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¡Evo, de nuevo!

Jornada electoral en la escuela Agustín Aspiazu, barrio de Sopocachi, Ciudad de La Paz, sede de gobierno del Estado Plurinacional de Bolivia, en 2016. Salvo tras las elecciones presidenciales de la penúltima semana de octubre de 2019, cuando después de su celebración los titulares del Poder Ejecutivo fueron violentamente coaccionados a renunciar a sus cargos en la primera semana de noviembre, los candidatos del binomio presidencial del MAS (Movimiento al Socialismo) fueron siempre reconocidos como ganadores de todas las elecciones celebradas desde 2005.

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Sin la escasamente espontánea renuncia a sus cargos de presidente y vice firmada por Evo Morales Ayma y Álvaro García Linera en noviembre de 2019, el ex ministro de Economía del Proceso de Cambio, Luis Arce Catacora, nunca habría ganado la presidencia en las elecciones de noviembre de 2020, en primera vuelta y con el 57% de los votos. Es cierto. Más aún: es evidente, es irrefutable. Sin embargo, nunca se oye así de universalmente reconocida esta evidencia. Jamás dicha en voz muy alta, planteada en estos brutales términos. Cuando se la oye, el electorado y las fuerzas políticas bolivianas suelen pronunciarla con una voz donde se las arreglan para que la locución de los matices sea más audible que la de aquel enunciado cuya verdad toleran.

Acaso sea de este consorcio de circunstancias interpretativas o negacionistas de donde brote un móvil poderoso, de empuje acaso más irresistible que la sin par energía de una voluntad política de protagonismo personal, entre aquellos que han impulsado a Evo Morales en su accionar político a lo largo de este año.

Para culminar, esta semana, con una nueva postulación a la presidencia de Bolivia. La primera discontinua, después de cuatro consecutivas, y exitosas. Se postula como candidato masista, y lo hace expulsando del MAS (corriente fundadora) al actual presidente masista. Lucho Arce, su ex ministro de Economía, fautor y responsable, del 'milagro económico' boliviano, será su contrincante, también como candidato del MAS (corriente renovadora), para la presidencia 2025.

Los efectos catastróficos (pero no pensados) del Golpe de 2019

Hay hoy en Bolivia consenso general (favorable) sobre las casi dos décadas de gobierno del MAS y consenso mayormente general (negativo) sobre el golpe de 2019. Cualquier narrativa del decenio y medio masista resulta, fatalmente, el relato de una década y media ganada. Primera década y media de progreso firme, sostenido, en la evolución del país que en 2025 conmemorará su Bicentenario como Estado independiente. Medida en la magnitud o dimensión que se elija, desde el exterior a Bolivia las dinámicas del Proceso de Cambio lucen como de progreso ‘socialdemócrata’, como crasamente lineales, de avance y balance limpiamente positivo.

Es sobre las enseñanzas que se invita a derivar del Golpe de 2019, y de la alteración violenta en la titularidad del poder Ejecutivo que llevó a la asunción como presidenta de la senadora beniana Janine Áñez, hoy presa, sobre lo que no hay consenso. Las moralejas difieren, siendo que son todas son enfáticas, y que ninguna perjudica a quienes las extraen para nuestra edificación. Una de las interpretaciones más oídas, aun entre figuras masistas que repudian el Golpe, es la de que éste había sido en suma históricamente inevitable. Porque no hay pecado sin castigo, crimen sin sanción: era antidemocrática, la cuarta postulación de Evo Morales a la presidencia. Como en toda buena falacia de 'petición de principio', se da por demostrado lo que se sostiene a partir de aquello que se debe demostrar. Si el Golpe prueba que la cuarta postulación era antidemocrática, y esto lo prueban sosteniendo que una cuarta postulación, a fuer de antidemocrática, sólo podía terminar en Golpe o renuncia.

Pero, ¿había sido antidemocrático repostularse por cuarta vez?

