z.
En 1988 muere mi mamá y casualmente llega a mis manos por el Parque Rivadavia, porque no había Google, una revista Melody Maker del año 87, en cuya tapa está AR Kane; el texto es de Simon Reynolds, quien realiza al final de esa nota la misma divisoria que lleva a cabo Roland Barthes El placer del texto, entre texto de goce y de placer. Eureka: todo eso que yo había aprendido en esos años deslumbrantes en la facultad podía ser aplicado en el mundo del rock. Ahí descubrí todo el indie de allá y el under de acá, y me hice amigo de Daniel Melero.
- Hay algo que atraviesa todo tu quehacer: vas de la escritura al activismo; leáse esto: generar eventos, charlas, conversatorios o hacer traducciones. Pero siempre con espíritu militante.
- En esos días yo no tenía a AR Kane como Simon Reynolds, pero sí a Babasónicos y a Los Brujos. En 1991 me dije: “Quiero cambiar el rock argentino directamente”. Milité lo sónico, no solo inventé el nombre: era una forma distinta de hacer y escuchar rock. Me pregunté: “¿Cómo hay que hacerlo?” Mi logística fue entrista: para lograr el cambio, tenía que entrar en el Suplemento Sí!, esa era la trinchera. Cuando llego al suplemento, en el 91 o 92, en esas votaciones que publicaban a fin de año, los que había ganado eran Los Guarros –esa especie de clonación argentina de Guns N’ Roses– e Illya Kuryaki and the Valderramas –eran como raperos, pero estaban apadrinados por los próceres del rock–. Frente a esta inercia estética, hacía paralelamente la revista Aparato Ruido –donde quería deconstruir todos los clichés del periodismo musical y publicar un casete con lo mejor del under– y el ciclo Estetoscopio en el instituto Goethe, que eran cosas mucho más underground y experimentales. Esta situación anfibia entre mainstream e independencia la moldeé aprendiendo de Daniel Melero: él podía grabar un disco con Soda Stereo o con Gustavo Cerati y al mismo tiempo, hacer un álbum como Recolección vacía (1990) u Operación Escuchar (1995). Por eso después le puse un nombre a esta forma de moverse que desafiaba la idea de “lo alternativo” que se vendía por MTV: lo llamé “alternancia”, la idea era convertirse en un alternante.
- Poder convivir en los dos mundos y salir ileso.
- En un punto era eso lo que tenía como idea en ese momento. Cuando yo llego al periodismo musical, empiezo a estudiar al periodismo que hubo antes en el rock argentino. Había cuatro escuelas. Tenías una que podríamos llamar más o menos “teórica”. Es la de Miguel Grinberg y Eduardo Berti, quien quiso ponerle nombre a esta tendencia con “rockología”, que también es el nombre de un gran libro de él. Grinberg intenta contar una historia del rock argentino desde las ideas, algo que para mí fue esencial. Ahora bien, yo no coincidía mucho con la forma en la que Berti se acercaba a Spinetta, digamos. Imagínate que yo había leído todas las deconstrucciones posibles en la facultad y creía en la muerte del autor y bla bla blá. Entonces, ese plan del fan detective que viene a ser el hermeneuta del hermético no podía digerirla. Eso de preguntar: “¿Qué quisiste decir cuando cantaste tal cosa?”.
- ¿Cuál es la segunda escuela de periodismo del rock argentino?