Que una nueva postulación de Evo en 2019 fuera antidemocrática, nunca estuvo probado. Ni siquiera era una conjetura razonable, si la única base del reproche se fundaba en que no es democrático, para un presidente, ser votado presidente muchas veces seguidas en el mismo cargo, por regulares y limpias que fueran las elecciones convocadas siempre a tiempo. El golpe de 2019 ha sido un don de la Providencia para quienes sostenían este principio. Que, si no era indiscutible, por lo menos se veía cada vez menos discutido. Y que además ganaba neófitos.

Los conversos a la fe de la alternancia sin re-re presidencial, esta vez hace campaña por la (primera) reelección del compañero Luis Arce. Esta convicción, irritante de por sí, irrita todavía más a quien se la inflige. Evo es cada vez más compadecido como víctima de 'los acontecimientos' de 2019, a condición de que (se) acepte que es culpable de anti-democracia, por repostular tantas veces su candidatura presidencial. En vez de amplificar cualquier estudio de las ciencias sociales y legales sobre la reelección presidencial en las Américas, el golpe de 2010 ha sido visto como la sentencia del tribunal de la Historia, que confirmaba la posición previa de una de las parcialidades, y volvía ociosa, o enconada, o bizantina, toda rumia ulterior.

Para acabar con una democracia, ¿cuántas veces habrá que reelegir al Presidente?

Una definición muy exigente de democracia electoral representativa, ¿pasa a ser muy laxa, o muy sospechosa, si no limita la reelección? Desde luego, quienes prefieren prohibir toda reelección presidencial, o limitarlas, consideran su opinión como democrática, a diferencia de las diferentes. Más engorroso es inferir esa opinión de la definición de democracia. Porque cuántas veces seguidas pueda presentarse nuevamente como candidato presidencial quien antes como candidato triunfó en las elecciones presidenciales precedentes y es por ello el actual jefe de gobierno, parece más bien ser cuestión que cada ordenamiento constitucional nacional habrá decidido según sus mayorías propias. La repostulación indefinida de un candidato ya elegido es decisión que podrá juzgarse como más o menos justa, como más o menos oportuna en determinados contextos históricos, antes que antidemocrática de por sí.

La limitación o ilimitación constitucional del número de mandatos presidenciales consecutivos posible no parece hallarse en un nivel de discrecionalidad muy alejado del que se valida para otras decisiones nacionales básicas del ordenamiento político y jurídico de un Estado. Como decidir si el Poder Legislativo debe ser bicameral (como en la Argentina) o unicameral (como en el Perú o en Ecuador), si la forma de Estado debe ser unitaria (como en Uruguay, Chile o Bolivia) o federal (como en la Argentina, Brasil o México), si en la representación del pueblo deben distribuirse las bancas según proporciones en el sufragio (como hoy en la Argentina) o atendiendo al voto en circunscripciones uninominales (como antes en la Argentina cuando gracias a este sistema Alfredo Palacios fue el primer diputado socialista de América Latina al ser votado por la circunscripción de La Boca), si la votación presidencial ha de ser directa (como hoy en la Argentina desde la reforma constitucional de 1994) o por colegio electoral donde votan electores libres elegidos por el electorado (como hoy en EEUU y como en 1916 en la Argentina, cuando gracias a este sistema fue elegido presidente el radical Hipólito Yrigoyen que puso fin a medio siglo de hegemonía conservadora). Quienes defienden cada opción, rara vez se privan de defenderla como más democrática que las restantes. Pero, entre estas opciones citadas de Constituciones americanas de los últimos siglos, ¿las hay antidemocráticas?

Si la teoría política no basta, o para reforzarla, los adversarios de las repostulaciones consecutivas de los mismos candidatos vencedores acuden a las admoniciones de la Historia. Que darían por probado el carácter dañino, para el desarrollo nacional, de la perduración de los mismos titulares en el Ejecutivo por mucho tiempo sin interrupciones. Esta generalización apela más a la imaginación, y al buen sentido mesocrático, antes que a muchos ejemplos. Cuando los oímos, muchas veces no son en verdad ejemplos de reelecciones democráticas, sino del gobierno de aquellas dictaduras que se buscó dejar atrás y colocar lejos con la prohibición de la reelección que figura en la Constitución mexicana o la argentina de 1852. 