- La del estilo, que era muy apasionante y con mucha gente que la siguió. Empieza con ¡Agarrate! de Juan Carlos Kreimer, que es el estilo por sobre cualquier cosa que puedas decir. Ese libro es exquisito, tiene una sorna muy sutil. La línea continúa con la última Expreso Imaginario y con todo lo que Roberto Pettinato siguió escribiendo después: el estilo y la ironía; viendo el rock desde muy arriba; siempre haciendo algún tipo de análisis, pero desde el estilo, que citaba el Nuevo Periodismo antes de Laura Ramos. La tercera escuela está ligada al “palo”, al saber, a la data. Alfredo Rosso y Gloria Guerrero estarían ahí. Nunca hay que olvidar que una de las máximas críticas de rock de este país es una mujer. Y Gloria siempre supo explotar su mirada lateral de mujer. Cuando Romina Zanellato estaba por escribir su libro sobre las mujeres en el rock nacional, yo le dije: “Tenemos que leer el modo en cómo Gloria Guerrero enfocaba su mirada lateral de mujer en un show repleto de hombres arriba y abajo del escenario. O sea, cómo ponía su cuerpo una mujer en el rock”. Cuando escribe en una reseña sobre Serú Girán: “Me agarré de la cartera porque me estaban aplastando”, esa pavada –que podría pasar como un detalle mínimo– habla de otra perspectiva, de otro cuerpo, de otro miedo. Eso para mí fue revelador, como su atrevimiento para criticar un disco a contrapelo de la opinión general.
- ¿Y la cuarta escuela?
- Es la que empieza en los años democráticos. Es la escuela de la escuela. Ante la llegada de esa nueva generación –la de mi primito con el disco de Sumo–, había que educarla de cómo había sido el rock hasta ese momento. Esa fue la función de la revista Canta Rock. Entonces, Pipo Lernoud, que era uno de los primeros que había estado en toda esta historia, la empezó a contar de nuevo como “Había una vez…”. Al menos, Marcelo Fernández Bitar publicó en esa línea un libro vital, de consulta obligada, antes de que existiera Google y Wikipedia: Historia del Rock en Argentina (1987). Esa escuela no era para mí. (Risas) Es más, me dije: “Yo voy a romper con todas las escuelas”. Incluso dibujé un mapa nuevo del rock nacional.
- ¿Hiciste un dibujo?
- Cuando entré al Sí!, pensé: “Para hacer lo que quiero hacer, tengo que entender la historia previa del rock y hacer revisionismo después”. Yo me la conocía toda. Incluso hasta los momentos más raros. ¡Hasta tenía el librito de Pescado 2! Entonces hice un dibujo en una hoja gigante con una fibra de color negro con todos los grupos hasta el momento en el que yo iba a empezar a militar adentro del rock. Algo muy forzado si se quiere, muy ambicioso… Bueno, yo tenía veintipico de años. Pero al poco tiempo de publicar ese mapa revisionista, el periodismo de rock se empezó a pensar desde ese eje. No por nada salió el Suplemento No como contrapartida a nuestro trabajo en Clarín.
- En un momento tu militancia la llevaste al corazón de la bestia: comenzaste a escribir letras para algunos músicos. Y lograste con Leo García ese hit imbatible, “Morrissey” (2001).
- Cuando sale Jessico (2001) de Babasónicos, noto que la banda entra en el mundo del periodismo o de la crítica de rock –hasta tiene una canción explícitamente relacionada con eso–, y yo siento que me estoy metiendo en el de la música. Jessico es en parte un disco metarockero, como los que supieron grabar Virus o Serú Girán, como Recrudece (1982) o Bicicleta (1980), digamos. En cambio, yo tomé otro tipo de decisión: me fui desde el periodismo hacia la composición, tomando un objeto de fetichismo básico en mi vida de los años 80, The Smiths. Entonces, repaso toda la lírica de Morrissey y a partir de eso cuento una historia loopeada; a mí no me gustan las fábulas que empiezan con “Había una vez” y terminan con un “The End”, eso que muchas veces Charly García hace, especialmente con las canciones sobre suicidas. Una canción como “Morrissey” tuvo mucha repercusión y también mucho hater: desde el tema “Megadeth” de los Tintoreros a la banda Leo García Is Dead. O Mario Pergolini bardeándolo al aire en la Rock and Pop. Fue una canción sobre enredos queer con beat house, que encendió demasiado a los machirulos de entonces.
- Otro gran momento como letrista fue tu colaboración con Gustavo Cerati en el álbum Bocanada.