Para confeccionar listas de ejemplos concluyentes, conviene hacer a un lado toda pregunta por hirientes contraejemplos. Que se encuentran en esa institucionalidad europea y norteamericana que tantas veces en Latinoamérica se llama a admirar, y se nos ordena emular. Contraejemplos de mandatarios reelectos y que retuvieron –precisamente por el mandato popular del voto- la jefatura de gobierno en los que terminaron siendo muchos años que podrían alegarse para probar que la continuidad de sus administraciones, en vez de la alternancia de partidos, o de titulares del Ejecutivo aunque del mismo partido, contribuyeron críticamente al desarrollo y crecimiento nacionales.El demócrata Franklin Delano Roosevelt se repostuló para un cuarto mandato, lo ganó, y cambió para siempre y para mejor a EEUU y al mundo en (gracias a) sus cuatro presidencias sucesivas, 1932 a 1945 (murió siendo presidente sin completar su último período -si lo hubiera completado él, ¿habría caído la bomba atómica sobre Hiroshima?-). El democristiano Konrad Adenauer fue el jefe de gobierno de Alemania Occidental desde 1949 hasta 1963, y del otro lado del Rhin, Charles de Gaulle fue jefe de gobierno en Francia 1944-1946, y 1958-1969. Desde 2014 hasta 2019 presidente de la Comisión Europea, Jean-Claude Juncker había sido antes durante 17 años continuos elegido y reelegido primer ministro de un Luxemburgo cada vez más próspero a medida que entre 1995 y 2015 cada nueva elección volvía a darle las mayorías y el gobierno a este político socialcristiano. Benjamin Netanyahu, que hoy recibe casi unánimes soiidaridades democráticas tras la ofensiva de Hamas contra el Estado de Israel, se postulo y ganó el gobierno en cuatro oportunidades consecutivas, y sólo lo abandonó para volverlo a ocupar.

Si no vence el MAS, que venza un candidato masista

Sólo una revancha electoral, entonces, en instancia superior del mismo Tribunal, dejaría sin efecto el dudoso fallo en primera instancia de 2019, y sus mucho más dudosas interpretaciones, muy poco desinteresadas. La demostración académica del error adversario pocas veces satisface. Y mucho menos alivio proporciona, si el diferendo ni en las aulas se ha zanjado a honesto gusto.

Evo se ha sentido arrastrado -es cierto que sin reluctancia interna o externa ninguna- a denunciar la traición de “reformistas y golpistas” y a anunciar su postulación como candidato presidencial masista predestinado. Con la venia de un Movimiento al Socialismo que corre para predestinarlo a tiempo. Como ahora lo ha hecho en “el Magno X Congreso Ordinario del MAS-IPSP de Lauca Ñ”, en el municipio de Shinahota, en la provincia de Tiraque, en el departamento de Cochabamba, en cuyo Trópico este migrante interno del departamento de Oruro, de padre y madre aymaras, en su extrema juventud y en una federación de cultivadores de coca del Chapare, había ganado la primera elección de su vida.

Evo, arrastrado a expulsar del MAS, que así se vuelve también cismático, al cismático Luis Arce. El MAS, que había sido no más que ese Instrumento Político para la Soberanía de los Pueblos (IPSP) del cual quien llegaría a ser también el único presidente indígena electo en la historia de Bolivia se había dotado para politizar así su oposición. Fue cuando el sindicalista cocalero más exitoso de la historia de las Américas convirtió en político y electoral el combate de su movimiento social contra la seguidilla de presidentes neoliberales de la democracia pactada que siguió a 1982.

Gane quien gane, en las próximas elecciones bolivianas la victoria será de un candidato masista, y la derrota, del MAS. O del MAS tal como lo habíamos conocido hasta hoy.

AGB

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