- Paralelamente a la grabación de Mar de Leo (García) que Gustavo (Cerati) estaba produciendo, él estaba demeando lo que se convirtió en Bocanada. Íbamos mucho a su estudio de grabación en Vicente López y un día Gustavo puso el loop de Focus que después se transformó en “Bocanada”. Cuando lo escuché, me encantó. Y le dije: “A mí se me ocurre que acá hay algo para decir”. Cuando me estaba yendo para tomar el tren que iba a Retiro, pasé por la cocina –que conectaba el estudio del patio con la salida de la casa– y vi una situación de Gustavo con Cecilia (Amenábar); que tenía que ver con el cigarrillo, con fumar juntos mientras cada uno está en la suya. Ahí se me ocurrió “Bocanada” y la empecé a escribir en el tren. Al llegar a casa, la definí y después él terminó de moldearla. Siempre me gustó hacer de psicoanalista y de sastre de los músicos a los que les hice la letra a medida.
- Imagino que fuiste a verlo al hospital….
- A mí me pegó mucho su final: fui a verlo dos veces cuando él estaba en esa situación comatosa, fue muy traumático verlo así. Algo parecido me sucedió cuando en todos esos años de pandemia empezó a morir gente de mi generación: Rosario (Bléfari), Gabo Ferro, Palo Pandolfo, Flavio Etcheto. Empezás a perder un código generacional, y más ahora que hay una gran grieta entre el mundo analógico y el mundo digital. ¿Con quién voy a hablar ahora de revista Billiken? Hay que asumir que hay referencias culturales y tipos de experiencias que quedaron afuera de la Matrix, como en una prehistoria analógica…
- Perdemos también cierta memoria de nuestras vidas, esas personas con quienes cotejar lo experimentado, ¿no?
- Además, me sonó una alarma de la edad, de cómo habíamos vivido. Porque no somos personas que le hayamos dicho “no” a las drogas o a un montón de experimentos vitales. O sea, habíamos vivido un montón de cosas al extremo, creímos en la experiencia rock. Volviendo a lo de la militancia. Yo me inicié con la revista Expreso Imaginario y con Pescado Rabioso, aunque no fuera un grupo contemporáneo para mí, pero escuchar “Credulidad” es un antes y un después en mi vida. Entonces, lo que quiero no es que la gente escuche una música tal o cual, sino que vislumbre otra forma de ver el mundo. En general, cuando doy talleres, al principio digo: “Si están en esto sólo por la música, olvídense; hay muchas mejores que el rock, desde la música culta y la experimental hasta el jazz”. Hay una cosa que es muy revolucionaria que llegó con el rock de posguerra, que tiene más que ver con el grito, con el golpe, con el ruido de la electricidad, con la no música. El rock nace como una tercera posición entre lo que es la alta cultura y lo que es la industria cultural, y es un lugar de laboratorio popular y global muy interesante, súper experimental. Para mí fue muy importante entender cómo fueron las vanguardias a principio del siglo XX y cómo el rock las retoma a finales del siglo pasado, sumando nuevas formas de llevar el cuerpo y de relacionarse en comunidades.
- Después está la cuestión política.
- Siempre se quiso o derechizar o izquierdizar el rock. Y el rock es una práctica de la contracultura, tal como la define Theodore Roszak, señalando en plena Guerra Fría que el enemigo es la tecnocracia. Según esta idea, la tecnocracia estaba tanto en la Unión Soviética como en los Estados Unidos, así que había que oponerse a ambos sistemas políticos. El rock argentino pudo sobrevivir toda la dictadura justamente porque no era explícitamente de izquierda. Es muy complejo comprender cómo funciona lo político en el rock. Por ejemplo, la remera del Che (Guevara): no implicaba una reivindicación marxista de la lucha armada, sino que bastaba como un signo de resistencia en los años menemistas. Y fijate lo que pasó en estos últimos años. Un presidente de ultraderecha gana gracias a una canción de La Renga como música de fondo. Tanta ambigüedad al final se paga.
En cambio, vos tenés a un (Luis Alberto) Spinetta que siempre se movió desde un lugar absolutamente artístico, en el que ganaban la metáfora, el enigma y la imaginación. Yo tengo una carpeta completa con todo lo que pasó después de Cromañón, con el modo en cómo los medios trataban de entender lo que pasó y de entender el rock. “¿Cómo podía ser que gente con chicos fueran a un lugar a escuchar música?” “Estaban todos apretados, fíjense cómo era el rock. Tarde o temprano pasa eso.” “¿Cómo puede ser que se esté drogando gente?” Aún hoy el rock que llega a los medios llega justamente por la mitad: la que puede digerir nuestra clase media, cuya mayor aspiración es ser atendida por un mozo cubano en Miami.
- En el rock se trata de poner el cuerpo. Como oyente, entre el público. El músico, arriba del escenario. Y así…
- Siempre. De los periodistas y críticos que he conocido, muy pocos le ponían el cuerpo a la música, muy pocos bailaban. Hay un libro de un crítico musical de excelencia, como Esteban Buch, que se llama Playlist – Música y sexualidad (FCE, 2023). Ese libro está en las antípodas de lo que yo pienso sobre la sexualidad y la música, porque desde ya polemizo con su idea de erotismo, y no me interesan las músicas donde busca la representación de esa sexualidad orientada al orgasmo. Nunca me interesó ser como esa persona que se sienta a escuchar un concierto en el teatro Colón, reduciendo su cuerpo a oídos y mente. Como si para escuchar, te tuvieras que sacar las piernas, los brazos, las manos, la panza (donde retumban los bajos más bajos). El cuerpo es todo oídos. ¿Por qué te creés que se tose tanto en esos conciertos paquetes? Porque el cuerpo habla y les dice a sus dueños: “¿No sentís que te están torturando?”. Es una queja del cuerpo. En el rock o en el dance, se oye con la piel, con los nervios, con los músculos… Incluso, se somatiza sin vergüenza, se expone una posesión, una histeria.
Hace poco veía en YouTube un show de Hüsker Dü en un sótano de Londres en los 80. Su líder, Bob Mould, fue uno de mis héroes ochentosos, junto a Morrissey y Michael Stipe, íconos de lo queer o de una ambigüedad sexual que sentía en la otra punta de un Boy George, digamos. Pensaba: si Bob Mould no hubiera entrado al rock, ¿qué habría hecho? ¿Música en un conservatorio? No, habría sido un asesino, o un suicida, como (Kurt) Cobain, a quien ni siquiera el rock le alcanzó. Porque a veces el rock también encarna la pulsión de muerte, ojo.
- Es fundamental tu papel para el arribo de Simon Reynolds a estas pampas.
- Era una cosa que me debía: poner a circular en español al tipo que cambió la forma de escribir sobre música popular en inglés. Tengo una formación bastante anglo de crítica de rock. O sea, no hay otra. (Risas) Leí a todos: Richard Meltzer, Ian Penman, Lester Bangs, Greil Marcus. Hace poco me reencontré con el press book de Sueño Stereo, por el aniversario de los treinta años de ese disco de Soda Stereo, que hicimos con Alejandro Ros. De a ratos pienso que estaba realmente loco cuando escribí eso: analizaba el álbum desde conceptos de Walter Benjamin (hay muchísimas citas embozadas de él), con un estilo muy Ian Penman, siguiendo una naturalidad que ya no tengo. Hoy lo leo y, la verdad, un poco envidio a la distancia lo atrevido que fui. ¿Qué les pasaría a los fans que leían ese texto en sus casas, después de los conciertos del Gran Rex del 95? Qué locura.
- ¿Por qué no hay un libro con tu firma?
- Yo tengo la revista y la reseña como destino. Amo esa situación. Creo más en eso. En estos últimos años hay dos extremos del discurso sobre el rock. Por un lado, el tweet y su limitada cantidad de caracteres. Y por el otro, el libro; que son casi siempre historias de lo mismo: biografías de músicos, la historia de una tendencia. Son como guiones para documentales o biopics de Netflix. Entonces, siento que mi destino es lanzar una reseña y que ese microensayo tenga alguna consecuencia en la opinión pública donde funcione, sea cual sea su alcance. Cuando uno se asume crítico, es algo complicado, porque los demás creen que se es crítico hacia los otros, pero la crítica es un boomerang muy cruel. Yo soy el peor crítico de mí mismo. Ahora bien, pienso que ya estoy grande y debo ser más indulgente y, seguramente, pruebe con antologizarme. Siempre pienso en alguien como Alfredo Rosso, que no tiene ningún libro firmado por él. Y, sin embargo, la influencia que ejerció es tremenda. Es un mito editorial que existe una trascendente bibliografía de rock argentino. Los mejores textos que yo he leído fueron de revistas, palabras vivas que me pegaron en su momento, con un impacto que no me produjo ningún libro, a excepción de experimentos como ¡Agarrate!
- Pensaba en los textos que compartís en la revista Otra parte, por ejemplo, que tienen un calado y una suma de información y análisis importantes. Exigen muchas veces una concentración no habitual en estos tiempos de algoritmo e IA. ¿Cómo convivís con eso?
- El nuestro es un oficio que está desapareciendo como parte de la precarización en la que se encuentra el periodismo en general. Vengo militando contra el algoritmo (no sólo de Spotify) por muchas razones. La básica: es mejor la experiencia que la data. Ojo: la experiencia en el sentido de vivencia aquí y ahora de lo sonoro, pero también de comprensión personal de la tradición musical. Cada crítico debe crear su propio canon. Cuando has vivido gran parte de la historia del rock y el pop de cerca, cada cosa nueva resuena distinto hacia atrás y hacia los costados, más rizomáticamente que como te lo linkea un algoritmo. Sin embargo, ahora pienso que no quiero quedar como un ludita del algoritmo. Hay un tipo de periodismo que morirá indefectiblemente con la IA, el de la data, el de la efeméride y del obituario, el que tiene que subir ya mismo a la web una información. Eso lo hace Chat GPT, y, la verdad, lo hace mejor.
Por otro lado: ¿cuánto está dispuesto un joven digital hoy a experimentar de la música? El rock como cultura giraba alrededor del álbum, pero ahora la cultura joven está más centrada en los games (más que nada, varones) o coreos de Tik Tok (más que nada, chicas), que en un álbum. De lo actual, me interesan los artistas jóvenes que tratan de sobrellevar la saturación de información, que se animan a ser alquimistas en la basura, en el shitposting, en el slop, en el brain rot; la enshittification generalizada, toda esa mierda bah. Por eso estoy más atento a lo que hagan los SWAGGERBOYZ y Lucy Bedroque, que a lo “nuevo” de Ca7riel & Paco Amoroso (ojo: amorosos son eh) o Kendrick Lamar, que no me produce ninguna sorpresa ni excitación. Prefiero a los internautas que experimentan con formas y deformaciones, buceando en el maremágnum digital que les tocó, que a los que tratan de defender “la buena música”, a resguardo de fórmulas ya probadas en el pasado.
- Entonces, ¿qué ves en el futuro inmediato?
- Ahora la cuestión es qué cultura puede ser generada a partir de algo como el “doomscrolling”. Por eso, el rock ya no sirve como formato de digestión cultural, la cosa no funciona más así. ¿La solución está “fuera de la red” como dice La Renga? ¿Quién se atreve a semejante vida de mónada monacal no digital? ¿Hay un afuera de la Matrix? A los críticos de música popular nos quedan solo los márgenes, y aferrarnos a una vocación en plan potlatch, pertenecer a un triste “precariato”, asomar de vez en cuando en las plataformas, abrazar la improductividad en el desierto, mientras nos ganamos la vida con otra cosa… Es que si lo que se demanda es más “infotainment”, será más eficiente la invención de fake news por IA y la opinorragia en los comments. Por suerte, no tengo un súper yo etario que me obligue a pertenecer a eso. Zafo. Ahora, si se desvalorizan la verdad y el juicio argumentado, bueno, ¿qué pasa? Cortemos, no quiero ser tan distópico… (Risas)
Nuestra próxima invitada será Lala Toutonian
Sobre este blog
Soy parte del mar implica un registro en primera persona de esas voces del periodismo del rock que estuvieron en el lugar indicado en el momento indicado. Charla relajada alrededor de las historias y las fantasías detrás de más de cinco décadas de discos y canciones, de shows y festivales, de vidas y milagros. Qué sea rock en clave periodística.
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